Entre los paisajes naturales y enrevesados bosques que recubrían la vasta superficie del estado de Vermont, se hallaba Dumsville: un pueblo minúsculo al que, por no aparecer en los mapas, muchos considerarían perdido y abandonado por la mano de Dios. No obstante, aquella percepción no la compartían sus residentes, quienes creían que estaban en el lugar exacto donde debían estar; en una extensión remota, justo en la más cercana y desestimada lejanía.
Y era esa considerable distancia que los apartaba del resto del mundo la que, precisamente, les había permitido preservar las tradiciones y costumbrismos típicos de su tierra.
La comunidad de El Páramo vivía con sosiego y bonanza cada uno de sus despertares y acogía el atardecer y el anochecer con la misma gracia, y de igual manera lo hacía con sus hogareños, sin excepción. Con una población de no más de trescientos cuarenta y seis habitantes, Dumsville podía jactarse de tener una fraternidad entre la cual existían vínculos férreos, vínculos que se reforzaban gracias a las creencias populares del lugar, sobre las cuales no existía gran disparidad de opinión.
Las reuniones en la iglesia, que solían verse atestadas por los pueblerinos durante los jueves por la tarde y los sábados por la mañana, eran un hábito intrínseco en el pueblo que pocos o ninguno eludían y, gracias al cual, todas las caras eran conocidas entre sí. Rendirle culto al Altísimo, el ser inmortal de cuyo seno —según decían las Sagradas Escrituras— procedían todos los seres humanos, era el pan de cada día en el El Páramo, que recibía con las manos abiertas su misericordia.
La familiaridad que surcaba el pueblo de norte a sur y de este a oeste hacía que las relaciones del vecindario se extralimitaran más allá de los lazos sanguíneos y que, por supuesto, no hubiera entre ellos lugar a secretos. Pese a que las situaciones que lograban mermar la estabilidad dentro del municipio podían contarse con los dedos de una mano, estas sucedían de vez en cuando. Un caso puntual e infrecuente era la llegada de turistas. Los visitantes, que solían arribar a Dumsville por accidente y se marchaban tan pronto encontraban el camino de regreso a su ruta original, conseguían tambalear la serenidad que sumía al pueblo. Acostumbrados a unas rutinas invariables y a rodearse únicamente de los suyos desde su más tierna infancia, la aparición de rostros desconocidos los perturbaba y tornaba recelosos.
Un estallido de ensordecedoras y chirriantes carcajadas inundó el CinnaMan Coffee e hizo que Danna se tensara de nuevo sobre su asiento, mas no fue sino hasta que las risas volvieron a resonar por la cafetería de forma estruendosa que decidió echar una mirada por encima del hombro y desmenuzar con su ojo crítico a los que señalaba como únicos culpables de su estado de irritabilidad.
Eran tres, dos chicos y una chica, aunque perfectamente podría haber creído que eran una manada de hienas a juzgar por el alboroto que creaban. Tendrían unos veintitantos años y, como le había dicho Zoey, no pertenecían a Dumsville. Eran visitantes, vestían con cuatro harapos modernillos que dejaban al descubierto más piel de la que cualquier habitante del lugar estaba acostumbrado a ver y hacían mucho más ruido que ellos mismos durante las cabalgatas del solsticio de verano.
—¿Cuándo dices que llegaron? —preguntó Danna.
—No lo sé, pero dos o tres días seguro —resopló Zoey, quien estaba inclinada sobre el mostrador para así quedar más cerca de ella, con tirria. —Como sea, espero que se marchen pronto: desde que llegaron no hacemos apenas caja. Nos espantan a la clientela.
La prueba de que, en efecto, la llegada de nuevos visitantes se percibía como un ataque no podía ser más clara: el CinnaMan Coffee, que era el punto de encuentro por excelencia de los lugareños, estaba desolado. No habría ni un alma de no ser por Zoey, que trabajaba como camarera en el establecimiento, y ella que se pasaba con frecuencia por ahí durante los descansos que tenía en la librería.
—No creo que tarden en irse, nunca lo hacen.
—Espero que tengas razón porque, de lo contrario, sé de una que se quedará sin cobrar este mes— lamentó.
Danna esbozó una imperceptible sonrisa ante el melodramatismo de su amiga, quien parecía hundirse cada vez más en el taburete.
La conocía desde que ambas eran unas niñas y, a pesar de que coincidieron en las aulas desde que entraron en el mundo académico hasta que salieron de él, jamás intercambiaron más que un par de frases insustanciales. Quizá porque, en aquella época, su círculo social se limitaba únicamente a Peyton —su amiga de toda la vida—, o a lo mejor porque no tenía el más mínimo interés en que alguien más traspasara las corazas que protegían el círculo en cuestión.
Sin embargo, todo cambió cuando el dueño del CinnaMan Coffee retiró la oferta de empleo que colgaba de la entrada del local desde hacía semanas. Pocos días más tarde, Zoey ya estaba tras la barra, vestida con el uniforme a rayas blancas y rojas y ese gorrito a conjunto en forma de barquilla que, aunque chocante, le quedaba hasta bien.
Danna la vio a través de los ventanales en varias ocasiones al ir y volver de la librería, lugar en el que trabajaba a tiempo parcial desde su último año de instituto, haría ya casi dos años, pero no osó acercarse. Todavía no le hallaba respuesta a lo que fuera que la llevó a hacerlo aquel catorce de junio: si el calor abrasador del exterior, la deshidratación o el estado famélico en el que se encontraba respecto al ámbito social, pero de repente se vio empujando la puerta de vidrio del local e iniciando una conversación con Zoey, y daba gracias de que así fuera.
Fuera como fuere, aquella atolondrada cabecilla suya le había hecho mucho más llevadero el verano que, desde tiempos inmemoriales, le había parecido la estación más tediosa de entre todas. Más aún, Zoey, con aquellos ojos castaños que irradiaban energía y su personalidad arrolladora —que nunca creyó poder tolerar—, se convirtió en la principal culpable de todas sus sonrisas. Y solo Dios sabía lo inexpresiva que podía ser en ocasiones para con los demás.
—Tranquila, se acabarán yendo en cuanto se den cuenta de que no son bienvenidos —la alentó. Danna, que sentía que se derretía por momentos gracias a las altas temperaturas propias de finales de agosto, cogió la carta de batidos y la usó a modo de abanico. —Me parece que voy a contribuir con tu sueldo y pediré una limonada para llevar.
—¡Marchando! —anunció y, acto seguido, se puso manos a la obra. Su cabellera rubia, como los rayos del sol que alumbraba desde lo más alto del cielo, se escapaba de la rejilla que se suponía que debía contenerlo. —Por cierto, ¿cómo está tu padre? Mi hermana me ha dicho que todavía no se ha reincorporado a las clases.
—Decumbente, se pasea por la casa como un alma en pena —rodó los ojos al recordarlo. —Cualquiera que lo viera pensaría que está con un pie en la tumba.
—Me cuesta imaginarlo fuera de su faceta de profesor.
—A mí lo que me cuesta es aguantarle en ausencia de mi madre —dijo con total sinceridad. —¿Tú sabes lo que me ha costado que accediera a comerse el arroz hervido? Hasta mi perro Jagger era más complaciente cuando estaba enfermo y dejaba de comerse los restos de comida de la basura, no sé si podré mantener esto mismo sobre mi padre de aquí a que se reincorpore.
—Por el respeto que le guardo a tu padre, creo que te pediré que omitas cierta información de aquí en adelante —una sonrisa melódica y espontánea escapó de entre los labios de Zoey mientras terminaba de preparar su pedido y, para cuando se lo tendió, esta era tan contagiosa que Danna se vio rendida a ella. —Su pedido, señorita. Con extra de hielo y un poco de menta, como siempre.
No se sorprendió cuando, al recibir la bebida, vio su nombre mal escrito con rotulador. Le echó una mirada de inconformidad a Zoey y ella le respondió con una sonrisa traviesa que prometía que, en efecto, seguiría con aquello hasta hacerle perder los estribos o, en su defecto, hasta aburrirse.
Aquella especie de tradición que ponía a prueba su paciencia se había perpetuado en el tiempo desde ese catorce de junio en el que decidió armarse de valor y entrar en el café. Todavía recordaba con horror el momento en que la vio escribir su nombre de forma tan incoherente, pero, teniendo en cuenta que compartieron clase durante más de una década. Danna no articuló palabra al respecto hasta semanas más tarde, aunque suponía que la mueca que se le dibujaba en el rostro y el tic nervioso que tomaba uno de sus ojos cada vez que recibía sus comandas enviaba un mensaje mucho más claro acerca del cortocircuito interno que nada que pudiera decir.
Preparaba un comentario ácido al respecto cuando se vio interrumpida por la voz de un tercero.
—¿La cuenta?
—Claro —La sonrisa de Zoey, que hasta el momento era franca, se convirtió en una mueca forzada al encontrarse frente a frente con los tres inquilinos que la habían dejado sin clientes durante las últimas cuarenta y ocho horas, —¿todo junto o por separado?
Las exasperantes voces que rondaron las cercanías desde que puso un pie en el local parecieron desvanecerse en ese preciso instante para, a continuación, dar paso a unos murmullos que terminaron por desconcertarla por completo. Ese secretismo le resultaba de lo más ridículo, además de irónico, pues mientras permanecieron allí no parecieron preocuparse en lo más mínimo por el desajustado tono de voz que usaban.
Danna trató de distraerse con los alrededores con tal de perderles de vista, mas el tenerles a menos de tres palmos de distancia no hacía más que agudizar sus sentidos y focalizarlos en ellos: su aroma artificial y prefabricado, debido, con total probabilidad, a las colonias y perfumes de la gran ciudad, colapsaba su olfato con agresividad, y sus movimientos y gesticulaciones exageradas ocupaban cualquier ángulo de visión posible. Así que tiró la toalla y dejó de resistirse a su propia e insana curiosidad.
Comenzó mirándolos por el rabillo del ojo, casi de soslayo, pero a cada peculiaridad que advertía mayor era su necesidad de dejar de hacerlo con tal discreción. Durante unos segundos, la sensatez por la cual se regía le ganó el pulso a aquella faceta imprudente que, aunque mantenía oculta de los fisgones, era tan real y existente como la primera. Sin embargo, solo fueron eso, unos pocos segundos.
La imagen de aquellos tres chocó con su realidad tan pronto se rindió ante el infame impulso de inspeccionarles. Lucían tan distintos en comparación que era imposible que pasaran inadvertidos. Su estilismo era puramente urbano; tanto las camisas de tirantes que no se esmeraban en cubrir los tatuajes que manchaban la piel de sus brazos como las roturas que adornaban sus pantalones, sobre todo en la zona de las rodillas y los muslos, eran un auténtico despropósito.
—Todo junto —respondió uno de los chicos al tiempo que le tendía un manojo de billetes a Zoey, que aguardaba por ellos con escepticismo. —Luego ya echaremos cuentas entre nosotros.
Vio cómo la única representante femenina del grupo rodaba los ojos ante el último comentario.
—Ya me dirás cómo, la cobertura es malísima por aquí —resopló con hastío. —Y no pienso volver a pegarme la paliza de caminar hasta el pueblo de al lado ni de broma.
—Brooke…
—¿Recuerdas cómo quedaron mis pies después la caminata? —volvió a quejarse, esta vez con mayor contundencia. La apariencia de la chica la hubiera hecho pasar por un hada sin grandes dificultades, con aquel cabello lacio y oscuro que le llegaba hasta media espalda, esos ojos claros que centellaban bajo la luz y los sonrojos que cubrían sus prominentes pómulos y nariz respingona, pero tras oírla hablar podía asegurar que guardaba mayor parecido con un ogro.
—¿No crees que, quizá, digo yo, esto tenga algo que ver con los zapatos que te empeñaste en ponerte? —mencionó el tercero en discordia que, hasta entonces, no se había pronunciado.
La morena, ofendida, abrió la boca, y Danna supo, en ese preciso instante, que la disputa estaba a punto de ponerse de lo más entretenida.
El intercambio de comentarios no cesó en ningún momento, ni siquiera cuando Zoey les llamó la atención para darles el cambio, por el contrario, se volvió más acalorado gracias al temperamento irascible de la chica. Incluso comenzaba a plantearse la posibilidad de pedirle referencias a Brooke, puesto que su diccionario de improperios superaba por mucho las expectativas.
La sonrisa altanera e incontrolable que la rebosaba indicaba que le divertía de forma particular la situación, aunque sabía que el resto del pueblo no la viviría con el mismo y peculiar entusiasmo que ella.
—¿Te hace gracia?
Y, entonces, todo dejó de causársela. Cualquier atisbo de la sonrisa que surcaba su boca se desvaneció en cuanto notó que el comentario iba dirigido hacia ella y, en cambio, las sensaciones que había obviado hasta entonces la atropellaron: sintió el tacto gélido del granizo filtrándose a través del envase de su bebida y las manos entumecidas por la baja temperatura, chorreantes por el deshielo de esta misma.
Alzó la mirada con fúnebre parsimonia hasta alcanzar al propietario de esas palabras. Su altura, aunque prominente, no la asustaba en lo más mínimo, como tampoco lo hacía la inspección minuciosa y afilada a la que la sometía y con la que evidenciaba sus ganas de amedrentarla. Se cuestionó la posibilidad de que, bajo aquellos rizos indomables de color caramelo, existiera algo parecido a un cerebro en funcionamiento y concluyó que lo más probable fuera que no hubiera vida inteligente más allá de lo que tenía en frente.
No obstante, mantuvo la boca cerrada, como de costumbre, y dejó que el grupo se marchara entre desaires.
Y es que, si Dumsville fuera una colmena y sus habitantes abejas, aquellos turistas serían las manos invasoras de un apicultor.
(Este fragmento forma parte de la novela Hidden, actualmente en proceso de escritura y publicándose en pequeñas dosis a través de la plataforma Wattpad.)