Me da tristeza verte así. Tan preocupada, tan despeinada, con el sudor recorriéndote la frente mientras lavas los trastes. Así, en chinga: con el chongo deshecho y un cubrebocas que no te tapa los ojos ya nomás por misericordia. Tienes miedo. Ya sé: acabas de perder a tu suegro, tu marido está enfermo y en cama, no duermen juntos porque quién sabe cómo se propaga esta cosa, y te angustia muchísimo esta resequedad en la garganta que no se te quita ni con el antibiótico que te recetaron hace tres días.
Y ándale, a cortar la fruta, a regar las plantas, a pagarle al del agua y a lavar la ropa. Todo tiene que quedar listo antes de que te regreses a tu casa. Si tuviera más estudios, entendería mejor, me dices con los ojos bien abiertos mientras calientas los sartenes. Pero déjame apurarme a terminar esto, que ya va a ser hora de comer. Ya sabemos qué va a pasar: vendrán por ti en carro, porque tu patrón no quiere que uses el transporte público. No vaya a ser que se contagie, m’hija, te dicen. Hay que cuidarnos entre todos, ¿verdad?
La risa nerviosa de ambos marca un límite que ninguno de los dos conoce bien. Y nada más le contestas: sí, Licenciado, está bien. No hace falta que le digas que te asustaste el fin de semana porque te dio la calentura, porque gracias a Dios no fue nada. De todas formas, insiste en que te tapices las manos con gel antibacterial, que rocíes Lysol por toda la casa varias veces al día y que, cuando trapees, le eches más cloro a la solución para que todo quede bien limpio. No se le vaya a olvidar, m’hija, es bien importante. Sí, Licenciado, está bien.
Pero la molestia en la garganta persiste: te dijeron hace poco en la clínica del fraccionamiento que era una faringitis común, como una gripa, pero todo lo que ves en las noticias te tiene mal. Mal porque tus cuñadas se siguen reuniendo —total, no pasa nada—; mal porque la enfermedad ya se llevó a quién sabe cuántos en todo el estado; mal porque, la verdad, no has dormido nada pensando en que éste es el único ingreso constante que tienes y que, si el malestar continúa, no te van a dejar venir a trabajar hasta que las cosas se tranquilicen. Mientras tanto, ya terminaste de hacer los cuartos, de barrer los tres pisos y pusiste la ropa al sol para que se seque. La señora de la casa está dando clases en línea, el señor no se puede estar tranquilo en la casa y las hijas se aplastan en la sala intentando no pensar de más.
Ayer te dijeron que las camas del hospital están llenas de infectados. No te acuerdas bien del número, pero sabes que eran muchos. Le escribes a tu hijo pidiéndole que apague el aire acondicionado, porque también por ahí se propaga el virus ése. Te contesta nada más así: sí, mamá, al rato nos vemos. A las tres de la tarde, la mesa ya está puesta y huele a comida. Los señores se sientan y cada quién se sirve lo que quiere. Hablan de cualquier cosa: se quejan de la escuela, les duele la espalda por estar sentados todo el día, se sienten encerrados. En media hora, se hace el silencio otra vez. Ellas se levantan a hacer lo que les toca. El patrón se acerca a la cocina para preguntarte cómo vas. Ya terminé el quehacer, Licenciado. Antes de irse, m’hija, por favor póngase gel antibacterial.