En marzo, al inicio de la cuarentena por covid-19, decidimos relatar en esta columna la crónica de los hechos presentes en nuestro país Venezuela y lo hemos cumplido por 4 meses, pero ahora deseamos hacer una pausa y dedicarnos a los 80 años de la caída de Francia en la Segunda Guerra Mundial, ¡pero siempre en nuestra patria como es el objetivo de este espacio! Es un descanso del presente para viajar a nuestro oficio fundamental: el estudio de la historia. En agosto volveremos a la crónica esperando que el gran crecimiento que vemos hoy de los casos por coronavirus haya bajado. Ahora viajemos a una época relativamente tranquila para mi nación y convulsa para el mundo.
En los primeros días de junio de 1940 pocos venezolanos atendían «la tragedia europea». La prensa y la radio informaban de las derrotas de los ejércitos aliados frente al indetenible avance de la maquinaria de guerra alemana, pero como noticias del exterior, siempre eran secundarias y muy lejanas para las angustias locales y más importantes de los criollos. En este contexto, dos caraqueños dialogan sobre los destinos de Francia y el mundo, y uno afirma con jactancia: «Mein Führer pronto tomará París, dándole una lección a esos engreídos franchutes; y después los ingleses tendrán que aceptar que Alemania es la nueva potencia o sufrir también la ocupación». Su amigo, admirador de los «americanos» cuya cultura y economía son ya parte del día a día nacional, le responde con claro disgusto: «Los Estados Unidos no dejarán de apoyar a Inglaterra y tarde o temprano pelearán con toda su fuerza industrial. La Ciudad de la Luz puede caer pero Londres resistirá hasta que las democracias triunfen sobre la dictadura nazi».
La anécdota anterior me la contó en mi niñez una tía abuela cuando yo le preguntaba, fascinado por las películas sobre la Segunda Guerra Mundial que pasaban con mucha frecuencia en la televisión, cómo había vivido esos tiempos.
Nunca olvidaré que para mí fue un gran impacto pensar que existiera gente que apoyara a los malos del cine: los nazis. De inmediato le pregunté a mi abuela: ¿Y a quién apoyaban ustedes? «¡A los Aliados, por supuesto!», respondió con una seguridad que me tranquilizó. Y esta era la tendencia general, porque no solo nuestra economía dependía fundamentalmente del petróleo que extraían compañías estadounidenses y británico-holandesas, y que consumían los «americanos» como siempre se les dijo; sino que ya todo lo que comprábamos manufacturado e incluso algunos alimentos venía de la potencia del Norte. Por no hablar que el cine, la radio y las costumbres eran cada día más y más asimiladas a las de Norteamérica.
Se puede entender que algunos pocos pensaran lo contrario basados en la admiración por los rápidos triunfos militares del Tercer Reich. También por el papel protagónico de los grandes hombres siguiendo nuestra tradición personalista tanto en la práctica política como en el pensamiento positivista, y el romántico «antiyanquismo». El simple rechazo a la «invasión estadounidense» de las últimas décadas por la gran inversión petrolera y comercial. Nacionalistas extremos o idealistas basados en lecturas como el Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, del cual por cierto hay un busto en una plazita-redoma de San Bernardino, por no hablar de la influencia de la pequeña colonia alemana y la propaganda nazi desarrollada en sus organizaciones: colegio y club.
La cuarentena que padecemos por el covid-19 me impidió revisar la prensa de la época. Los archivos, como buena parte de las oficinas estatales, se encuentran cerrados. Solo pude examinar lo muy escaso (cercano a la nada) que se encuentra digitalizado, y los textos de 1939 a 1941 de Pensamiento Político Venezolano del siglo XX. Y pude ver que la Segunda Guerra Mundial no se nombra salvo con algunas pocas palabras, mucho menos Francia. Se observa claramente que no está en sus pensamientos o preocupaciones, ¡ni siquiera cuando el 10 y 12 de junio de 1940 una nave francesa (Barfleur) cañonea dos buques italianos (Alabama y Dentice) en el Golfo de Venezuela y la primera quedó encallada en la barra de Maracaibo!
No niego que sea una simple aproximación con un uso muy escaso de fuentes (la cual espero pronto ampliar y explicar en un artículo historiográfico), pero un testimonio de la época (entrevista que aparece el 21 de marzo de 1941 en el periódico Ahora) se refiere a la guerra en general y me confirma esta percepción. Leamos sus palabras:
Ahí tiene usted la actitud tan generalizada frente a la guerra europea. Se le mira desde aquí, sobre la ventana del Caribe, con la misma actitud con que el aficionado a las carreras de caballo contempla una competencia hípica. Inclusive, la guerra es para muchos apenas una fuente inagotable de chistes, a costa de los italianos. Y la verdad es que ningún motivo de regocijo o despreocupación podemos encontrar en la trágica hecatombe.
Después de explicar que no se puede comparar nuestra situación con la que vivimos en la Primera Guerra Mundial porque en aquel entonces «no contábamos en el mapa político y económico internacional», y ahora en cambio somos el tercer productor de petróleo por lo que «jugamos, sin saberlo y sin quererlo un arriesgado papel: el de codiciada presa de las grandes potencias, urgidas todas de petróleo».
Y concluye:
Esta contienda tiene características diferentes de las del primer gran conflicto interimperialista. El eje totalitario lucha no solo para aniquilar en los cinco continentes las formas democráticas de Gobierno y todo sentido de dignidad humana, sino que también se ha propuesto rectificar los rumbos del universo y dominar el mundo. En su monstruoso anhelo de realizar una hegemonía ecuménica ha introducido un elemento filosófico nuevo en las pugnas entre las grandes filosofías: el racista.
Al leer estas líneas nos impresiona la capacidad de este joven político venezolano para analizar la realidad internacional en relación a Venezuela, y muy especialmente al identificar la gravedad del avance de los totalitarismos. Los campos de exterminio no existían porque se estaban creando pero él ya habla de la esencia de la guerra que está íntimamente relacionada con ellos. Nos referimos a la supervivencia de «todo sentido de dignidad humana». En este nuevo orden racista que se formaba, nuestro lugar como mestizos y país petrolero nos hacía «contarnos entre los más expuestos a la agresión fascista (…), al bombardeo nazi». La distancia, advertía, no era ya una protección y acá usa una referencia a la Batalla de Francia: «El Atlántico, amigo, es una precaria Maginot de agua salada (…). Si el océano es una barrera ¿cómo se explicaría que Curazao a escasas millas del litoral falconiano, esté provisto de numerosos refugios antiaéreos?». Y finaliza recordando que en la isla se refina petróleo venezolano. Ese joven se llamaba Rómulo Betancourt.
Ahora queremos finalizar con la Batalla de Francia contando otra pequeña anécdota que ilustra el impacto de la misma en Venezuela. El testigo fue Héctor Mujica (futuro político y escritor), quien para ese momento era estudiante y sobre la misma afirmó: «Son cosas que no se olvidan, que no deben olvidarse».
El 14 de junio de 1940 las tropas entraban a París y la noticia se supo de inmediato gracias a la radio, la cual en nuestra tierra ya estaba muy bien establecida en las principales ciudades como era el caso de Barquisimeto. En esta urbe un joven profesor de historia del Liceo Lisandro Alvarado, que también era locutor, se enteró de la terrible noticia. No podía dar clases como si nada pasara. Su indignación era inmensa: la París de la revolución, la democracia y la república había sucumbido bajo las botas y los tanques de la barbarie hitleriana. Se paró frente a la clase, cual maestro Keating de La sociedad de los poetas muertos, y les contó a sus pupilos la tragedia. Acto seguido les pidió que se pusieran también de pie y comenzó a cantarles:
Allons enfants de la Patrie,
Le jour de gloire est arrivé!
Contre nous de la tyrannie
L'étendard sanglant est levé.
Ese profesor era mi abuelo Alberto Castillo Arraéz.