La verdad tendría que ser algo muy simple para poder ser distinguida de frente… tendría que ser una sola, para empezar.
Con una nostalgia que no se daba el lujo de reflejar en ninguna parte de su cuerpo, Haruto miraba hacia el horizonte de la tarde sobre el puente a la entrada de su palacio, tal y como lo hacía cada día hasta el anochecer, desde que su esposa había desaparecido una semana atrás. Mientras tanto, su hijo la observaba a ella salir de uno de los arbustos a la orilla de los jardines, rodando como un cilindro de metal rígido que contuviera a un fantasma; repentina, concentrada, perfectamente sincronizada con la carreta que avanzaba por el camino, para así pasar en medio de las gruesas ruedas de madera a fin de posicionarse en el centro del vehículo y aferrársele desde abajo.
El joven, sorprendido, sabiendo que ese coche saldría de los terrenos para hacer negocios en la aldea, pero dudando respecto a cómo debía reaccionarse ante tal situación, corrió inmediatamente para hacerse de su propio corcel y adelantarse al trayecto del caballo que jalaba aquella carga, de modo que pudiera llegar donde su padre antes de que bajo sus pies pasara la madre como una polizona.
Cabalgando a toda velocidad, el chico alternaba su mirada entre el carruaje que iba dejando atrás y la espalda de su procreador a lo lejos; esa espalda fuerte y digna del conjunto que constituía el porte de un emperador: el cuerpo erguido, las manos sujetas detrás de la cintura y los ojos secos esperando a que su amada volviera presurosa a él con una buena excusa. Era un hombre paciente, pero sobre todo un gobernante honorable; tal vez porque así lo dictaba la cultura de su dinastía, o tal vez porque habiendo nacido con aquel extraño don que la naturaleza le había conferido, la única manera responsable de vivir era a favor de la justicia.
No obstante, ese proceder tan estricto también lo había convertido en un sujeto frío; en un ser capaz de castigar la mentira de formas inimaginables. Su interior vacilaba entonces entre la tristeza y la locura que lo dejaba sediento de orden, por la constante duda de si había tal cosa como un engaño en la ausencia de su esposa. ¿Era un secuestro para preocuparse, un escape para sentirse abandonado, una traición para vengarse, o sólo un misterio para encontrarla y tomar una decisión? Estaba claro que su hijo no pensaba en todas esas cosas, y que sencillamente era impulsado por los contundentes golpes que sentía desde adentro de su pecho, al tiempo en que se aproximaba más y más por una de las colinas que conectaba con el puente donde se encontraba él; velozmente, como si en la nuca de su padre pudiera ver los ojos a los cuales ya se sentía imantado.
Así, terminando abruptamente el galope, y comprobando que había llegado puntualmente, pues la carreta estaba apenas por pasar, el joven desmontó y se acercó con pasos diligentes, pero sin levantar la cabeza. Entretanto su madre, detectando por la sombra que se encontraba justo debajo de la estructura, se soltó del carro para caer a la tierra en un golpe seco que no pudo ser escuchado debido al sonido de los ejes que le pasaban por encima y que la develaban al único guardia que protegía las escaleras que subían al puente por uno de los pilares. La impresión del vigilante fue tal, que no pudo reaccionar cuando la vio rodar hacia él mientras se levantaba entre giros y sacaba una daga con la que le cortó mortalmente el cuello para abrirse camino hacia los escalones.
—¡Padre!… Ella está a punto de irse, escondida en la carreta que está pasando debajo de este puente.
Haruto observó en silencio cómo se asomaba la imagen del caballo negro que tiraba del coche, y exhalando un imponente chiflido que sabía que sería reconocido por el animal, logró que éste se detuviera súbitamente y que volteara su grueso cuello para levantar la cabeza hasta verle. Los ojos de Haruto, que brillaban como rubíes ardiendo, poseyeron inmediatamente a los del potro de tal forma que, si él los movía, éste lo hacía en la misma dirección, sin poderse despegar de su mirada.
De ese modo, luego de un par de movimientos hacia los lados, Haruto lanzó repentinamente su vista hacia el cielo, haciendo que el caballo girara la cabeza con una brusquedad que le quebró el pescuezo de inmediato, y que en su oscilación provocó que se volcara la carreta entera, no sólo aplastando al conductor y derramando los tanques de combustible que transportaba, sino también mostrando que ahí no estaba su mujer.
Haruto, lleno de ira, e ignorando los titubeos que su vástago expulsaba en un desesperado intento por articular una explicación para el suceso, se apoderó de los luceros de un sirviente que estaba congelado a un lado de la escena, interrumpido por el escándalo en la labor de prender con su antorcha los faroles a los costados del camino. Sin dudarlo, lo hizo seguir su mirada conduciéndolo hacia los charcos derramados, y originando así una enorme explosión que pronto devino en una pared de fuego que bloqueó todo el ancho del sendero. Luego, volviéndose hacia su hijo, quien se hallaba fuera de sí, le exigió con un grito que lo viera a los ojos. Aterrado hasta el temblor de sus dedos, el joven lo miró.
—Nunca te he exigido nada, ni siquiera que seas honesto conmigo, porque te he amado y eso lo cubre todo… Te he amado tanto como a tu madre… Pero ahora que te burlas de mí de esta manera, me doy cuenta de que no sólo ella me ha abandonado… No hay entonces algo más que yo quiera mirar de este mundo sino su propio sufrimiento.
En un movimiento increíblemente veloz en que cruzó sus brazos, Haruto se sacó los ojos con los tres primeros dedos de cada mano y, después de tomarlos en una sola, los alzó para que todos los horrorizados testigos pudieran sentirse dominados por ellos. Posteriormente, sintiendo el peso de aquellas almas en su palma, los lanzó hacia el fuego, siendo su hijo el primero en seguirlos, tirándose del puente y ardiendo en un llanto que se incrementaba con cada cuerpo hipnotizado que se adentraba en aquel cruel castigo.
Haruto se recargó desahuciado sobre el pretil como si pudiera contemplar entre lágrimas de sangre aquella masacre, en tanto su mujer aparecía silenciosamente sobre el puente. Entonces, arrojando su daga al piso, ella se situó junto a él para alcanzar a acariciarle el cabello antes del último suspiro.