España, en el transcurso de los años sesenta, era un país muy diferente del que ahora conocemos. Era tan distinto que incluso acuñó un lema publicitario que hizo fortuna: Spain is different!
Sí, España era muy diferente. Tanto que aún persistía una dictadura sangrienta basada en un régimen de terror y que recibía de los EE.UU. la perfusión necesaria para seguir existiendo. Paradojas de la «guerra fría», que aquí tomaba una expresión que, más que caliente, resultaba sofocante: los últimos guerrilleros eran abatidos a tiros en distintos puntos de la península, y, a partir de 1963, España se convertiría en un remanso de paz, en una balsa de aceite. Pero ese aceite hervía.
Si bien los distintos movimientos antifranquistas habían fracasado estrepitosamente por falta de apoyo significativo, otros, de carácter distinto, iban perfilándose en el horizonte español de esos años decisivos. Uno de esos movimientos de respuesta a la opresión ejercida por la dictadura del general Franco fue creado por un grupo de jóvenes que, procedente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), dio en separarse de él y organizar el núcleo inicial de la que, más tarde, sería conocida como organización terrorista: Euskadi Ta Askatasuna (ETA).
El terrorismo vasco ha sido objeto de toda clase de estudios: artículos, ensayos, novelas, películas, y, en estos últimos años, series de televisión. Una de ellas, la última, es la que ha rodado Mariano Barroso bajo el título de La línea invisible. Dicha serie, que consta de seis capítulos, recoge los inicios de ETA y el pasaje de la misma a la lucha armada.
Esta es la primera vez que un realizador cinematográfico se atreve a indagar, desde la verdad que supone la tragedia, el destino de unos seres abocados a la destrucción y a la muerte. Como él mismo dice en carta dirigida A un amigo vasco (El País, 03/05/2020): «Con todos sus fallos, sus imperfecciones y sus licencias, lo mejor de La línea invisible es que la hemos hecho, y que ahora pueda verse. Porque la ficción es la mejor manera de comprender la realidad. Y porque, como dijo Freud, la única manera de olvidar es recordando».
Cierto, olvidar (dar a la vida; vivir de nuevo) sólo es posible si recordamos el pasado. La construcción de un relato, pues, resulta esencial para la comprensión de la propia experiencia (personal y colectiva); experiencia que hunde sus raíces más profundas en la historia y en la vida. Pero ese relato habrá que construirlo con arreglo a la verdad, sin trampas ni subterfugios; sin malabarismos verbales que primen una sesgada versión de lo ocurrido. Solo entonces resulta legítimo «olvidar» en el sentido ya apuntado.
Esa carta que Mariano Barroso ha dirigido «a un amigo vasco» empieza y dice así:
Querido J: nada explica mejor lo que habéis vivido en Euskadi que las leyes de la tragedia griega: «Hombres atrapados y destruidos por el destino ciego, implacable, imprevisto».
Tras la lectura de ese primer párrafo de la carta, surge una duda y aparece la pregunta: ¿Es el destino tan ciego e imprevisto como aquí se pretende? Implacable, desde luego, lo ha sido; mas no ciego, y ni mucho menos imprevisto.
El destino, querámoslo o no, ya estaba escrito. Lo escribieron unos generales traidores desde el momento en que dieron un golpe de Estado que sumió a España en la tragedia de la guerra. Lo escribieron años de represión, de auténtico genocidio, contra quienes no pensaban como dictaba el orden establecido. Años y años de penitencia, en que cualquier crítica (siquiera fuese encubierta) se castigaba cruelmente con la detención, la tortura, el pelotón de fusilamiento o el exilio y el destierro; el hambre, la humillación, el desprecio. En suma: con la negación radical del otro, catalogado como inferior por ser diferente, y, en consonancia con ello, despojado de cualquier derecho.
Esta es la parte de la historia que falta por contar: que todas las violencias posteriores al golpe de Estado contra la Segunda República fueron, o han sido producto, consecuencia, de una violencia mayor: la desatada por un movimiento fascista que, en el caso de España, no ha sufrido sanción ninguna. Ese movimiento fue destruido a sangre y fuego en el resto de Europa; en la península Ibérica, en cambio, siguió como si nunca hubiese existido: Francisco Franco en España; Oliveira Salazar en Portugal.
En tierras lusitanas la Revolución de los Claveles, el 25 de abril, puso las cosas en su sitio. En España, en cambio, la ley de Amnistía de 1977 consagró la impunidad de los asesinos y ladrones, de los sicarios, condenando al ostracismo a todos aquellos españoles que lucharon por la libertad y la democracia, tanto en suelo hispano como en Europa y en el resto del mundo.
ETA fue producto de esa anomalía que nadie quiso corregir: el franquismo. Y fue, además de un crimen, un error. Un terrible y monstruoso error.
Recordemos ciertos hechos: Euskadi, que había tomado partido por la Segunda República, vio negados todos y cada uno de sus derechos nacionales tras el final de la contienda española. En aquel contexto en que ninguna posibilidad legal, ninguna, permitía la menor reforma del régimen, unos jóvenes angustiados e inquietos deciden romper su compromiso con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y fundan la que luego será conocida como la organización terrorista más activa en el Estado español: ETA. Sus primeras acciones tomaron un carácter testimonial, simbólico. Sin embargo, esos jóvenes, espoleados por las experiencias habidas primero en Cuba y luego en Argelia, caen bajo el influjo de una teoría que tuvo muchas y graves consecuencias en distintas partes del mundo: la «teoría del foco».
Uno de sus mentores, Ernesto Che Guevara, explicaría en uno de sus textos, La guerra de guerrillas, lo esencial de dicha propuesta: un grupo de revolucionarios, dispuestos al combate y al sacrificio heroico, pueden, con las armas en la mano, acelerar las condiciones objetivas y subjetivas de una situación que, a todas luces, demanda y exige un cambio. En la Cuba de Batista esa teoría se vio culminada por el éxito; en la Argelia colonizada e incomprendida por Francia esa quimera obtuvo la victoria; y en la España de Franco ese canto de sirena conquistó, primero la fantasía, y luego el alma de no pocos jóvenes que no estaban dispuestos a soportar durante más tiempo la tiranía. Veían, en la espiral que ese círculo infernal abría (Acción – Represión – Acción), la esperanza de una revolución triunfante. Nunca insistiremos lo suficiente en los efectos deletéreos de esa, tan celebrada en su tiempo, teoría del foco. Porque de ella fueron víctimas los primeros militantes que fundaron ETA y que luego asumieron la enormidad de lo ocurrido.
Mario Onaindía, Eduardo Uriarte y otros miembros de ETA, procedentes de esa primera leva de militantes, comprendieron, años más tarde, el terrible mecanismo que habían puesto en marcha. No habían leído, o ignoraban por completo, las palabras que León Trotsky escribiera en su autobiografía, a saber: que «la acción química de los explosivos no puede suplantar la acción revolucionaria de las masas»; y que la táctica del terrorismo, estratégica y objetivamente, no ayuda sino a aquellos a los que se pretende derrocar, es decir, al franquismo en el caso que nos ocupa. Tiempo tuvieron después, con motivo de la celebración de la V Asamblea de ETA, de comprobar cómo el nacionalismo más retrógrado, irracional y violento se hacía dueño de la organización al completo, y, como bien señala Mariano Barroso en esta miniserie producida para la televisión, se impuso la tesis de que «esto no va de sindicalismo sino de transmitir un sentimiento, la identidad, gente dispuesta a todo como en Cuba y Argelia».
Gente dispuesta a todo. En efecto, se trataba, ya a partir de entonces, no de luchar por un régimen democrático y un sistema social más justo, sino de sembrar el terror y la muerte sin parar mientes en los medios empleados para obtener unos fines que, en sí mismos, eran fiel reflejo de aquellos que habían implantado los otros, esos que impusieron su «paz» mediante una aplastante victoria. Los dirigentes y cuadros intermedios de ETA que, como Pertur, fueron conscientes y advirtieron el peligro que aquel giro suponía, fueron eliminados. Desaparecieron. Nada cierto, a día de hoy, se sabe de ellos.
La organización vasca tuvo la posibilidad, con la amnistía decretada a partir de 1977, de reconvertir su estructura y adaptar sus formas de lucha a las ya existentes en el interior de cualquier sistema democrático. Aun cuando ese sistema estuviera demediado por intereses bastardos. Entrábamos, entonces, en otra fase; inaugurábamos un período de nuestra historia del que cabía descartar la violencia y el odio. Bien es cierto que el aparato del Estado creado por Franco quedaba casi intacto, que su reforma llevaría años de paciente trabajo en el seno de todas y cada una de las instituciones; que, aun hoy, poco o nada se ha hecho por resarcir el daño terrible que la dictadura causó a miles de ciudadanos. Ciudadanos que no han recibido un gesto de reparación y reconocimiento por su larga lucha contra la dictadura. Que miles y miles de asesinados en cunetas, descampados y muros, para vergüenza de esta democracia, ahí quedan: sin nombre ni sepultura. Que ni siquiera existe un memorial democrático. Para mayor escarnio, esbirros y torturadores como Melitón Manzanas (ejecutado por ETA en 1967) y Antonio González Pacheco (alias Billy el Niño, recientemente fallecido por coronavirus) han recibido medallas, honores y generosas pensiones que suponen un agravio comparativo. ¿Hasta cuándo, pues, semejante estado de cosas en el seno de un Estado que ampara, teóricamente al menos, a todos los españoles?
Mas todo ello no justifica el ejercicio de la violencia terrorista. La apertura de esa vía supuso para la democracia española un retraso considerable. Mientras ETA mataba y ocupaba las portadas de todos los medios de comunicación, tramas oscuras urdían y efectuaban recortes importantes en el bienestar y seguridad de la ciudadanía; ampliaban limitaciones en el ejercicio de su libertad; y extendían una corrupción generalizada, tanto en instituciones públicas como en empresas privadas.
España, pues, se desangraba. Y mientras unos mataban y otros morían, había quien aprovechaba para hacer fabulosos negocios al abrigo de cualquier mirada indiscreta. Fue una situación que, salvando las distancias, recuerda la descrita por Leonardo Sciascia en Il contesto, novela corta del autor siciliano que Francesco Rosi adaptó para el cine bajo el socarrón título de Cadaveri eccellenti.
Por eso, al hablar de ETA y de los muchos crímenes por ella cometidos, se hace necesario señalar, al mismo tiempo y sin cortapisas, esa otra realidad que muy pocos se atreven a nombrar: la persistencia del franquismo en sedimentos muy profundos de la sociedad española. De sus consecuencias en la vida diaria. Del franquismo como causa primera de esas otras causas de violencia que hemos sufrido. No hacerlo así constituye un ejercicio de deshonestidad intelectual, un blanqueo de los peores estigmas que duermen el sueño de la razón en nuestro pasado más oscuro.
El relato que algunos quieren imponernos es aquel que dice que ETA fue una emananción cuasi metafísica del Mal, pasando por alto el hecho de que fue resultado de un proceso histórico-social que nos abocó, una vez más, al enfrentamiento violento. Indagar los motivos, las causas, las razones manifiestas u ocultas de dicho conflicto es tarea de todos los ciudadanos, pero sobre todo de aquellos que, desde la ficción o el ensayo, hacen de su oficio una práctica continua del pensamiento constructivo.
Mariano Barroso, con La línea invisible, trata de acercarnos a la comprensión de ese punto de fusión incandescente a partir del cual ya no hay retorno. El mal que partiera de unos, y que recayó en otros, ya es de todos. A todos, pues, nos corresponde la acción de encontrar los mecanismos y resortes capaces de neutralizar su emergencia o permanente influencia entre nosotros.
Con este artículo no pretendo hacer una valoración del trabajo de Mariano Barroso. La crítica especializada, el espectador exigente, dirán cuanto estimen oportuno acerca del mismo. Pero sí importa subrayar, con motivo de la aparición de esta serie y de otras que vendrán, que no podemos ignorar ciertos hechos históricos que han determinado, y lo seguirán haciendo, nuestro futuro. Esos hechos, que ya forman parte de nuestra historia, han sido intencionadamente olvidados o subvertidos en aras de un relato que prima las razones de uno de los bandos en este largo y doloroso conflicto. El otro bando, el que integraba el terrorismo y sus redes de apoyo político, han sido derrotados en toda la línea por una ciudadanía que dijo basta. Ha llegado, pues, la hora de enfrentar las causas de esta y otras tragedias que nos han sacudido, de contar no una parte de la verdad sino toda ella y desde el principio. Sin animosidad ni ánimo de revancha, por supuesto; pero con la firme voluntad de superar antiguos y ya viejos demonios que siguen durmiendo en la trastienda del recuerdo.