El Homo sapiens es el principal depredador de la naturaleza y de sus semejantes. En aras del progreso ha contaminado los mares, el aire y las ciudades, destruido bosque milenarios, sobreexplotado los recursos naturales y actualmente hace lo posible por disminuir una de las principales fuentes de oxígeno, como es la cuenca amazónica que regula el clima de la región y neutraliza el efecto invernadero. Bajo las banderas de la religión, o de Dios, de superioridad de raza o de ideologías, los seres humanos se han matado en guerras horrorosas de las cuales luego hacen mea culpa, para repetirlas con mayor furia, perfeccionando los medios de destrucción para lograr un mayor número de víctimas.
El siglo pasado fue rico en descubrimientos científicos que han mejorado y alargado la vida. Se universalizó el capitalismo y junto a ello los valores tradicionales, como la familia, el trabajo, la religión, educación, consumo o el éxito económico. También el siglo XX fue generoso en desastres naturales y/o provocados por la acción humana, que contribuyeron a modificar las pautas sociales y patrones culturales. Se desarrollaron las armas atómicas y dos bombas mostraron su eficacia en Hiroshima y Nagasaki. Las pandemias nos han acompañado a lo largo de la historia. La «peste negra», en el siglo XIV, redujo la población europea de 80 a 30 millones de personas. La mal llamada «fiebre española», originada en Estados Unidos, dejó alrededor de 50 millones de muertos y fue llevada por los soldados a Europa a fines de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918. Se le dio ese nombre debido a que las informaciones se entregaban desde España, país neutral en esa contienda. El sida ha dejado, desde su aparición en 1981, alrededor de 35 millones de muertos. El Homo sapiens generó las grandes hambrunas en China, la Unión Soviética, en Etiopía, el Sahel o Biafra, con millones de víctimas. Las dos guerras mundiales europeas eliminaron alrededor de 90 millones de personas. La guerra de Vietnam, que abarcó a Laos y Camboya, un millón y medio. Los genocidios cometidos por los turcos de armenios, los nazis de judíos, camboyanos por Pol Pot, soviéticos por Stalin o tutsis por los hutus en Nigeria, agregan alrededor de 10 millones más de víctimas. Son innumerables las tragedias desencadenadas por la acción humana y faltarían páginas para enumerarlas en la historia del siglo pasado, incluyendo los sueños y desilusiones de revoluciones fracasadas.
Todo ello ha contribuido a modelar lo que somos hoy o la forma de vida que hemos construido. La respuesta social, con mayor o menor intensidad, se ha producido también en la cultura, entendida como la forma de vida material y espiritual de una sociedad. Las formas tradicionales de conducta tienden a ser erosionada por el desarrollo o las acciones provocadas por el ser humano. Afectan la forma de vida, el arte, la literatura, la música o incluso la moda. Grandes convulsiones han generado la llamada contracultura, es decir la reacción u oposición a la cultura dominante. El término fue acuñado en los años sesenta en Estados Unidos, por Theodore Roszak, en respuesta al individualismo, consumismo, autoritarismo y guerra de Vietnam. En el siglo pasado las formas más conocidas fueron el movimiento dadaísta, surgido luego de la Primera Guerra Mundial, los llamados beatniks, en los años 50 o los hippies, que aparecen en los 60 con el movimiento pacifista contra la guerra en el sudeste asiático. Todos ellos tienen su expresión en diferentes formas que van desde el arte a la filosofía, abriendo nuevos caminos, ampliando la libertad individual, legitimando espacios de diversidad de género, sexual o el uso de drogas, desafiando los patrones tradicionales de vida.
El Covid-19, que asola al planeta y que no sabemos cuándo ni cómo terminará, probablemente influya en nuevas formas de convivencia humana. Difícilmente acabará con el capitalismo, como pronostican algunos, pero si es probable que contribuya a reforzar el papel del Estado. No lo sabemos como tampoco si nosotros mismo cambiaremos hábitos fuertemente arraigados en nuestro comportamiento social. Nadie duda ya que una crisis económica de magnitud golpeará aún más a todos los países; no por igual, por cierto, pero todos seremos afectados. Y si la base material condiciona la superestructura, como señala Marx, entonces es probable que enfrentemos cambios que no podemos ahora dimensionar. El trabajo, los estudios y el ocio, están siendo modificados y no sabemos cuáles serán las consecuencias. Las crisis económicas estimulan los nacionalismos, invitan a cerrar las fronteras, a elevar los aranceles, a culpar a los otros, al diferente de raza, color, religión o cultura. Pero también podrían surgir nuevas formas de contracultura.
A diferencia del siglo XX, hoy las comunicaciones son instantáneas gracias a los miles de millones de teléfonos celulares en el planeta. Coincide la pandemia con el agotamiento del actual sistema internacional, como lo conocemos, con la carencia de liderazgos globales de países y políticos. Nos encontramos ante un mundo sin respuesta colectiva, no solo a la pandemia sino a los desafíos del cambio climático, que ya nos tiene en los bordes de la catástrofe. La reducción de los espacios de cooperación internacional, la descarada carrera armamentista, la falta de ética de los países productores y vendedores de armas, la incapacidad de poner fin a las guerras locales, los millones de personas que viven en la pobreza junto a los que sufren hambre y abandono.
Todo ello debería generar un movimiento contracultural que, a diferencia de los anteriores, esta vez puede ser global como consecuencia de la revolución de las comunicaciones. Oponerse a la destrucción del planeta y de la civilización humana puede que sea la tarea principal de la actual y próxima generación.