Uno de los efectos pandémicos de mayor envergadura es el considerable aumento creativo de artistas de casi todos los ámbitos del quehacer estético. Producto de la forzosa y larguísima cuarentena de cuatro meses, la hoja en blanco, por ejemplo, ha dejado de serlo y surgen, en medio del fárrago de palabras, poetas, cuentistas, novelistas, ensayistas, cronistas, articulistas y todos los «istas» correspondientes a géneros y subgéneros. Como soy un viejo escritor, mucho más antiguo que las pandemias posmodernas conocidas en estas latitudes, me refiero a los estetas y oficiantes de la palabra y a todo tipo de grafómanos, aunque no dejo de lado a quienes utilizan, como duros lienzos de su arte plástico, las murallas callejeras y los frontis de edificios, para estampar allí sus creaciones, de dudosa estética, en la mayoría de los casos, salvo que se le otorgue categoría de arte a garrapatear el nombre propio con letras monumentales, infladas y rollizas, en las sucias fachadas de grandes metrópolis como Santiago de Chile, Valparaíso, Concepción o Antofagasta. La palabra “pico”, uno de los más empleados sustantivos en nuestra jerga urbana, en gran variedad de expresiones, tales como: meter el pico en el ojo, estar como el pico, el día del pico, pico pa tu abuela… pa tu madre… pa tu hermana… etcétera, suele ir acompañada de un dibujo o retrato de identidad fácilmente identificable. ¿Cuál de estos cumple con los parámetros estéticos de la academia callejera? Al parecer todos y ninguno.
Muchos sufrientes, melancólicos y soturnos de variado jaez, han visto exacerbadas sus neurosis bajo el encierro, al punto de escribir, en muchos casos, tres o cuatro poemas diarios, en los que se lamentan por el abandono de la amada o del amado, por la soledad onanista a la que se ven obligados –fisiológicamente- a satisfacer, mediante el antiquísimo rito del frenetismo compulsivo. Otros, más dolidos aún, advierten de un inminente suicidio, sin considerar que los auténticos suicidas jamás avisan con anticipación el último acto existencial, sino que se matan así no más, de manera intempestiva; los menos, dejan una carta breve, una nota, conservando para sí la atroz sorpresa del desenlace.
Un joven escriba, nacido en 1978 -año crucial para las letras universales, «un antes y un después», como cacarean los periodistas televisivos, porque desde allí parte la «verdadera» literatura- me envía un voluminoso poemario con sesenta y nueve poemas, seleccionados –me advierte- de un total de doscientos; me pide que le escriba un prólogo, en razón de mi «indiscutible prestigio» (así lo escribe, textual; se ve que no conoce mi prontuario en Dicom). Le respondo que leeré las ochenta carillas antes de responderle. Lo hago, con la celeridad habitual para leer poemas prosaicos. Advierto enseguida lo que sospechaba: gruesas faltas de ortografía, a un promedio de seis por página; no analizo la puntuación, porque en esto los jóvenes escribas te retrucan con los ejemplos de Cortázar y Saramago, a quienes habrán hojeado u ojeado alguna vez…
Me armo de paciencia y llamo al vate en cuestión (el vaticinio quizá sea el fenecimiento de la literatura por falta de herramientas lingüísticas, ¿por qué no?, y un regreso a la oralidad de Homero).
— No, querido, no puedo prologar un libro plagado de faltas de ortografía básicas… Sí, te sugiero revisar el manuscrito (teclascrito), editarlo y, una vez corregido, me lo reenvías.
Transcurridas siete semanas sin saber del poeta de marras, me entero, a través de un aviso de Fb, del próximo «lanzamiento» virtual del libro. Lo presenta otro rapsoda, algo mayor, que posee un respetable currículo y ha ganado el premio mayor de una inmarcesible fundación poética. Presiento que no hubo enmiendas gramaticales y que la puntuación quedó en perfecto estado «vanguardista», es decir, caótica, confusa y perturbadora.
Me vuelve a la memoria, viejo repetitivo que voy siendo- las palabras de mi padre, hace sesenta y dos años, cuando le entregué las hojas volanderas de mi primer poemario, perpetrado en 1959. Su respuesta, pasadas cuatro semanas, fue una pregunta:
— ¿Has leído a Francisco de Quevedo?
Hoy, esa interrogación no sería válida para un caso semejante. Quizá el interlocutor preguntara: ¿En qué equipo de fútbol juega ese tal Quevedo? (Porque a nuestros amados paradigmas también se los lleva la peste; en este caso, del olvido).
A otros les ha dado por escribir diarios y memorias de la peste, como si su padecer cotidiano adquiriera carácter y valor universales por sí mismo, prendas líricas de forzoso sufrimiento.
Y es que la «página en blanco» hace mucho dejó de serlo; viene escrita, diagramada en colores, con muletillas diversas: «me gusta», «en qué estás pensando», «comparte», «reenvía», etcétera. No existe el abismo del silencio que era contemplarse en el blancor pavoroso donde luchaban el silencio y la sílaba incapaz de estallar entre los labios.
El problema es otro –les decía yo a unos jóvenes en nuestra tertulia del Refugio López Velarde-, estamos ahogados de palabras y, de este modo, ninguna literatura ni otro arte puede surgir, pues toda creación se sustenta en el silencio, que es como la tierra húmeda y propicia para que brote la simiente. «Todos los tiempos viven en la semilla», escribió Octavio Paz. Y se refería, creo, a esa espera paciente de la germinación, pues el óvulo vegetal, ahogado en agua, se pudre o propicia un brote que aborta, como las palabras henchidas sin pausa, con escasa reflexión y menos hálito estético, derramadas por decenas, centenares y miles en tantísimas ventanas cibernéticas de expresión…
— Pero usted, profe, más allá de esta crítica que elabora, escribe harto, a diario diría yo; es cosa de abrir esas ventanas y leerlo…
Es un joven aprendiz de poeta quien me lo dice. Y tiene razón, tampoco me he librado del virus de la incontinencia verbal.
Me lo dijo una vez mi abuela gallega, no por lo de escribir, sino por mi hablar continuo y machacante:
— Filliño, se non tes algunha cousa boa que dicir, mellor cala a boca… (Hijito, si no tienes algo bueno que decir, mejor cállate).
Verdad. Mi abuela campesina no escribía ni pintaba, salvo cuando enjalbegaba las paredes de la casa. Sí, hubiera dicho ella, aunque nunca estudiara estética, «el blanco es también el silencio mudo del pintor».