La brisa del bosque se intensificó e hizo que las páginas del libro que descansaba sobre su regazo corrieran hasta hacerla llegar al avanzadísimo capítulo veinticuatro, cuando Danna apenas había leído hasta el diecisiete. No obstante, lo dejó pasar. Y no lo hizo por cualquier cosa, no: minutos antes, mientras el viento se colaba entre las hojas de la novela que devoraba con ansia tardía, el pedazo de cielo que cubría el bosque de Netherfield se vio teñido por los llamativos tonos cerúleos y anaranjados propios del ocaso.
Los habitantes de Dumsville, el pequeño y cálido pueblo ubicado a escasos kilómetros del lugar, se mostraban reticentes a sobrepasar ciertos límites de aquel bosque. Quizá porque las sombras se hacían persistentes a medida que uno se introducía en su frondosidad y eso suponía un exceso para una vecindad tan cándida como la suya. Sin embargo, para Danna, el bosque era un refugio al que siempre podía acudir incluso si el resto de los pueblerinos aconsejaban que no lo hiciera por temor a que, algún día, al entrar, no hallara salida.
Netherfield, repleto de árboles que harían sombra a los más altos gigantes, con sus pasajes laberínticos en los que uno podía perderse con facilidad y con su abrumadora extensión, inexacta hasta para los habitantes del pueblo que acunaba, era el lugar seguro de Danna desde que tenía uso de razón. Conocía sus más remotos caminos y peligrosos despeñaderos y eso la hacía sentirse segura en su interior, que era mucho más de lo que podía decir de su vida en la comunidad. Por eso mismo, quedó tan maravillada con el vaivén de colores que se entremezclaban en el cielo, que no cesó el pasar de las páginas cuando estas revolotearon con el viento; por el contrario, se limitó a disfrutar de aquellas tonalidades vívidas con las que tantas veces intentaba dotar a sus pinturas, pero que jamás lograba replicar.
Danna emprendió el camino de vuelta cuando las luces del atardecer desaparecieron y lo hizo con la misma velocidad pausada de todos los domingos. Siempre ralentizaba su retorno a conciencia, con la intención de llegar tan tarde como le fuera posible a las reuniones vespertinas que se celebraban cada semana en el patio trasero de la Iglesia. Su madre, que participaba de forma activa en la comunidad, la excusaba ante el resto atendiendo a su faceta soñadora y distraída, y todos le creían. Aunque Danna, con sus diecinueve años bien curtidos, estaba segura de que más de uno ya se habría percatado de que, más que soñadora, era escéptica a las creencias que profesaban, y, más que distraída, era indiferente a sus quehaceres y vidas. De hecho, a sus ojos, tanta bondad y benevolencia solo podía adjudicarse a una profunda necedad.
Las farolas alumbraban las calles cuando pasó frente a la escuela del municipio —en la que estudió hasta hacía no más de dos años y donde su padre todavía ejercía como educador social— y tomó la calle paralela en dirección a su hogar. Poco más tarde, detuvo sus pasos frente al portal.
La residencia de los Cranston estaba situada en un buen barrio, pero no era pomposa ni recargada como podía esperarse del resto de las viviendas que lo ocupaban, más bien era discreta: dos pisos de altura, ventanales protegidos por cortinas, una puerta de madera robusta sin muchas florituras y con la misma estampa del Altísimo que todos los lugareños colgaban en la entrada de sus casas, paredes de color tocho y tejados contrachapados en armonía con los del resto de la localidad y un pequeño jardín posterior al que Lillian Cranston dedicaba días enteros.
La joven, cuya complexión menuda y grácil la hacía pasar desapercibida en la mayor parte de las ocasiones, traspasó la entrada aprisa, temerosa de que algún vecino la viera y se le acercara a darle un sermón o, quizá, algún consejo que no había pedido. Mas, aunque se libró de ello, no logró pasar del primer peldaño hacia el segundo piso sin escuchar cómo la voz cantarina de su madre la llamaba desde la estancia contigua.
—¡Cariño, ¿ya estás aquí?! —El elevado tono de voz que usó la señora Cranston, aunque habitual en ella, chirrió en los oídos de su hija, quien solía preguntarse por qué su madre tenía la mala costumbre de hablar con susurros cuando la tenía lejos y, en cambio, de gritar a todo pulmón cuando estaba a escasos pasos de ella—. ¡La cena está casi lista!
—Sí, acabo de llegar —respondió con obviedad al entrar en la cocina. La miró de arriba abajo como si fuera el acertijo más complejo que se le hubiera presentado hasta el momento. Era costumbre que Lillian asistiera todas las semanas a las reuniones que se celebraban en la Iglesia, no solo porque debía hacerlo como devota, sino también por el cargo que apoderaba dentro del Ayuntamiento, pues formaba parte del Departamento de Mediación e Intervención Comunitaria—. ¿Y papá? Pensaba que estaríais en la misa.
—Eso creía yo también —coincidió. Sus manos, que estaban ocupadas dándole vueltas al sofrito para la cena, estaban enrojecidas por el calor que emanaba la olla—, pero tu padre se encontraba indispuesto al momento de irnos y he preferido quedarme con él.
—¿Aún sigue con la gripe?
—Sí, hija, sí. Lleva arrastrándola toda la semana y verás que, a este paso, también lo hará la siguiente —resopló enardecida—. Es tan terco que se salta todas las pautas del médico y tan estúpido que guarda las pastillas que no toma en el cofre de las joyas y, luego, se olvida de tirarlas antes de que las vea.
Ahogó una risa nasal. Su padre era un muy mal enfermo, no sabía estarse quieto y descansar cuando debía hacerlo y, por supuesto, tampoco le daba un respiro al cuerpo.
—¿Está en la cama? —preguntó cuando, al ojear en el salón, no vio a su padre en el sillón.
—Qué más quisiera —se lamentó Lillian, sacando las cazuelas del fuego, y una vez que aseguró los fogones, se volteó hacia su única hija—. Da gracias a que he conseguido retenerlo en ella gran parte del día… Anda, ve y avísale de que la cena ya está lista.
Danna se percató, tan pronto puso un pie fuera de la estancia, de que el denso vaho que desprendía el guiso con el que se deleitarían aquella noche se había dispersado más allá de los confines de la cocina y que, de hecho, este había logrado sobreponerse, incluso, al intenso aroma a lavanda con el que su madre pulverizaba de forma compulsiva el hogar desde hacía lustros.
No titubeó en ninguno de sus pasos mientras recorría el largo pasadizo oculto tras las escaleras pues, pese a que la casa poseía el espacio suficiente como para que la pequeña unidad familiar conviviera sin necesidad siquiera de encontrarse durante el día, para ella solo existía un lugar posible en el que hallar a su padre: la biblioteca.
Una sonrisa de complacencia cruzó sus labios cuando, al detenerse frente a la entrada que resguardaba su hábitat natural —que se caracterizaba por estar colmado de libros—, encontró la puerta entornada. La empujó con sumo cuidado y, cuando la apertura fue suficiente, asomó la cabeza. No necesitó rebuscar mucho por la estancia, pues lo encontró justo donde creyó que lo haría; dormitando en la butaca más lejana de la biblioteca, la que había al lado de la ventana, y con un ejemplar de una de sus novelas preferidas escurriéndosele de entre las manos.
(Este fragmento forma parte de la novela Hidden, actualmente en proceso de escritura y publicándose en pequeñas dosis a través de la plataforma Wattpad.)