«Yo pisaré las calles nuevamente», nos dejó dicho para siempre Pablo Milanés y ahí sigue estando en el espacio interestelar de la nostalgia.
El virus, que habíamos tomado medio a broma —apenas es una gripe estacional—, va camino de convertir en apocalípticos estos tiempos.
Cada día llegan noticias de personas cercanas y queridas que han marchado sin ni siquiera poder despedirnos de ellas.
También me llegan, bendita Internet, mensajes llenos de esperanza de personas que están sufriendo el confinamiento. Entre ellos María José Buxó, que siempre está ahí. Me cuenta que el otro día subió a la terraza, lugar donde ha ido tantas veces. Pero ese día, a diferencia de otros en que no se percataba del paisaje circundante, vio las ventanas tan concurridas que se fijó en ellas y reparó en sus vecinos. Pensó en James Stewart y La ventana indiscreta.
Pero tras las ventanas hay vidas e intimidad, entonces ¿por qué miraba Jeff? Además, según en qué culturas no se ponen persianas ni cortinas. No se debe mirar y eso hace que las personas no se sientan observadas dentro de sus hogares.
Pero recordemos que, en la película, el protagonista, Jeff, es fotógrafo y él mira a través del teleobjetivo de su cámara. Se justifica a sí mismo, ya que, ejerciendo de fotógrafo, no es un voyeur cualquiera. Aunque también tiene sus dudas y la conciencia le dice que deje de hacerlo. Para ello, el director da vida a Lisa (Grace Kelly), pareja de Jeff, la cual le va regañando por su acción.
La obra de Hitchcock va más allá de esa primaria impresión y nos está hablando de la curiosidad atávica y consustancial en el hombre y de la diversidad de miradas que puede haber en el género humano.
María José, al ver a los vecinos, reparó en que algunos leían, tomaban el sol, charlaban con sus acompañantes, oían la radio, hacían flexiones… Hasta vio a una pareja que se besaba, rompiendo de forma dulcemente heroica las prohibiciones. Apenas vio nada más porque, inesperadamente, como un prodigio, apareció refulgente, jubiloso, añil a esa hora del día en que son puros los colores, hermosísimo en su lejanía… el mar. ¿Era el mar? Nunca lo había visto antes desde ese lugar. ¿Cómo era eso posible?
—Fíjate, Felipe, con tantas veces que he subido a tender la ropa. Me quedé perpleja.
Le contesto que, quizás, no es cuestión de que haya mejorado su visión. Que el mar siempre ha estado ahí, como está la contaminación que mata más que el Covid-19, tan mediático. Tal vez la suciedad del aire que llega a nuestros pulmones le impedía esa visión tan idílica.
Leo que la Tierra registrará este año la mayor caída de la historia en emisiones de CO2. ¿Podremos, si esto acaba alguna vez, seguir viendo la línea del horizonte del mar y más allá? ¿Seguiremos viendo jaramagos, pinsapos, lagartos, gorriones o abejas, que están ya al borde de la extinción? Apenas se ven ya mariposas.
«Qué triste es todo esto», me dice.
También me informan medios digitales que últimamente ha llovido profusamente en Barcelona, más de 200 litros por metro cuadrado, con lo que este mes se ha convertido en el más lluvioso en los 107 años que llevamos recogiendo datos. ¡Me entero por los periódicos que ha llovido tanto! Entonces, por primera vez, siento miedo en el confinamiento.
Ahora tanto abril y tanta lluvia / forman riachuelos que cruzan la ciudad / y llegan a tu casa. / Para que sepas que te busco / en este amanecer ingrato para decirte / que oigo tus latidos y tu nombre; / apenas unas sílabas que deslumbran, / que atascan los calendarios. / Que todo debe ser lo que llaman esperanza / que retiene los relámpagos / cuando la lluvia y yo vamos a buscarte.
En el mundo exterior, sigue un mar casi clandestino, personas queridas, plantas y animales que sobreviven. Y la primavera, que no sabe de prohibiciones, se rige por leyes cósmicas y sigue hermoseando como si nada.
Por los ausentes, solo nos queda llorar. Y ocupar algún día las calles que habíamos compartido: María Ángeles, Isidro, Esther, África…, estamos con vosotros en ese bucle que llamamos «vida».
«Qué triste es todo esto, amiga», le digo.
Lisa, en el film, personifica una conciencia atractiva como mensaje subliminal que nos envía el genio de la cámara y consigue, no podía ser de otra forma, que Jeff por fin deje de mirar. En la última escena este ha cambiado de posición y se le ve de cara a la pared. Ignora la ventana y sonríe casi feliz. Ha salvado la vida.
Tiene ahora las dos piernas escayoladas, cuando al principio tenía una sola, ¿podemos ver alguna semejanza con nuestro confinamiento?
María José, con el cesto de la ropa seca, baja a su casa y apaga al mar tras ella.