La lectura más extendida de la tragedia de Sófocles —y que, esquematizando la interpretación de Hegel, permea todas las demás lecturas modernas— plantea una colisión entre la ley del Estado, representada por Creonte, y la ley de los dioses subterráneos, el amor familiar, aquello que es sagrado, representado por Antígona. Pero si Creonte representa la ley del Estado, la ley justa, ¿en qué medida puede estar construido, a la vez, como un tirano déspota?

En su primera aparición, el Creonte de Sófocles pronuncia un famoso discurso en el que celebra la fidelidad a la patria por encima de la fidelidad a personas concretas, que será clave para interpretar su caída y su construcción como personaje y como soberano tiránico.

Es particular la forma en que Creonte construye su soberanía. Su entrada al poder no es ilegítima: él es el único pariente vivo de la familia reinante y allí donde Eteocles y Polinices, los herederos de Edipo, han ensuciado la ciudad con su crimen fratricida, Creonte se presenta como un gobernante recto y seguro frente al caos de la posguerra.

La naturaleza divina de la soberanía hace del ser soberano y del individuo Creonte uno y el mismo: el soberano construye una identidad entre el bien común y su propia voluntad, por lo que la ley del Estado de repente se nos revela en todo su polémico esplendor. Si Creonte y el Estado son la misma entidad, doblegarse ante Antígona equivale a una derrota doble, una derrota que no se puede permitir, porque Creonte ya no es el representante de la ley del Estado, sino que él es la ley y su voluntad es inamovible. El tratado de Diotógenes sobre la soberanía lo resume perfectamente: «Puesto que el rey tiene un poder irresponsable [archàn anypeúthynon] y es él mismo una ley viviente, se parece a un dios entre hombres» (Delatte, 1942, 39). Esta identificación entre soberano y ley es lo que permite a Creonte erigirse en el fundamento de la justicia de Tebas.

Precisamente es a esta justicia a la que Antígona se resiste. Creonte no puede encarnar la «ley viviente» porque existen leyes no escritas que son superiores al derecho del Estado. Cuando Creonte le recrimina la transgresión, Antígona responde: «No fue Zeus el que los ha mandado publicar [estos decretos], ni la Justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses» (Sófocles, 2014, p. 78). Pero Tebas ahora se construye sobre la identificación entre soberano y ley, y al coincidir la ley con Creonte, este no está obligado por ella, de ahí que, dirigiéndose a Hemón, le diga: «¿No se considera que la ciudad es de quien gobierna?» (Sófocles, 2014, 91).

También en la obra de Anouilh los mecanismos estatales y Creonte se confunden: cuando Creonte expone sus razones, se revela en sus palabras un absoluto desprecio hacia los ciudadanos de Tebas («Pero para que los brutos a quienes gobierno comprendan, el cadáver de Polinices tiene que apestar toda la ciudad durante un mes» [Anouilh, 2009, 171]). Sin embargo, la tiranía de ambos Creontes se contrapone en la forma que tienen de percibir su relación con el poder: para el Creonte de Sófocles, la ciudad pertenece por ley a su amo; para el de Anouilh, el monarca manda solo antes de que se pronuncie la ley; después, manda la ley.

Pero volviendo al discurso inicial de Creonte, este también nos sirve para pensar su soberanía ligada a su paternidad. En Antígona vemos encapsulados cinco conflictos elementales, entre los cuales se encuentra el enfrentamiento entre la vejez y la juventud, cuya primera consecuencia es la muerte de Meneceo, el hijo de Creonte, defendiendo la ciudad. Si Creonte pone la fidelidad a la patria por encima de la fidelidad a personas concretas, deducimos que Creonte es el tipo de hombre que debe sacrificar y que, de hecho, sacrificará (aunque no voluntariamente) la vida de sus hijos en aras de la preservación de la polis. Su hijo Meneceo muere defendiendo la ciudad y en ningún momento Creonte lo llora como lo llora su esposa. Eurídice lamenta la muerte de sus dos hijos y llama a Creonte «matador de hijos»; en ningún momento Creonte blande la espada que acabará con la vida de Meneceo y de Hemón (el primero se sacrifica por la polis, el segundo se suicida), pero es su naturaleza como hombre de política y son sus decisiones y su relación con el poder lo que los llevará a la muerte.

Más allá de las muertes de sus propios hijos (que podría discutirse si deben recaer sobre los hombros de Creonte o no), la naturaleza de los valores que encarna son los que nos demuestra que Creonte está dispuesto a sacrificar a los jóvenes de la polis a abstracciones políticas y estratégicas. La figura de Creonte siempre nos obliga a plantearnos una pregunta moral, siempre nos hace preguntarnos cuál es la decisión correcta. El que viola la ley es «un hombre sin ciudad», pero en este caso la ley es Creonte.

Notas

Anouilh, J. (2009). Jezabel, Antígona, Buenos Aires: Editorial Losada, S. A.
Delatte, L. (1942). Les Traités de la royauté de Echpante, Diotogéne et Sthénidas, París: Librairie Droz.
Sófocles (2014). Antígona, Madrid: Editorial Gredos, S. A.