Comienza el verano y se evidencia. La temperatura ha superado los 32 grados y con la humedad se siente un calor casi insoportable. Esto es sólo el inicio y nos esperan los meses de julio y agosto. El termómetro de casa marca ya los 26.2 grados. Mantuve todo cerrado y al volver de un corto viaje me bañé con agua fría y me puse unos pantalones cortos color verde claro y una camiseta que usaba cuando frecuentaba los gimnasios. El verano no es mi estación, prefiero la primavera y las primeras semanas de otoño, cuando la temperatura no supera los 25 grados y las noches son más frescas.
Recuerdo cuando niño, que esperaba impaciente y pensaba siempre en los meses de verano por las vacaciones y la posibilidad de jugar hasta tarde, sabiendo que al día siguiente me podría levantar a deshoras sin cometer atrasos. En ese entonces vivía en una tierra de veranos nublados y los días más calurosos superaban difícilmente los 20 grados y sin preocuparnos demasiado íbamos al río o al mar a bañarnos en las frías aguas del estrecho. Esas largas jornadas de viento, nos secaba en un instante.
Pasábamos horas entrando y saliendo del agua, corriendo por la arena y construyendo diques, condenados a ser inexorablemente desmoronados por la fuerza de las olas y el subir y bajar de las eternas mareas, que desplazaban constantemente el límite entre la arena y el agua.
Recuerdo también que en la playa a menudo encontrábamos señoras sentadas en la arena, protegiéndose con una gruesa frazada, mientras sus hijos jugaban. Muchas madres prohibían a los niños entrar en el agua y sobre todo a las niñas, porque el frío las podía enfermar o hacerles daño. Ellas protestaban quejumbrosas. Nos miraban y nos seguían con los ojos cuando saltábamos en el agua y una de ellas, la más corajosa, se acercaba a preguntarme si el agua no estaba helada. Ella me veía morado y tiritando, pero siempre le contestaba que el agua era perfecta. Después discutía con su madre, preguntándole como era posible que nosotros pudiéramos bañarnos y no ella. No sé qué respuesta obtenía, pero conocía el resultado, ella seguía en la orilla, sentada sola en la arena, mirándonos.
Una vez, nos cruzamos en el parque, ella vestida con el uniforme azul de la escuela y yo con los pantalones grises, la camisa blanca, la corbata mal atada y la chaqueta azul marino en la mano. Era uno de los últimos días de escuela. Me miró sonriendo y hablamos de subirnos a los árboles. Yo tenía un lugar secreto en un ciprés, donde del alto se dominaba todo el paisaje y nadie podía verme desde abajo. Subía allí y me aislaba por horas y ella aceptó a venir conmigo. Le mostré como llegar a la cima y le anticipaba dónde había que poner los pies o afirmarse con las manos.
Al llegar arriba nos miramos, no sabía que decirle y ella después de unos minutos me preguntó ¿cómo bajamos? Y le mostré mi método: dejarse deslizar por la parte externa del árbol, usando como frenos las ramas. Bajé solamente para demostrarle que bajar era sencillo y rápido y volví a subir para acompañarla. Yo tenía 12 años, ella se deslizó conmigo y el resultado fue que se le subían las faldas. La ayudé como pude, haciéndole sentir que no la miraba y al llegar abajo, la tomé para que no cayera y así, sin quererlo ni pensarlo, terminamos abrazados. El juego lo repetimos varias veces durante ese verano. Nos encontrábamos en el parque en secreto y siempre me pedía, antes de irse a casa, que le sacara todas las hojas y pequeñas ramas de su cabellera despeinada. Un día dejé esa ciudad para siempre y desde entonces no he vuelto a encontrarla. La recuerdo siempre sonriendo en la cima de un árbol, donde nadie podía encontrarla.