¿No les pasa luego que quieren imprimir imágenes para ver si conservan el mismo encanto que tienen en pantalla? Si estuviéramos en una plática de café, posiblemente hablaría más al respecto. No creo que éste sea el foro para eso, si les soy sincero. Los veo vestidos de luto y me pongo más mal. Bien calladitos, casi como el que está aquí a mi lado. ¿A qué hora viene el sacerdote? Digo, para apurarme con esto. No los quiero entretener mucho. Luego hasta las ventanas se empañan de tantas lágrimas en un mismo cuarto. En fin. La verdad, no traigo nada preparado. Pero ahí les voy, aunque no sé bien ni qué decirles.
Gustavo era cuate mío. Cómo no. Crecimos juntos. Desde maternal hasta antes de la prepa. Me acuerdo que le gustaba ganarme cuando nos echábamos carreritas en la escuela. Cada recreo me dejaba atrás. Cuando yo apenas le daba media vuelta al patio, él ya le había dado tres. Pues sí, acelerar era de sus cosas favoritas. Así me voy a acordar de él. Corriendo siempre, a donde fuera: porque siempre llegaba tarde a la escuela, porque su mamá lo mandaba al súper a traer la despensa, porque tenía partido los fines de semana y vivía bien lejos. Quién sabe. A mí siempre me llamaron la atención temas diferentes.
La verdad es que cuando empezamos a salir de noche, las situaciones tomaron un tono diferente. Qué les digo. Íbamos en secundaria. Lo normal: te empiezas a fijar en otros asuntos. Quieres que la gente se fije en ti también. Te crece el cuerpo como nunca antes. Te salen granos. Te sientes bien grande porque fumas, aunque te quemen los pulmones y al día siguiente no puedas ni respirar bien. En fin, se te hacen hoyos en la personalidad que antes no tenías. Parece que te succionan hasta que ya no te reconoces. Luego dejas de acompañar a tus papás a misa, te caga ir a los compromisos familiares y, muy en el fondo, sabes que no estás a gusto en el nuevo grupo de amigos que formaste cuando te cambiaron de escuela. Creo que fue lo que nos pasó a los dos en ese tiempo.
Aunque fuimos en prepas diferentes, no dejamos de vernos. Prácticamente no cambió nada. De todas formas, no nos tocaba casi nunca en el mismo salón, así que en las mañanas no nos veíamos. Él entró a una que le quedaba más cerca de su casa, por Coapa. Yo me quedé en una por Coyoacán. Viéndolo bien, no estábamos lejos. Venía seguido a comer a la casa. Mi mamá ya le tenía listo un lugar para que se sentara a la mesa. Total, siempre sobraba uno porque mi papá trabajaba todo el día, y ella prefería no ver su asiento vacío.
Los fines de semana íbamos a un café de chinos en Universidad, cerca de los centros comerciales, porque la chela estaba barata y nos gustaba tomar el metro hasta Miguel Ángel de Quevedo, para caminar después hasta el centro de Coyoacán. En su casa nunca había nadie y le daba cosa quedarse solo. Con el tiempo, empezó a invitar a sus nuevos amigos a nuestros planes de fin de semana (Jonathan, el Tona, Brayan, no sé quién más). A veces traían porros. Luego otras cosas. Andar con ellos era así: vernos como a las siete para meternos al mismo bar de siempre y ponernos hasta la madre a la media hora. Cuando uno está así, presumir el aguante parece buena idea. Luego pierdes la cuenta de cuántas llevas y terminas pagando las caguamas de los demás.
Ya borrachos, nos salíamos a fumar. Me malviajé varias veces. Entonces, nos quedábamos hasta más tarde en la calle, y había veces que llegaba a mi casa ya pasadas las diez. Luego las once, las doce. Mi mamá se puso histérica una vez que perdí mis llaves y le toqué el timbre a las tres de la mañana. Salió a gritonearme y yo ni podía quedarme parado. Hueles a madres. Con quién estabas. Qué chingados te metiste. Y todo lo que una mujer preocupada dice cuando el idiota de su hijo no sabe ni qué hora es. No me dirigió la palabra en todo el fin de semana. No la culpo. Sí me la volé esa vez.
En mi casa me dejaron de dar dinero, porque si ya estaba grandecito para andar en esas cosas, también lo estaba para pagarme mis gustos. Y la gasolina. Y las salidas. Y todo lo que no tuviera que ver estrictamente con mi educación. El castigo ni me pesó, porque no quería ver a nadie. Un día me desperté a las cuatro de la tarde y me di cuenta de que habían pasado dos meses. Gustavo ya estaba harto de que no le contestaba los mensajes y que no pelaba sus invitaciones para vernos otra vez. Ni las de él ni las de nadie. Mi mamá le colgaba el teléfono cuando marcaba a la casa. Me acuerdo que la primera vez le puse la excusa de que no tenía lana. Me mentó la madre y le dejé de contestar. Pinche fresa, me dijo. Esa vez, hasta me dio risa.
Me creció el pelo.
Me dejé de rasurar.
Me di cuenta de que tenía un montón de ropa sucia tirada en el piso y, como mi
mamá no entraba jamás a mi cuarto, ya olía a sudor de tener las ventanas cerradas con las
cortinas corridas. Ya, cabrón, mírate cómo estás, me dijo mi papá un sábado a medio día.
Das pena. Componte. Y para que me dejara en paz, me puse a hacer la tarea enfrente de
todo el mundo. Para que viera que estaba bien.
Pasó un buen rato para que me antojara volver a salir con ellos. Mi mamá no se enteró. Nunca le dije. Hasta que supo a fuerzas. Yo sé que jamás me va a perdonar que me parara frente a la puerta con la cara madreada y los labios partidos, pidiéndole que me llevara al Hospital General porque ahí tenían a Gustavo entubado. Eran las ocho y media del día siguiente. Sí, sí me cuesta decirlo. Fui bien pendejo.
Lo demás, más o menos todos nos lo sabemos. Que nos vimos en la tarde, que Gustavo se llevó el coche de su papá sin que él supiera, que chupamos un chingo en quién sabe dónde, que nos salimos borrachos a la calle a buscar ver en dónde nos habíamos estacionado, que ninguno de sus amigos se quiso subir al carro con él porque iba entre encabronado y llorando diciendo cosas sobre el desmadre que armó porque uno de sus amigos no pagó su parte esa vez. Yo sí me subí con él. Ni siquiera para apoyarlo, sino para que me llevara de regreso a mi casa. Ya era de mañana y seguro me estaban buscando. Agarramos Circuito Interior. Pisó el acelerador hasta 140. Valió madre.
Se quebró el parabrisas. No sé cómo conseguí una ambulancia. Llegó la policía para resolver el tema de daños a la nación, porque nos estrellamos contra un poste de luz. Eran dos. Los dejé peleándose con el cuate del seguro, que tampoco sé cómo apareció, mientras le preguntaba al paramédico que qué iba a pasar, que a dónde se iban a ir, que me ayudara por favor, que no sabía qué hacer. Márcale a tus papás, m’hijo. Ni madres, le dije, y me subí al taxi que me pidió el ajustador sin darme cuenta de que tenía la cara hecha mierda y estaba sangrando de todos lados.
Cuando llegué a mi casa le pagué al taxista con todo lo que traía encima. Cuando mi mamá me vio, ni siquiera me preguntó qué había pasado. Prendió la camioneta y me subió como pudo. Vamos a emergencias. Qué hiciste. Eres un imbécil. Me lleva la chingada contigo. Estaba hecha lágrimas, envuelta en la bata de siempre y el pelo amarrado en un chongo dominguero. No, mamá, por favor. Primero hay que ver a Gustavo. Dónde está. Se lo llevaron al Hospital General. En ese momento tomó Eje Central. Al llegar, me dijo que me bajara solo, que ella me alcanzaba. Varios médicos se acercaron a revisarme. No hice caso. Pregunté por él. Sus papás ya estaban esperando que les asignaran una cama. La pantalla de mi celular marcaba cuarto para las diez. Gustavo no pasó la noche.
Me enteré hoy, hace rato que mi mamá recibió la llamada. Y así como me ven recibí la noticia: sentado en el desayunador de mi casa, con la cara inflamada y un nudo en la garganta que te quiebra las vértebras. Nomás escuché a su papá decir ya está muerto. La verdad, no me sorprendió. No he llorado. El coche quedó irrecuperable y bueno, señores, qué les puedo decir. Creo que la pérdida va por otro lado. Pero creo que estamos todos mejor como empezamos, bien calladitos.