En el lugar donde vivo, cerca del mar pero sobre las últimas estribaciones de la llanura pampeana, vive un roedor llamado vulgarmente «tucu-tucu». El animalito en cuestión asoma su cabeza fuera de su cueva y sea de mañana, de tarde o plena noche, bajo el calcinante sol estival o todo rodeado de escarcha, comienza a emitir un sonido apagado, un golpeteo sordo cuya frecuencia va en aumento hasta que, de pronto, se calla. Instantes después resuena no muy lejos de allí el mismo sonido a modo de respuesta desde otra invisible cueva. Y luego otro, y luego otro más... y así hasta que finalmente todos se callan y el lugar queda nuevamente en silencio. El tosco y misterioso concierto de los «tucu-tucu» ha terminado. Nadie les aplaudió ni nadie se conmovió. ¿Fue una canción? ¿Un mensaje de reconocimiento intraespecífico? ¿Una bravata contra el silencio de Dios? Los etólogos y ecólogos arguyen sus respuestas... nosotros pensaremos las nuestras.
Los tucu-tucu no hicieron sonido alguno. Los hemos oído, es cierto, pero ese fue un problema nuestro, no del tucu-tucu. Para él todo fue parte de un «sonido» mayor que los puso sobre el planeta, en la oscuridad de su cueva. Se me dirá: «son sonidos de baja frecuencia, que se transmiten mejor por tierra, que se escuchan a mayor distancia entre ellos estableciendo una comunicación...». Pero tal observación no aplica al animal. Nuestro pequeño amigo (azote de jardines, hay que decirlo) no tiene un yo que se comunique: nosotros vemos la «comunicación en los sonidos de baja frecuencia», pero no él. El tucu- tucu y el resto del planeta han sonado cómo y cuándo debían hacerlo y han cumplido con las exigencias del momento y han hecho lo que acomodaba perfectamente a las exigencias de ese momento en el planeta y, por extensión, a la dinámica del Universo todo, que contiene, entre otras cosas, a la Tierra y a los tucu-tucus.
Hay una expresión en el hinduismo que sentencia: «La acción perfecta no tiene karma». ¿Esto que significa en nuestro caso? Que los sonidos de los tucu-tucus de nuestra historia fueron perfectos: sonaron a la hora que tenían que sonar, duraron lo que debían durar y se apagaron cuando debieron hacerlo: sus acciones fueron perfectas, acopladas perfectamente al funcionamiento del Todo, es decir que no produjeron efecto alguno, ya que el mismo plan que originó la voz del animal también implicó los efectos que ésta produjo. Su acción fue acabada: las diferentes piezas encajaban a la perfección unas con otras en el espacio y a lo largo del tiempo, en ellas y en sus consecuencias y antecedentes... y si algo es así de perfecto, ¿qué sonido puede producirse si nada «choca» contra nada? El sonido que escuchamos nace de nuestro desajuste para con esa perfección y por eso decimos que el golpeteo monótono del tucu-tucu es un «sonido»: porque golpea con la consciencia de nosotros mismos... y esta consciencia sí que vive desajustada del conjunto. Nuestra maquinaria mental rechina; tiene tornillos flojos -o ausentes- y algunos de sus engranajes caen en una neurosis que nos acompaña toda nuestra vida.
De esta forma -y siguiendo con la misma metáfora-, cuando la onda vibratoria del aire llega a nuestros oídos y hace vibrar el tímpano y cuando éste, al vibrar, mueve los coquetos huesecillos del oído medio, se produce el impulso nervioso que trabaja en nuestro sistema nervioso... y hasta ahí todo transcurre según los planes cósmicos... pero cuando el proceso alcanza nuestras neuronas corticales, ahí el conjunto entra en conflicto. Pasa que nuestra corteza no está perfectamente ajustada al resto del planeta y al Cosmos como lo está el tucu-tucu de nuestra historia. Los procesos neuronales están abocados a atender al yo que se siente y se entiende como el centro de todo lo que pasa. Y por atender al yo y a sus exigencias, decires y parloteos autorreferidos, ciego -y sordo- a esa armonía perfecta que lo anima todo, la mente es golpeteada, sorprendida, molestada por las perfectas vibraciones del aire. Por eso decíamos que el sonido que oímos del tucu-tucu era un problema nuestro y no del tucu-tucu.
¿Qué es lo que pasa en nuestra conciencia, en el marco de este juego metafórico que proponemos? Que lo que llamamos consciencia antes que sonido, es ruido. De esta afirmación se desprende que el silencio no es «ausencia de sonido», sino, antes bien, ausencia de ruido. Y el ruido se produce en el marco de nuestros procesos mentales atentos a la cháchara constante e inconducente de nuestro ego que nos deja en mala disposición para recibir esa armonía que no «choca» con nada... pero en nosotros, en nuestra mente sí se entrechocan todas nuestras piezas destartaladas por el yo y entonces oímos... oímos ruido. Las silenciosas armonías cósmicas se nos transforman en ruidos contra los cuales aprendemos a convivir. Y si el infierno del vivir, según el zen, es el acostumbramiento, vivimos en un infierno auditivo por habernos acostumbrado a oír el ruido. Pero ¿sólo renunciando a la condición humana y ponernos a la altura de un tucu-tucu es que podremos encontrarnos con el silencio de la armonía universal? Por supuesto que no. Estaremos encadenados al ruido bajo nuestra condición humana, pero al mismo tiempo, sólo de esa manera, desde esas mismas cadenas, es que el silencio de la armonía sin accidentes de ningún tipo deja de ser un fenómeno natural, espontáneo e inevitable para transformarse en una posibilidad de acceso al silencio, desde el ruido de nuestra condición autoconsciente... llegar al silencio como consecuencia de habernos alejado de él.
El arte es un ejemplo de cómo alcanzar la armonía y en ella, el silencio. Pensemos en la música: ella es sonido, pero su sonido es la expresión de una armonía que no se produce espontáneamente en nuestro psiquismo sino que necesita de cierto esfuerzo -como es el caso de la creación artística- para alcanzarla. Una vez alcanzada, las notas siguen siendo sonido pero armonizados con esa armonía que excede las posibilidades egodisparatadas de nuestro yo. En otras palabras: las notas musicales armonizadas en la música no responden al egocentrismo desarticulado del yo del músico ni del oyente, sino que en ambos extremos, el yo se ve relegado a su jaula de fantasmas y espejismos y todo se vuelve generosidad. Hoy, Mozart sigue componiendo para mí sin que importen los siglos de distancia y que yo vaya a morir sin que llegue a conocer jamás Viena o Salzburgo. Y yo, por mi parte, sigo siendo ese oyente fiel que se abandona a su música. La armonía de lo cósmico prescinde del tiempo o del espacio y lo alteriza todo para que se enlacen las «cosas» a nuestra mente sin que el yo intervenga en el proceso y participemos de la totalidad perfecta del cosmos y la vida...
Pero, en definitiva ¿hay alguna ganancia en todo esto? Claro que la hay: el tucu-tucu de nuestro ejemplo jamás disfrutará de su silencio como nosotros lo haremos al poder relegar al yo a un segundo plano y escuchar el silencio. Nos transportaremos a nuestros pasajes preferidos: la Reina de la Noche seguirá gritando su odio a la frágil Pamina y la Pequeña Música Nocturna seguirá con su cándida alegría mientras nosotros oiremos el silencio que nos cobija en esa música... Y quizás hasta veamos en los aplausos nuestro occidental regreso al ruido, del mismo modo en que el marco y su fioritura visual realzan el silencio del cuadro.
Un viaje de ida y de vuelta al silencio a través del arte, donde la música es silencio, donde las palabras de la poesía dejan de ser sonidos inteligibles y donde la plástica se desenvuelve libremente sobre sí misma en su muda fijeza. Ir al silencio es ir a aquellos barrios de la infancia donde las estrellas estallan en danzas inacabables de armonía y paz. Muchos, por supuesto, también lo encontrarán en las experiencias extremas del misticismo o en los brazos del amor: experiencias unidas por el secreto que ellas naturalmente velan... por eso escribió el poeta:
El amor es pudor y el pudor, silencio...
por eso no se declama a las gentes,
por eso se confiesa en secreto...
No debemos confesarle al yo el tesoro de silencio que hemos encontrado más allá de los límites de su enmohecida jaula... jaula dorada de herrumbre, sin barrotes y vacía. No debemos decírselo porque no sabría qué hacer con él. Será nuestro secreto, nuestro silencio, nuestro pudor y nuestro amor por lo Humano. No debemos decirle siquiera que el severo golpeteo del tucu-tucu forma parte de ese velado secreto: el haber conocido el silencio con aquello que más humanos nos hace. La totalidad silenciosa e inasible para las manos del egoísmo será nuestra máxima posesión en el mundo.