De todas las razones que puedo pensar que me llevaron a elegir oficio, la que más resuena en la cabeza es ésta: lo hice para fastidiar a mi mamá.
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De todas las razones que puedo pensar que me llevaron a elegir oficio, la que más resuena en la cabeza es ésta: lo hice para fastidiar a mi mamá. La alegría, el amor, la pasión que vinieron con el trabajo fueron regalos adicionales. No me equivoqué al escoger. Pude haber elegido, como lo hicieron mis hermanos al llegar a la edad adulta, el rancho, la huerta de mandarinas, la cadena de panaderías o pedir que me diera dinero para empezar mi propio negocio. Pero, elegí un equipo de fotografía que estaba guardado en un cuarto oscuro al final del corral de la casa.
Antes de abrir mi propio estudio de fotografía, fui a hablar con el señor Castillo que era el fotógrafo del pueblo y me aceptó de inmediato. No necesitaba otro ayudante, pero ser hijo de doña Cristina abre puertas y yo lo aprendí desde muy chico a girar esas perillas. Correspondí a la generosidad de mi nuevo patrón con trabajo arduo. Fui un aprendiz atento y él un profesor espléndido.
Me enseñó todo lo que se debe saber del oficio y me dio consejos para la vida. Era un hombre de rutinas. El orden era su exigencia. Abatir el caos parecía ser su misión de vida. En el estudio fotográfico del señor Castillo todo tenía un lugar y cada cosa estaba en su sitio. El proceso para tomar fotografías variaba según la ocasión: no es lo mismo tomar un retrato de familia que uno de bodas, repetía a todas horas. Hay que fijarse en lo que siente la gente. No se siente igual ir a bautizar a un hijo que ir a entregar a tu hija al altar, ¿entiendes?
Podrías pensar que conseguir ese tipo de fotografías sólo está al alcance de unos pocos y tendrás razón. Claro que se necesita tener ojo para encontrarle el mejor lado a las personas, pero no hay nada en este mundo que no se pueda aprender. Aquí se logra manipular la realidad, se hace fantasía. Sacas belleza de la fealdad. En el fondo, tú sabes qué es lo que tu cliente quiere y te esfuerzas por dárselo. No es lo mismo ser un retratero que un fotógrafo.
Todos los negocios se tratan de complacer al cliente. Siempre se trata de eso. Aquí los clientes quieren ser hermosos y dejar huella de que pueden serlo. Esa es la utilidad de una foto y esa es la misión de un fotógrafo. Recuerda, vocación es destino. ¿Es esto lo que quieres hacer? Sí.
Aprendí el vocabulario, las técnicas y lo acompañé mientras hacía fotos de todo tipo: de muchachas hermosas que se retrataban para enviarles un recuerdo a sus novios; de bodas; de chicas de XV años; de bailes de debutantes; bautizos, comuniones, familiares; de todas. Lo que más disfrutaba era entrar al cuarto oscuro.
Nos quitábamos la camisa y nos amarrábamos un paliacate alrededor de la cabeza para eliminar el sudor. El señor Castillo ponía a hervir agua en una olla de peltre blanco con filo azul marino y le echaba unas hierbas de lavanda para que se perfumara el cuarto. Encendía un cigarrillo y lo sostenía entre el dedo índice y pulgar que tenía manchados por la nicotina y por los líquidos de revelado. Llenaba las tinajas con agua y agregaba un poco de los químicos reveladores y esperaba a que se diluyeran.
Iluminaba el cuarto con una luz roja indirecta. Tomaba las tijeras. Abría el rollo de película y lo colocaba en el carrete dentro del tanque de revelado y con un cronómetro en mano me hacía agitar el tanque de revelado por treinta segundos. Él mismo vertía el fijador y ponía a secar la fotografía en una cuerda, como si estuviera tendiendo ropa recién lavada. Me gustaba ver como aparecían los rostros de mujeres vestidas de blanco, de madres rodeadas por sus hijos, de señores de traje, bombín y leontina, niños vestidos de ceremonia. Tienes que pedirte más a ti mismo. Tienes que empezar a buscar fotografías que nadie más pueda hacer. Tienes que coger tus herramientas e ir más allá, buscar tu propio espacio, me decía y sus palabras me marcaron.
Sin embargo, el punto de quiebre no fueron sus palabras ni sus consejos. Lo que me llevó a ser fotógrafo de muertos fue una imagen que apareció en ese tendedero. Era una fotografía de medio torso en blanco y negro: en la cara había una sombra gris alrededor de los ojos, las mejillas eran de un color aperlado impreciso, entre el blanco que se atreve a ser amarillo o más bien dicho de ese amarillo tímido que palidece y se quiere hacer blanco, la boca era una línea desdibujada, con los labios congelados, no era una sonrisa ni una expresión de dolor. El gesto me jaló la mirada y no pude dejar de contemplarla, era alguien que me resultaba conocida, pero no pude identificarla.
El señor Castillo se acercó, ¿nunca habías visto un muerto, verdad?
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De todos mis hijos, Juanito es el más prudente y considerado. A la hora de elegir oficio, fue muy discreto. Pudo haber elegido, como lo hicieron sus hermanos al llegar a la edad adulta, el rancho, la huerta de mandarinas, la cadena de panaderías, me pudo haber pedido dinero pero, eligió un equipo de fotografía que estaba guardado en un cuarto oscuro al final del corral de la casa. Sabrá Dios quién lo puso ahí, no tengo idea de quién era, tal vez fue el pago de una deuda.
Mi Juanito es un chico tan prudente que antes de abrir su propio negocio, fue a hablar con el señor Castillo, el fotógrafo del pueblo. Ni siquiera tuve que ir a hablar con él, me lo aceptó de inmediato. Yo sabía que no necesitaba otro ayudante y correspondí a esa generosidad bajándole un poco el precio de la renta del local del estudio. Con el tiempo, ese localito sería parte de la herencia de Juanito.
Debo de confesar que cuando Juanito me dijo que quería ser fotógrafo de muertos, a mí se me puso la carne de gallina. ¿Cómo crees, si tú jamás has visto un muerto? Pero, no hay cosa que mi Juanito no se proponga que no saque adelante. Es un muchachito muy entrón, dedicado y determinado. De todos mis hijos, es el que me ha dado más satisfacciones. Es el que me ha causado menos mortificaciones. Lo de su condición es lo de menos. Y, no. No es tonto.
Desde que Juanito se convirtió en fotógrafo de muertos, siempre soy de las primeras en enterarme y eso, ya se sabe, es una gran ventaja en la vida de los pueblos. Me sé santo y seña de la hora y circunstancia, tengo la primicia de la información, lo cual me ha puesto en una situación de privilegio que me ha llevado a aprovechar ciertas oportunidades. ¡Ay, sí! Juanito es el hijo que más gozos me ha ofrecido y que se ha preocupado más por darle felicidad a su madre. Por eso, porque entiendo que no todo puede ser perfecto, no digo nada. Pero, esa mujer que escogió, no me gustó nada. Pero, una madre debe ser prudente y cerrar la boca. ¿Qué le va uno a hacer? Sólo, lo que se debe.
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Me encantaba mortificar a mamá dándole santo y seña de los muertos que fotografiaba. Le decía de todo: motivos del deceso, la hora de la defunción, el estilo de la caja, los detalles de la enfermedad, las minucias de los últimos momentos. Mamá arrugaba la cara, levantaba la mano y agitaba la palma extendida para que parara de hablar. Yo, por supuesto seguía y seguía dotándola de información.
A los pocos días de que informé al señor Castillo que me quería independizar, me dijo que me podía quedar con el local. Noté cierto tono avinagrado en sus palabras. Me dijo que en el pueblo no cabían dos fotógrafos y que se pensaba ir a otro lugar. Yo le pedí que no se fuera. A mí no me interesaba el retrato de ceremonia ni el de estudio. Yo quería especializarme en fotografiar muertos. El señor Castillo no disimuló el gusto que le daba no tener que empezar de nuevo. Pero, como buen profesor, me hizo ver que esa rama de la fotografía era dura y poco rentable.
Acuérdate, vocación es destino. El que fuera dura no me importaba, el que se tratara de un negocio poco rentable me confirmaba que la elección era la adecuada: me daba la oportunidad de fastidiar a mamá, por lo tanto, era perfecta. Además me gustaba andar viendo muertos.
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De todos los Talamantes, Juan es el más extraño: parece un perrito mojado. Todos dicen que tiene una condición. Nadie sabe lo que es eso de la condición. Su rostro es alargado, los ojos de un tono café tan claro que parecen tristes, tiene la barba cerrada, pelo en pecho muy abundante, tanto que le sobresale la camisa como si fuera hombre lobo a punto de transformarse. Es flaco, de piel muy blanca, de esos que les hace falta sol. Tiene los dedos largos, las uñas chatas. Su postura es jorobada, tal vez porque es muy alto. Siempre anda con la lengua de fuera. Es de pocas palabras. Si no fuera por sus modos tan dulces, uno pensaría que es un sujeto siniestro. Pero, es un chico con buenas intenciones.
Cuando llegó a mi puerta a pedirme que le enseñara el oficio, sentí una punzada en el estómago. Fue como si presintiera que acababa de comprar un rollo velado. Pero, el dolor de panza se me aligeró cuando su madre me rebajó tanto la renta que el pago era más bien simbólico. Luego, se me olvidó el recelo. Era un ayudante tan eficiente que entre él y yo hacíamos todo el trabajo: me ahorró el gasto otros trabajadores, se encargaba del trabajo pesado, de ponerme el set a punto y yo nada más llegaba a disparar el obturador. Sabía cómo colocar a la gente y me daba el crédito por sacarle el mejor ángulo. ¿Qué más se puede pedir de un ayudante? Había momentos en que olvidaba que era un Talamantes. Digo que Juan es extraño por muchas razones. ¿A quién le puede gustar dedicarse a ver muertos?
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Yo no creo en el destino, pero a mí las cosas se me acomodan a las mil maravillas. Era la víspera de Navidad. La gente en el pueblo andaba en los preparativos de la Nochebuena. A mi madre, todas esas cosas le fascinan. Pone un árbol de muchos metros y lo llena de esferas, adornos, luces y todas esas cosas. Coloca regalos envueltos con papeles brillantes y moños enormes. Al final del pasillo, pone un Nacimiento que parece la exhibición de la historia del Viejo Testamento: desde que expulsaron a Adán y Eva del Paraíso hasta el nacimiento del Niñito Jesús en el pesebre de Belén. En la mesa del comedor, coloca un mantel con dibujos de renos y duendes; en el centro sitúa un arreglo de nochebuenas blancas y rojas y alrededor instala las vías de un tren eléctrico que da vueltas alrededor llevando el salero y el pimentero.
En la sala, pone la ponchera en el centro. Todo huele a canela, guayaba, jamaica y tejocotes. A las nueve, después de la última posada, se abren las puertas para recibir a las visitas que quieran venir a dar el abrazo navideño. La casa se llena de gente, tanta que casi no se puede caminar en los pasillos. Muchos vienen a saludar a mi mamá, a dejarle regalitos que ella amontona en una mesa que tiene dispuesta para ello y otros vienen a pedir favores: prestamos, prórrogas, apoyos, facilidades: generosidad. Al fin y al cabo, qué mejor día que el de Navidad para mostrar algo de buena voluntad.
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Si cuando digo que mi Juanito es extraordinario no lo digo nada más por hablar. Le pone tanto empeño a su oficio que me da ternura. Cuando me platica de los detalles de sus muertitos, me conmueve. Me dice todo: cómo pasó, qué cara tenían al morir, la forma en la que los maquilló. Dice que los que cuestan más trabajo son los que se murieron a balazos y les pegaron en las mejillas o en la frente. No vayas a creer que les queda un hoyo redondo, no; les queda una herida en forma de raya, me dice. El pobre ha tenido que coser a algunos. Hace lo posible para que se vean bien. Cuando le pregunto si le gusta lo que hace, me mira con esos ojitos tristes y me contesta que sí. ¿No les digo que Juanito es extraordinario?
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Sonó el timbre del teléfono y David, el mayordomo, me informó que la llamada era para mí. Estaba tan contento, mi madre se iba a llevar un gran disgusto. El trabajo obliga, ¿no es eso lo que siempre anda diciendo? Así que si el deber me llamaba, había que acudir. Disfruté de imaginar la cara que iba a poner cuando le dijera que no participaría de las celebraciones navideñas.
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Mi pobre Juanito, tan responsable. Es tan dedicado como un médico. Hasta en la Nochebuena se sacrifica para ir a cumplir su deber. De todos mis hijos, él es el que me hace sentir más orgullosa: es el más esforzado.
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Por salirme a las carreras, no pregunté en qué momento me necesitaban. Me anticipé demasiado: llegué antes que el féretro. Todavía no habían puesto el moño negro en la puerta. Hasta pensé que me había equivocado de dirección. Me abrió un chiquillo de unos seis años que me dejó pasar sin más trámites. Espéreme aquí, voy a avisar.
La casa estaba a oscuras. A medio corredor, había un foco de poca potencia que chirriaba, como si le doliera la tarea de mal iluminar. El niño se perdió en la negrura del pasillo, como si se desintegrara. Escuché unos pasos y pronto se materializó una figura que caminaba despacio por el pasillo. Era una mujer vestida de negro, con un velo que le cubría la cabeza. Ya la terminamos de vestir, pero aún no llega la caja. Es que las fotos son cuando ya están dentro. Pero, se las tomo como usted me diga. La mujer elevó los hombros y se chupó los dientes. Venga, tómelas de las dos formas. Eché a andar detrás de ella. Llegamos al último cuarto, a la puerta del final, antes del corral.
El cuarto era muy pequeño y estaba atiborrado de cosas. Las paredes, llenas de fotografías que fueron tomadas por el señor Castillo. Eran de antes de que yo trabajara en el estudio. En el tocador había muchos frascos, botes y cajas. Olía a medicina. En la pared del fondo, estaba clavado un crucifijo de madera con el Cristo de metal, justo sobre la cabecera de la cama: ahí estaba la muerta, iluminada por una fila de veladoras metidas en vasitos de vidrio pequeños. La habitación era tan pequeña que apenas había espacio para pasar entre los muebles y la cama. Era necesario hacer mucho esfuerzo para ver. Se escuchaba con claridad el rumor de las oraciones que se le recitan a los muertos. Alguien lloraba bajito.
Se encendió la luz. Las mujeres que estaban a los costados de la cama se pusieron de pie. Guardaron silencio y se hicieron a un lado. La muerta estaba acostada. Tenía un pañuelo atado alrededor de la cabeza para sostener la mandíbula inferior. Estaban esperando a que amarrara el rigor mortis. La muerta no parecía ni especialmente serena ni atormentada. Parecía, simplemente, muerta, tiesa. Era una cara de vieja que guardaba un cierto rasgo de hermosura. Le pusieron un vestido negro y un collar de perlas. Estaba peinada, recién peinada. Podía tomar las fotografías.
Entonces, la vi.
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Al pie de la cama de la muerta estaba una bolita humana que inclinaba la cabeza y le sostenía la mano. Llenaba de lágrimas los dedos fríos. Levantó la cara y me vio. Fue verla y sentir que la piel de la entrepierna se me estiraba en una prolongación súbita. El calor del cuerpo se me concentró en medio y tuve la sensación de que la vida se me escapaba y que toda la sangre del cuerpo ejercía una presión en ese pedazo de piel. El rostro me abrió un apetito que nunca había tenido. Verla era contemplar un abismo. El rostro estaba descuadrado. Era como si alguien hubiese dibujado una línea recta que iba desde el centro de la frente hasta la barbilla y como si al dividir esa cara en planos, los hubieran despegado para unirlos en forma en que no coincidieran las partes. Una ceja estaba más arriba que otra, un ojo quedaba por encima del otro, uno de los poros nasales se extendía al cielo y el otro se desparramaba al suelo, una costura bajaba por las rayitas que van de la nariz a los labios, la barba partida estaba más alzada de un lado que del otro. Pero, lo que me asombró fueron los ojos: un par de globos oculares torcidos que se contemplaban el uno al otro, el iris tan azul que parecía morado estaba pegado al lagrimal. Ojos extraviados, bisojos, saltones, rodeados de pestañas largas y húmedas. La mirada lagrimosa me hizo salivar.
Nunca me había distraído al ejercer mi oficio, pero en esa ocasión me tropecé con la esquina de la colcha y me fui de bruces. Caí hincado a su lado. Las mujeres gritaron y ella sonrió. Alguien me ofreció la mano para ayudarme a levantar, las otras corrigieron la posición de la muerta que se había enchuecado al moverse el sobrecama. Les agradecí y luego les pedí que se salieran para que pudiera tomar las fotografías. Todas lo hicieron menos ella, por fortuna.
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Llegó el féretro. Todo el mundo corrió a la calle y los dejamos solos con la abuela. Los de la funeraria nos dijeron que ellos se encargarían de meter el cuerpo a la caja. Al llegar al cuarto, la Nena había dejado de llorar, estaba ayudando a tomar fotografías. Creo que fue ella la que le quitó el pañuelo que le pusimos a la abuela para que no se le quedara la boca abierta. No nos sorprendió que la Nena ayudara, siempre es muy comedida y a pesar de su condición, todo lo hace bien, ¿quién diría? Tampoco me pareció extraño que el fotógrafo le hablara con tanta dulzura. Lo que me dejó con la boca abierta fueron las miradas que le echaba y la forma en que la tomó de la mano durante todo el funeral. Sí, se quedó a velar toda la noche, no regresó a su casa a festejar la Nochebuena, se quedó con nosotros, dándole la mano a la Nena.
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¿Cómo que no nos podemos casar? Mi mamá viene a pedir la mano de la Nena hoy por la tarde. No, no, no, Juan. No lo tomes por otro lado. El problema es que la Nena no está bautizada y por eso no hizo la Primera Comunión ni está confirmada. ¿Entiendes la dificultad? Nadie les va a querer dar la bendición.
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Cuando Juanito me dijo que ya había escogido mujer y que quería que lo acompañara a pedir su mano, me puse muy contenta. ¿Cómo crees que te quieres casar, si tú jamás has tenido novia? Pero, no hay cosa que mi Juanito no se proponga que no saque adelante. Uno tiene que respetar las decisiones de sus hijos y apoyarlos ante todo. Por eso, cuando me dijo de quién se trataba, sentí que un gato me jalaba el ombligo. Hablé con el señor cura y le pedí que viera lo del trámite de los sacramentos. Es un hombre de mucho entender y se dio cuenta enseguida de que ir a pedir la mano de la nuera el día de los Santos Inocentes no era buena idea. Se lo dijo y le aconsejó que fuera paciente. No conté con que mi hijito es muy determinado y se iba a robar a la novia. Ay, qué mi Juanito, le entraron las prisas.
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Yo digo que las cosas de Dios se dan aunque uno no quiera, por eso, no hay que oponerse a la voluntad divina. Mi abuelita estaba tan preocupada por la Nena, que por eso no se quería morir y mira que le costó trabajo. ¿Qué va a ser de mi muchachita, quién me la va a cuidar? No se preocupe, abue. Ya habrá quien. Y, diosito tan misericordioso, escuchó a mi abuelita. Se nos casa la Nena. En menos de quince días, funeral y boda. Mira nada más, Juanito se llevó a la Nena el día de los Inocentes y el día de Reyes, será el casorio.
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Fue la señora Talamantes, la propia Doña Cristina en persona la que me vino a solicitar el servicio. Todavía no había guardado el equipo que usé para las fotos de la boda, no me imaginé que los iba a volver a usar tan rápido. Juanito fue un buen novio y la Nena sonreía mucho. Aún guardo esas fotografías. Las tengo colgadas en el cuarto oscuro.
Juanito estaría feliz de verlas. Parecían salidos de un carnaval luciferino. En una caja, un hombre lobo, en la otra, su mujer. Los labios morados, las uñas negras, las manchas violáceas en los pómulos. Tuve que maquillarlos mucho para que no se notara lo que les pasó. Les quité la espuma de la boca y el pañuelo se impregnó de un olor a almendras. Dice Doña Cristina que les cayó mal el pastel de bodas.
Revelé las fotos del casamiento y del funeral al mismo tiempo, estaban en el mismo rollo. Con el fajo de billetes que me dio Doña Cristina, me alcanzó para irme del pueblo. Ni cuenta se dio de que no le entregué las fotos. Las guardo yo. A lo mejor ya me volví loco. Me gusta verlos de cuando en cuando. Tan deformes, tan sublimes que no se les puede abarcar.