Son las seis de la mañana. El despertador no para de sonar y no tengo fuerzas ni para tirarlo contra la pared. Me siento rara, quiero quedarme acostada, sin moverme, enrollada en mí misma, escuchando música, cantando bajito. Si tuviera un perro, lo dejaría subirse a la cama. Si tuviera un gato, me uniría a su ronroneo. Haría de todo, menos salir de las sábanas; todo menos encender mis motores y tener que poner el cerebro a funcionar.
No puedo creer que no podré aprovechar la oportunidad. Justo hoy, cuando Alonso no está en casa y podría estar limpiando todo, me falla el ánimo, la fuerza me abandona. Ayer le tocó hacer guardia. Mi marido salió de casa a hacer el turno que le toca en el pabellón de enfermedades respiratorias. Toda mi intención era afanarme en la desinfección de la casa, para que cuando él regrese, ya no haya ni rastro de agentes patógenos, como los llama. Así, no tengo que estar oyéndolo decir que deje de usar cloro, me ahorro las carotas, los ojos en blanco, las explicaciones que da y sólo él entiende.
Envuelvo las rodillas con los brazos y aprieto los ojos. La alarma sigue retumbando. Respiro profundo. Siento una irritación que inicia desde la punta de la nariz y baja por la garganta. Un temblor me recorre la cadena de vértebras que conforman la columna. No quiero ni admitirlo: me arde la garanta, tengo dificultad para respirar. Mejor no pienso en ello. Si lo invoco, lo provoco. Sólo quisiera dejar de sentir este mareo, esta náusea. Sólo quisiera dejar de oír la chicharra del despertador.
Me gustaría recordar quién fue la bruja que me dijo que lo mejor para desinfectar las cosas en la casa era mezclar cloro con vinagre. Me parece que fue en el chat de las mamás de la escuela en donde leí que así obtendríamos mejores resultados en el aseo y desinfección del hogar. Alonso me vio mezclando los líquidos y empezó con la retahíla de advertencias: deja de hacer eso, ser dañino para la salud; el cloro es un elemento muy inestable, puedes causar una explosión; no juegues con esas sustancias que resecan las mucosas y tienen efectos secundarios nocivos para el cuerpo. Ay, los médicos no entienden de nada. Yo lo que quiero es dejar todo libre de gérmenes. Dicen que los virus se pegan en la ropa, en las suelas de los zapatos, en el pelo.
Alonso me dijo que no fuera a combinar el cloro con vinagre, agua oxigenada o alcohol, pero ¿cómo no? Él no sabe nada de quehaceres de la casa. Yo no me meto en las cosas de su consultorio, entonces, que ni se meta en las tareas caseras. Con esa combinación, seguro la desinfección gana potencia. Por algo, uno de los limpiadores más utilizados es el cloro. Estoy segura de que es muy eficiente para desinfectar superficies. Ya lo decía mi abuela, quien algo sabría de cuidar hogares que tuvo tantos hijos. En su casa, todo estaba tan bien. En sus tiempos, ella se pasaban todo el día cuidando la familia, dedicada a las labores domésticas. La recuerdo podando la hierba del jardín, plantando flores, recogiendo legumbres de la huertas, limpiando todo como es debido. Esa vida era un gran curso de artesanos, de medicina alternativa, cocina sana e inmejorables métodos de higiene.
Claro que no le hice caso a Alonso. Los hombres no saben nada de limpieza. Sí, mucho título de médico, mucha especialización en enfermedades respiratorias, pero de las cosas de la casa no tiene idea. No discuto, mejor me callo y aprovecho para esterilizar cuando no está. Mezclé en una cubeta un buen chorro de vinagre y otro de cloro para trapear pisos y tallar las paredes. La casa apestaba muy fuerte. Pero soy valiente y me aguanté. Desde luego, cerré las ventanas para que no entraran los virus que flotan en el ambiente. No me importó que me ardieran los ojos, pero para que Alonso no se enojara por el olor tan fuerte, mezclé cloro con alcohol, lo metí en un atomizador y lo esparcí por todos los cuartos. Ayer, me la pasé fregando pisos, paredes y muebles. Parecía que les quería sacar sangre. Acabé agotada, pero feliz por la misión cumplida. Creo que cuando terminé de pasar el trapo por la casa fue cuando me empezó a doler la cabeza, sentí mareos y náusea.
Sigue oliendo a cloro. Alonso se va a enojar. Ayer intenté hacer de todo para que se fuera el olor. Se me ocurrió que, para arreglarlo, le podía echar un poco de agua oxigenada al cloro, pero cuando vi que se empezaron a hacer burbujitas, mejor lo eche al drenaje del fregadero. Se me ocurrió abrir las ventanas, pero ¿y si se mete el virus que anda flotando en el aire? Mejor me aguanto, pensé. Y como ya me empezaba a marear, me puse el camisón y me metí a la cama a dormir. Mi esperanza era que, al despertar, me sintiera bien.
Creo que la cama se mueve, da vueltas, se tambalea. Miro la pantalla del despertador. Ay, Dios mío, son las 6:30 am y tengo que levantarme. Necesito apurarme para terminar todos los procesos, antes de que regrese Alonso. Me pican las manos, tengo manchas rojas. Me parece que cuando se agujeraron los guantes de plástico, debí haber parado. Me arden los ojos. Tengo que arrancar, tengo que iniciar el día. Tengo que desinfectar. No tengo ímpetu para quitarme las cobijas de encima. No tengo fuerzas para jalar aire. Siento que el corazón late entre mis oídos. Tengo sueño, mucho sueño. La alarma sigue sonando, no la puedo apagar. Todo gira, el sonido se diluye, todo se oscurece, los párpados se vuelven pesados y ya no siento el cuerpo.