En un artista tan prolífico en estilo, técnica y concepto como Pablo Picasso, es difícil identificar su mayor logro artístico a lo largo de una intensa carrera de casi ocho décadas. Desde su primer gran lienzo académico titulado La comunión, completado en 1895, hasta su último Autorretrato, en 1972, Picasso demostró una «endemoniada habilidad» para la metamorfosis personal y artística.
Hay una obra en particular que muchos historiadores y algunos críticos consideran como su mayor logro en su larga trayectoria artística. Hablo de su mural de denuncia política Guernica (1937), desarrollado en solo cuatro meses y actualmente en exhibición permanente en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Sin embargo, en mi criterio como crítico de arte, su mayor logro artístico en la misma década fue la Suite Vollard, una serie de cien grabados realizados en la «peor» década de su vida, según el decir del artista español, pero que como pocas contribuciones estéticas en su larga carrera capturó integralmente su capacidad imaginativa y su energía creativa.
Todo lo que conocemos del Guernica, en adelante, partió de la imaginería simbólica y mítica de esta serie que, merced a la colaboración del Banco Central de Costa Rica y la Fundación española ICO, se presenta por primera vez en la capital costarricense hasta el 23 de agosto del presente año, en el siniestro marco de la pandemia.
Historia de un trueque
La suite de 100 grabados fue bautizada con el apellido del marchante y editor francés, Ambroise Vollard (1867-1939) quien fue responsable de organizar la primera exhibición individual de Picasso en París en 1901, como lo había hecho anteriormente para Cézanne y Matisse en la galería que fundó en 1893 donde también exhibieron, entre otros, Degas, Rodin, Gauguin y Van Gogh.
En la mayoría de sus exposiciones Vollard desafío el gusto dominante apoyando artistas vanguardistas, la mayoría de los cuales pintaron retratos suyos como muestra de agradecimiento por su temprano y decisivo apoyo.
En 1913 Vollard comenzó a adquirir planchas de cobre que Picasso preparó con la intención de producir un número limitado de grabados.
Primero, seleccionó quince láminas de cobre con aguafuertes y punta secas basada en su serie Saltimbanquis (1905-1906) para una edición que supervisó personalmente. Vollard mismo elegía el papel, la tipografía de imprenta, la encuadernación y la composición de textos e ilustraciones. Para él, esta era su verdadera vocación.
Hasta fines de la década del veinte, Picasso era un grabador esporádicamente. Los motivos clásicos dominaron su temática variando técnicamente en el proceso destacando dos volúmenes ilustrados mayormente con la técnica del aguafuerte: la obra de Balzac La obra maestra desconocida, que se editó en 1931 por y para Vollard y luego La Metamorfosis (1930-31) del poeta clásico Ovidio encargada por el editor Albert Skira.
Luego, tras mucha insistencia y negociación entre Vollard y Picasso se concretó la comisión de la suite que completó en 1937 cuando entregó 97 planchas de cobre a Vollard a cambio de pinturas de Cézanne y Renoir que el pintor malagueño quería en su colección.
Los grabados fueron creados entre 1930 y 1936 pero sin alusión alguna a una obra literaria, aunque no faltan historiadores que perciban un nudo dramático articulado entre el taller del escultor y la obra homónima de Balzac. Más tarde, Picasso creó tres grabados sobre el marchante de arte, llevando la suite al centenar que conocemos hoy.
Sin embargo, Vollard no completó la edición de la serie del arte-libro porque murió en un accidente automovilístico en 1939.
Los 100 grabados de la Suite Vollard han sido convencionalmente clasificados en tres retratos de Ambroise Vollard, 27 grabados de temas diversos y 73 en torno a cuatro temas: «La Batalla del amor» (5 imágenes), «El taller del escultor» (46), «Rembrandt» (4), «El Minotauro y el Minotauro ciego» (15).
Los restantes 27 grabados de temas diversos, por su parte, abordan mujeres vestidas y reposando, el circo, la corrida de toros, y el amor (tanto tierno como violento), entre otros.
46 grabados de los 73 versan sobre el taller del escultor al que Picasso convierte en el hilo dramático de la serie y la mayoría de los cuales, cuarenta, realizó de un tirón entre marzo y mayo de 1933 inspirado por su musa Marie-Therese Walter.
El alma oscura de Picasso
En las imágenes de esta serie, Picasso hurga en los ámbitos más oscuros de su alma (psique) produciendo conflictivas y aparentemente inconsistentes representaciones del amor, el desamor, el sexo, la violencia y el quehacer del artista.
Esta serie no se basa en una fuente literaria como la serie de grabados que había producido anteriormente para Vollard sobre una obra de Balzac, aunque si hay un eco en el cuento La obra maestra desconocida, escrita cien años antes por Honorato de Balzac y que había impresionado mucho a Picasso. La obra cuenta la historia de los esfuerzos de un pintor por capturar la vida misma en el lienzo a través de la belleza femenina.
Picasso, sin embargo, no respeta nada ni a nadie en esta serie de grabados. Juega con alegría unas veces y con perversidad otras llevando su estilo artístico a los extremos. Sobre todas las cosas, la Suite Vollard trata sobre la metamorfosis – la habilidad, en este caso del artista, para cambiar una idea, una forma, en otra completamente distinta.
En lugar de seguir el voyerismo de artistas como Degas o Matisse, pintores más enfocados en las sensaciones corpóreas, realiza sus deseos como un «puerco» usando el epíteto con que lo describió Gertrude Stein en su correspondencia reunida entre 1902 y 1911.
Por eso, en buena parte de su obra, particularmente en los grabados, representa al minotauro, que es una sublimación de sí mismo y sus circunstancias. En la serie, este ser de referencia mítica y simbolista se transforma gradualmente de amante amable y de buen vivir en violador y depredador de mujeres, hasta que en una nueva transformación se vuelve triste, ciego y dependiente, deambulando guiado por una niña de día y de noche.
Grabado enlazado con escultura
Puede sorprender a algunos, pero Picasso no era un artista del grabado consumado. De hecho, tuvo que aprender técnicas para realizar la suite, desde obras lineales y simples, hasta punta seca y aguatinta. Esto último le permitió crear efectos pictóricos en sus grabados.
Este aprendizaje se enlazó coincidentemente con su retoma de la escultura a fines de los veinte del siglo pasado. Picasso abandonó la escultura desde que realizó el Vaso de absinta, de 1914. Y vuelve a ella secretamente en 1929, lo que supuso un regreso a las formas clásicas. Sentía nostalgia de un cuerpo rotundo y pleno desde 1905 (Las holandesas) y toma inspiración en las cabezas ibéricas de Osuna como se ve en sus grandes desnudos pintados en Gósol, Cataluña, España.
En la práctica no construye en su nueva aproximación a la escultura y al grabado nuevos aspectos del cuerpo como los expresionistas alemanes, sino que recicla imágenes desperdiciadas en el tiempo sin importar su origen o composición. Los cuerpos, no obstante, son oscuros, y hasta obscenos.
Brassai (1899-1984), documentó fotográficamente este retorno, en el primer número preparado por André Breton para la nueva revista surrealista Minotauro en 1933.
El fotógrafo de origen húngaro escribió en su obra Conversaciones con Picasso, a raíz de su primera visita al taller de escultura de Picasso en Boisgeloup:
Abrió la puerta de una de aquellas inmensas naves y pudimos ver, radiantes de blancura, un pueblo de esculturas…Quedé sorprendido por la redondez de aquellas formas. Una nueva mujer había entrado en la vida de Picasso: Marie Therese Walter. La había encontrado casualmente en la Rue La Boeitie y pintado por primera vez justo un año antes, el 16 de diciembre de 1931, en el sillón rojo, su juventud, su alegría, su risa, su naturaleza jovial, le habían seducido. Le gustaba el dorado de sus cabellos, su tez luminosa, su cuerpo escultural… A partir de aquel día, toda su pintura empezó a ondularse. Como lo plano con lo corpóreo, las líneas rectas, angulosas, se interfiere con frecuencia en su obra con las líneas curvas, sucediendo la dulzura a la dureza, la ternura a la violencia. En ningún momento de su vida su pintura se hizo tan ondulante, tan llena de curvas sinuosas, brazos enroscados, cabellos en volutas…La mayoría de las estatuas que tenía delante de mí denunciaban la impronta de aquel new look, empezando por el gran busto de Marie-Thérese inclinado hacia adelante, la cabeza casi clásica, la recta línea de la frente unida sin interrupción con la de la nariz, línea que invadía toda su obra. Dentro de la serie «taller de escultor», que Picasso había grabado para Vollard (me había dejado ver algunas pruebas en la Rue La Boétie: «téte-a-téte» silencioso entre el artista y su modelo, cargado de sensualidad y placer carnal), figuraban también, en los planes futuros, cabezas monumentales, casi esféricas. ¡No eran, pues, imaginarias! Mi sorpresa fue grande al encontrarlas aquí en carne y hueso, quiero decir, en todo su relieve, curvadas todas, la nariz cada vez más prominente, los ojos en forma de bola, semejante a una diosa bárbara.
(Brassai, «Conversaciones con Picasso», 1962, P.32)
¿Surrealista?
Para muchos, esta nueva fase en Picasso parecía un retorno a la escultura griega, en particular a los ídolos cicládicos desarrollados desde el 3000 a. C. al 2000 a.C., en las islas Cícladas, del mar Egeo, y los rígidos kuroi femeninos, un tipo de escultura que imperó durante el período arcaico del arte griego (sobre 650 al 500 a.C.).
Tanto así que André Bretón salió al paso de lo que llamó potenciales malentendidos en un artículo titulado «Picasso en su elemento» para el primer número de la revista Minotauro ya citada. Para Bretón, «las formas humanas, más densas, más blancas e inmediatas exteriormente», no implican «vuelta al orden, de renuncia o de traición por parte de Picasso».
Su defensa de esta exploración se sustentó en conectar la nueva escultura de fundamento neoclásico de Picasso con sus grabados de la Suite Vollard del mismo período bajo lo que denominó «parábola del escultor».
La lectura de Breton plantea que la suite rinde cuentas detalladamente de la evolución del artista «presentado bajo su máscara antigua, jupiterina; a su mirada penetrante ir y venir del eterno modelo femenino, que a la vez acaricia, al bloque en el que se inscriben las infinitas posibilidades de la representación, o perderse en la lejanía sobre la curva suave de los valles, en el resplandor de un cielo muy puro».
Es evidente entre todos los grabados de la Suite Vollard cierta unidad ligada referencialmente al neoclasicismo, influenciado por los viajes de Picasso a centro artísticos italianos, incluyendo Roma, Florencia, Nápoles y Pompeya.
Para Breton, no obstante, la diversidad aparente de la obra esconde el secreto de su unidad:
El lazo orgánico, vital que le es propio se aprecia en la normalidad de lo que continúa ocurriendo en torno suyo, y nada hay en efecto, que sea más simple, más humano…Toda premeditación está ausente de estos gestos, como de todos aquellos que proporcionan el encanto a la vida.
No hay una evidencia razonada contundente en el escrito de Breton que explique realmente el giro de Picasso, excepto por su claro interés en mantener al artista dentro de las filas del surrealismo y a salvo de sus detractores.
Picasso dio una explicación más plausible en 1936 a la revista parisina Cahiers D´Art. En declaraciones al editor Christian Zervos puntualizó:
Para mi desgracia o para mi felicidad, sitúo las cosas según mis amores. ¡Qué triste la suerte del pintor que ama las rubias, pero que se prohíbe incluirlas en el cuadro porque no se acomodan bien con la canastilla de frutas! ¡Que miseria para un pintor que detesta las manzanas la de sentirse obligado a servirse continuamente de ellas porque se acomodan bien con el mantel! Yo meto en mis cuadros lo que amo. Tanto peor para las cosas si luego no se conciertan entre ellas.
Picasso quien nunca articuló formalmente un manifiesto o teorizó sobre su investigación y trabajo plástico precisó, sin embargo, en entrevistas como la concedida a Zervos, que su obra del período que nos ocupa era dictada por la pasión pues pinta la mujer que ama y las pasiones que le inspira. Esa es la parábola del escultor que identificó Breton.
«En el momento que hago un cuadro — declaraba literalmente el artista —, pienso en un blanco y aplico un blanco. Pero no puedo continuar trabajando, pensando y aplicando un blanco; los colores, como los trazos, siguen la movilidad de la emoción…Un cuadro vive su vida como cualquier otro ser vivo, experimentando los cambios que la vida cotidiana nos impone. Es natural, porque un cuadro no vive sino gracias a quien lo contempla».
El compromiso e intensidad de Picasso con esta parte de la serie la conecta a nivel de imaginería con el encargo que recibió en los primeros días de enero de 1937 del Gobierno republicano para el pabellón español en la Exposición Internacional de París.
Aunque pasó casi cuatro meses en blanco sin avanzar con la obra comisionada, el bombardeo por parte de la aviación alemana del poblado vasco de Guernica el 26 de abril de 1937 lo confrontó con la tragedia que se estaba viviendo en su país nativo y activo la producción de su ya famosa obra monocroma cuya realización documentó la fotógrafa Dora Maar, quien se convertiría en el proceso en la nueva amante de Picasso.
El Guernica se nutrió ampliamente de las imágenes intensamente simbólicas y míticas de la Suite Vollard, especialmente por el uso de la paleta en blanco y negro. No obstante, se puede considerar que esta pintura es sencillamente una proyección a escala mural de los grabados de la suite.
Arte que imita la vida
Picasso comenzó su carrera como un rebelde, pero para cuando empieza a desarrollar la serie de grabados comisionados por Vollard en 1931, tenía cincuenta años, era adinerado y famoso. Todo apuntaba a que estaba preparándose para vivir un respetable período de madurez, realizando obras, grabados conservadores y elegantes para un mercado de arte de alta gama. Nada más lejano a la verdad.
De hecho, en un ejercicio personal y artístico, de autosabotaje consciente, presumiendo una fuerza física y artística únicas, enfrenta factores íntimos y externos que convierten esta época de su vida en una de las más difíciles emocional e intelectualmente. En lo personal en la década del treinta se produce su ruptura definitiva con la que había sido su esposa desde 1918, Olga Koklova.
Aunque este matrimonio estuvo caracterizado por relaciones tensas y difíciles, mezcladas con adulterio, casi desde el inicio, Picasso se pudo divorciar hasta 1935 de manera muy complicada. Ese mismo año nació su hija Maya, fruto de su relación con Marie-Therese Walter que fue su modelo y amante, a pesar de ser menor de edad. Un año después cuando había formalizado su relación con la joven que inspiró la mayor parte de la obra de este período, entablo un amorío con la fotógrafa Dora Maar, una mujer muy intelectual, pero con problemas emocionales y mentales que la condujeron finalmente a ser recluida en un sanatorio psiquiátrico.
Marie-Therese, por su parte, siguió relacionada afectiva y económicamente con Picasso en clara negación de la promiscuidad del artista, aunque nunca contrajeron matrimonio por problemas legales. Se suicidó finalmente en 1977 cuatro años después de morir Picasso. Otro factor externo que impactó su vida fue vivir un período de entreguerras, primero con la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.
Picasso fue claramente afectado emocionalmente en ambos frentes, y esto se proyectó artísticamente en su obra, manteniéndolo en un estado de ansiedad constantes. No obstante, declaró en 1936 mientras comentaba una de sus obras: «ha sido el peor período de mi vida». Fueron, con ambivalencia, los peores años en términos de intimidad, pero de los más fecundos en términos de su producción artística.
«Pinto de la misma manera que algunas personas escriben una autobiografía. Las pinturas, terminadas o no, son las páginas de mi diario y como tales, son válidas. El futuro elegirá las páginas que prefiera. No me toca a mí hacer la elección», declaraba Picasso a una de sus últimas compañeras la artista Françoise Gilot.
Fecunda «peor» época
La Suite Vollard tiene una manera única de encapsular sus inconsistencias temáticas y técnicas, su movimiento ondulante de un grabado a otro contrastando luz y la oscuridad con la cruda belleza.
Una de las obras que resume como una plantilla la naturaleza de la muestra es el grabado Mujer desnuda en frente de una estatua: Se introducen dos mujeres, «musa y escultura», como una suerte de tributo al tema central de la suite — el poder de la creación artística y el amor. El resultado es un contraste visual que intriga tanto como sacude porque obliga a preguntarse ¿Por qué esas mujeres son presentadas así? ¿Quiénes son y por qué el artista hace la distinción entre ambas?
La mayoría de las obras que de la colección provocan preguntas conforme Picasso nos hace transitar en una oscilación entre la luz y la oscuridad, yuxtaponiendo exploraciones gráficas conflictivas y a la vez complementarias como en un juego perverso: el artista y la modelo, amor y arte, luz y oscuridad.
La mayoría de los grabados desafían una definición precisa en el espectador por su complejidad – despojados de metáforas literarias o analogías históricas y artísticas – pero pueden, sin embargo, ser comprendidas al relacionarse unos con otros temática y conceptualmente con la vida real de su creador, específicamente su relación con su modelo y amante, Marie-Therese Walter y su obsesión con el neoclasicismo.
Tauromaquia y conflicto
Un tema recurrente a lo largo de la carrera de Picasso, que emerge en esta serie, es el retorno del artista malagueño a la corrida de toros. Este era un símbolo de la cultura española que suplía «todo lo necesario al carácter español», y de todos como «el símbolo de mayor orgullo».
Por su herencia andaluza, Picasso creció asistiendo a corridas de toros con su padre fieles a esta tradición cultural.
Por ello, no debe causar sorpresa que los componentes de la tauromaquia se encuentren entretejidos en su identidad cultural desde joven y aún siga siendo su pasión en su adultez. Su penúltima esposa y madre de sus hijos Claude y Paloma, Françoise Gilot, resumió este fervor completamente cuando declaró:
La definición de un domingo perfecto para Pablo, de acuerdo con los estándares españoles, fue, misa en la mañana, corrida de todos en la tarde y prostíbulo al anochecer.
Picasso podía arreglárselas sin lo primero y lo último, pero una de sus mayores alegrías en la vida era la corrida toros. Como un indicador significativo de su herencia española, la corrida de toros se enraizó en su sentido de identidad, símbolo y objeto de su españolidad, pero con el también, en símbolo de sí mismo y su vida personal.
Picasso, recurre a la afición de los simbolistas por los cuerpos compuestos de hombre y animal, como si fuera la única manera de restaurar la vitalidad y presencia cruzándolo con cuerpos extraños.
Numerosos grabados representan escenas taurinas, altamente simbólicas, tanto de lo que bautiza como toreras, como toros en su relación de superior sobre equinos, y la contemplación del toro por parte de niños y adultos.
En una de las imágenes, cuatro niños con rostros inocentes miran fijamente sobre un pretil un masivo monstruo con cabeza de toro y prominentes cuernos, senos femeninos, alas y garras. Esta quimera fantástica no es solo monstruosa por fuera sino también por dentro. Su forma definitiva ha sido realizada con agitadas espirales decoradas mediante líneas oscuras que como un enjambre cambia ante la mirada para crear un ser espectral. Picasso lleva todo al extremo en su lúdica exploración.
El toro y el conflicto en la arena son una metáfora rotunda de la masculinidad de Picasso y su auto percibida dominancia sexual, afirmada a través de su promiscua y conflictiva vida sexual y afectiva con las mujeres en su vida. Pero también, levantan la interrogante de un mundo personal y artístico que se debate entre el caos y orden como evidencia claramente la Suite Vollard.
Si observamos el grabado en aguafuerte Mujer torero III resulta obvia la referencia a la cultura española y la relevancia que tiene para el artista. Pero lo que despierta más nuestra curiosidad no es lo que leemos en términos de signos y símbolos, sino lo que realmente está en juego en el conflicto que se representa sobre la arena. La violencia con que interactúan las figuras reconocibles en la escena no lleva a intentar descifrar tanto el simbolismo de cada personaje individual como el desconcierto con que cada uno ha sido descrito.
Este grabado específico fue completado el 22 de junio de 1934, casi un año antes de que la esposa de Picasso, Olga Koklova, lo abandona, sin divorciarse, harta de su descarada y dolorosa aventura con la joven Walter.
Como ya señalamos antes, el matrimonio de Pablo con Olga estuvo dominado por el conflicto y aunque él fue el causante de la partida de su esposa, la separación le causó aflicción.
En una corrida de toros nocturna, un caballo levanta su cuello en un grito de agonía al ser corneado por un toro en la arena. El toro, también, está herido, una lanza en su costado. Esta es solo una lectura parcial de los elementos que empiezan a emerger cuando el espectador se detiene a contemplar la confusa maraña de cabezas y costillas, en este grabado de caos cubista de carne y muerte. En el centro de todo, con sus ojos cerrados, flota una mujer torera.
El simbolismo de los tres grabados titulados Mujer torero sirven como indicador del momento de angustia personal en que fueron concebidos y realizados. Aquí nuevamente el arte imita o sublima la realidad inmediata y la trasciende simbólicamente.
La investigadora alemana Anita Beloubek-Hammer argumenta en su obra Women, Bullfights, Old Masters Prints and Drawings from the Kupferstichkabinett in Berlin (2013) que Picasso usó el toro y el caballo como recursos de una batalla simbólica entre sexos, en la cual el poderoso toro (figura masculina) domina al más débil caballo (figura femenina).
El toro, como el hombre, es «generalmente el victorioso en un solo y directo combate mientras el caballo, la mujer, es la víctima» (Beloubek- Hammer y Sedda p. 108).
Otros grabados apuntan en la misma línea reflejando los conflictos temporales de Picasso con su esposa Olga y su joven amante Marie-Therese. Las líneas enmarañadas e impenetrables dejan también claro que en el conflicto representado todo el caos emocional no deja ganadores.
Pero, la Suite Vollard es sobre los amplios y profundos contrastes de un arte que imita una vez y sublima otros la vida misma del artista como ya puntualizamos, una evidencia secuencial de una metamorfosis que no termina.
La sexualidad puede ser explícita, unas veces, y hasta violenta y abusiva, otras, al pasear nuestra mirada de una obra a otra, igual que sobre las relaciones con mujeres en tiempos de contemplación y de conflicto. Por ello, no deja de sorprendernos apaciblemente La Batalla del amor, donde Picasso crea con lirismo, escenas tranquilas de amantes en paz.
¿Es posible la paz y el gozo después o en medio, de la belicosa tormenta de la vida, sea esta autoinfligida por nuestros deseos íntimos egoístas o inevitable por circunstancias fuera de nuestro control? Rotundamente sí, como la vida misma.
La Suite Vollard es tan fantástica como real, tan íntima y ambivalente como la vida real tengamos o no el talento de Picasso. No es un himno a la negación, es un testimonio de la metamorfosis del alma hecha arte.