Se ha denominado «recurrencia histórica» a repetición de eventos similares en la historia. Este concepto ha sido aplicado, por ejemplo, a la emergencia y caída de imperios, a patrones en que se repite una misma política de Estado, y a eventos que guardan gran similitud entre sí. Esto ha sido tan frecuente desde la antigüedad que ha terminado conociéndose como «doctrina de la eterna recurrencia» como lo han descrito desde el siglo XIX filósofos como Heinrich Heine y Friedrich Nietzsche.
Estas recurrencias tienen lugar por lo general por circunstancias verificables y cadenas causales. Como explicaba el filósofo hispanoamericano Jorge Santayana, «aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».
Sin embargo, como nos recuerda en 1852 con ironía el también filósofo Karl Marx, los hechos y personajes de gran importancia en la historia se repiten al menos dos veces, «la primera vez como tragedia, la segunda vez como farsa» (El 18 Brumario de Luis Bonaparte).
Nunca ha sido esto más evidente que en la exhibición retrospectiva del Museo Whitney titulada Vida Americana: Los Muralistas Mexicanos Rehacen el Arte Estadounidense, 1925-1945, que debía concluir este mes de mayo, pero que la pandemia obligó a suspender temporalmente.
Curada por un equipo liderado por Barbara Haskell, la muestra resume el esfuerzo de una década de gestación con el ambicioso propósito de «reescribir la historia del arte» a partir de la exploración de la amplia y profunda influencia de los llamados «tres grandes» muralistas – José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros – en materia de estilo, sustancia conceptual e ideología política en el arte producido en Estados Unidos entre 1925 y 1945.
Vida Americana ocupa todo el quinto piso de las galerías del Museo Whitney en Nueva York y ha sido ambientada en un montaje casi festivo por el uso del espacio, y el color. Está compuesta de 200 obras, entre pinturas, frescos, filmes, esculturas, grabados, fotografías y dibujos, así como reproducciones a gran escala de los murales existentes creados por sesenta artistas de origen mexicano y estadounidense principalmente.
Ha sido dividida en nueve secciones temáticas que cubren desde el nacionalismo romántico y la revolución mexicana hasta las experiencias de Orozco, Rivera y Siqueiros en los Estados Unidos, así como su huella sobre artistas del norte, pasando por el arte como medio de activismo político y las historias épicas locales bajo influencia del muralismo mexicano en la población afroamericana.
Arte e ideología
La muestra tiene lugar, con causalidad, en un contexto político, social y cultural volátil, de creciente radicalización ideológica, donde los Estados Unidos tratan de definir su futuro como democracia capitalista en medio de una crucial contienda electoral. Es un contexto político polarizado, donde muchas instituciones culturales y artistas oscilan hacia la agenda de la izquierda política, representada mayormente por el partido demócrata.
Al retomar la obra y artistas del llamado «Renacimiento mexicano» de los años veinte a los cuarenta del siglo pasado, el Museo Whitney no trata solo de «hacer justicia artística» desde su perspectiva curatorial, sino que asume una posición ideológicamente romántica que se relaciona muy bien con una audiencia que nació después de la guerra fría y que desconoce, por ende, la historia de las atrocidades del totalitarismo de corte marxista-leninista alrededor del mundo.
Este renacimiento fue un movimiento agresivamente proletario y antiestético (al menos en términos europeos), iniciado por Diego Rivera y José Clemente Orozco en la década del veinte del siglo pasado como un tipo de propaganda de la revolución agraria y la celebración del pasado indigenista de México.
Aunque el muralismo no sobrevivió más allá de los cuarenta, David Alfaro Siqueiros, miembro de la segunda generación de muralistas, continuo su discurso político hasta el final de su vida en 1974, mientras contemporáneos suyos como Rufino Tamayo y luego José Luis Cuevas buscaron más bien restablecer una conexión entre el legado cultural y el espíritu mexicano con los movimientos y escuelas estéticas europeas.
La muestra en el Whitney fluye a partir de reproducciones de los murales desarrollados por la tríada Rivera-Orozco-Siqueiros haciendo comparaciones por proximidad entre los mexicanos y sus contemporáneos estadounidenses.
Ideológicamente los «tres grandes» declararon que el arte debería ser una herramienta al servicio de la vida y la educación de la gente, no entretenimiento para la clase privilegiada.
Rivera fue un excelente decorador, mientras Orozco fue un gran artista expresionista. Ambos abordaron la historia mexicana desde la época precolombina hasta la revolución, que abordaron como una historial intensamente emocional. Siqueiros por su parte manifestó siempre un conflicto entre su tendencia natural hacia la fantasía, en arte y vida personal, y su cultivo persistente de temas sociológicos donde su fantasía parecía fuera de lugar.
Apologías de la revolución
La historia del muralismo está indisolublemente unida a la revolución agraria mexicana que por una década devastó el país con una guerra civil en la que se cree que fallecieron uno de cada diez mexicano y decenas de miles huyeron a Estados Unidos.
Asesinatos, golpes de Estado y conflictos armados tras la expulsión en 1910 del dictador Porfirio Diaz, precedieron una nueva constitución reformista que incluía políticas de orientación marxista que pretendían reducir la influencia de la iglesia católica, empoderar los sindicatos obreros y redistribuir la tierra mediante una reforma agraria.
En medio de una frágil paz, en 1920 el presidente Alvaro Obregón y sus aliados reconocieron el imperativo de fomentar una idea compartida de identidad e historia basada principalmente en los campesinos indígenas en medio de una nación ampliamente dividida y diversa social, económica y étnicamente.
Se debe al antropólogo y educador mexicano Manuel Gamio la siguiente exhortación:
Que el indígena sea la unidad básica del ideal económico y cultural. Todos los habitantes deben identificarse en espíritu con los campesinos si quieren llamarse hijos legítimos de la tierra.
(«Forjando patria», 1916)
La visión de un México cuya identidad es definida por su población indígena la cual se proyecta como pura, incorrupta, auténtica, dulce, divina, en armonía con la armonía y belleza de sus tradiciones ancestrales capturó la imaginación de artistas nativos y extranjeros, fomentando dos perspectivas: una local donde los artistas balancearon sus representaciones idealizadas del campesinado con narrativas de sufrimiento y opresión bajo el dominio español y la dictadura porfirista, y la lucha heroica por la emancipación con otra foránea, mayormente estadounidense, donde se idealizaba a México como una especie de edén impoluto íntimamente conectado con la tierra y guiado por la inocencia.
Numerosos libros y artículos fueron publicados en Estados Unidos entre los veintes y treintas fomentando una añoranza por la vida más sencilla y espiritual de las comunidades agrarias indígenas. Las obras de creadores como Diego Rivera, Miguel Covarrubias, Frida Kahlo y Alfredo Ramos Martínez además de extranjeros como Edward Weston, Tina Modotti, Sergei Eisenstein y Paul Strand solo reforzaron esta idealización a pesar de su ideario político de izquierda.
No obstante, centenares de artistas emigraron a México para conocer y ser parte de este renacimiento que inició merced al secretario de Educación Pública del gobierno, el escritor y filósofo José Vasconcelos quien contrató artistas, muchos de los cuales eran comunistas que habían luchado en la revolución y que, en 1922, habían creado el sindicato de obreros técnicos, pintores y escultores al mando de Siqueiros, Rivera y Xavier Guerrero.
El manifiesto de la organización «repudiaba la pintura llamada de caballete y todo el arte del cenáculo ultra intelectual por aristocrático y exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública».
El documento escrito por Siqueiros agregaba que
siendo nuestro momento social de transición entre el aniquilamiento de un orden envejecido y la implantación de un orden nuevo, los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor presente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y de combate.
Los muralistas recibían encargos del gobierno de Obregón en los que debían representar la historia y la vida cotidiana del pueblo mexicano. Valiéndose de la antigua técnica del fresco como medio de expresión de temas sociopolíticos vinculados a la herencia prehispánica lograron empatarse vitalmente con las tendencias vanguardistas europeas que recurrían a culturas ancestrales como la africana y la ibérica para crear una nueva narrativa visual.
Socorro en el norte
Con el aumento de las tensiones políticas antes del asesinato de Obregón en 1924, y la disminución de comisiones, Orozco, Rivera y Siqueiros se dirigieron paulatinamente a Estados Unidos en busca de patrocinio. Si bien Rivera siguió recibiendo comisiones del siguiente gobierno en México, Orozco tuvo serias dificultades y debió emigrar. Siqueiros quien se centró en la organización obrera, volvió a la pintura hasta 1930 retomando el muralismo. Fue el último en trasladarse al norte capitalista.
De hecho, entre 1927 y 1940, los tres grandes realizaron litografías, dibujos y pinturas de caballete, exhibieron su obra y crearon murales en ambas costas estadounidenses. Con la gran depresión en ciernes, se convirtieron en maestros y referentes de una generación de artistas de habla inglesa que buscaban una respuesta estética alternativa al modernismo europeo para reflejar la injusticia, la desigualdad, las asimetrías sociales conectándose con una audiencia impactada por la depresión económica.
Sin embargo, cuando estos artistas movidos más por la necesidad pecuniaria que la búsqueda artística emigraron al norte tuvieron un conflicto con su desarraigo. Al enfrentarse al mundo contemporáneo inmediato – Rivera comentando sobre la industria automotriz en sus murales de Detroit, Orozco con su estilo maquinista tardío o Siqueiros con sus insolentes caricaturas teatrales – sus energías creativas se secaron como observó en su momento el crítico de arte John Canaday.
Esto no impidió que tuvieron una influencia visible en una nueva generación de artistas como lograr documentar la curaduría del Museo Whitney al relacionarlos con creadores estadounidenses como Jackson Pollock, Philip Guston, Ben Shahn y Thomas Hart Benton.
Guston trabajó con Siqueiros en Los Ángeles, California, mientras Shahn fue uno de los asistentes de Diego Rivera. Antes de moverse a Nueva York, Pollock peregrinó hasta el Centro Educativo Pomona en California para ver el mural Prometeo, un fresco realizado en 1930 por José Clemente Orozco. Pollock llamó a esta «la mejor pintura en el hemisferio occidental». En el Museo se exhibe secuencialmente la obra del estadounidense para revelar su deuda con Orozco. Orozco fue políticamente el más moderado de los muralistas, pero sí el más pesimista por temperamento, y como expresionista el más poético.
No sólo rechazó los temas populares y folclóricos de sus colegas, sino que se enfocó en un tema central: el ciclo interminable del conflicto y la lucha humana. La muestra incluye dos obras independientes que prueban la influencia – Sin título de Pollock realizada entre 1938 y 1940, que muestra a un hombre desnudo con navaja y un furioso Jesús haciendo pedazos su cruz, realizada por Orozco en 1943, que causan una profunda impresión por su muscular expresionismo y carácter épico.
Pero Pollock y otros artistas también fueron influenciados técnicamente por Siqueiros a quien se han asignado dos galerías en la exhibición. La primera de ellas dedicada a su estancia en Los Ángeles a partir de 1932 y los tres murales que desarrolló allí. El más significativo de todos fue el titulado América Tropical: Oprimida y destrozada por los Imperialismos.
La obra ofendió tanto las expectativas de los patrocinadores que la cubrieron con pintura blanca. Aunque se trató de restaurar años después no fue posible recobrar sus colores originales por eso se exhibe mediante fotos en blanco y negro. La galería, también, enfatiza la influencia de Siqueiros sobre Philip Guston de quien se exhibe Bombardeo, realizada entre 1937 y 1938, y el pintor japonés- americano Eitaro Ishigaki autor de la obra Soldados del frente popular (Hora cero) realizado entre 1936 y 1937.
La última sala está dedicada al taller experimental de Siqueiros en Nueva York donde Pollock y otros artistas del futuro expresionismo abstracto trabajaron juntos para aprender técnicas no convencionales introducidas por Siqueiros como el uso de pintura aerosol, goteo de pigmentos, salpiqueo sobre superficies, y el desarrollo de acabados acristalados o glaseados sobre grumos en la superficie de la tela. Siqueiros les enseñó todo lo que hacía lucir la pintura tosca y perturbadora.
Pollock aprovechó todo lo que aprendió del mexicano para transformarlo en ingrediente clave del abstracto-expresionismo o Escuela de Nueva York, aunque nunca le dio el debido crédito a su maestro.
Rivera por su parte fue la influencia prevalente en la mayoría. El artista más cotizado y buscado por los privilegiados de la tierra. Pero también influyó mediante su estilo descriptivo, decorativo, imaginería abarrotada, el uso de distintos puntos de desvanecimiento, y el montaje estético de miles de murales que se han creado en edificios públicos desde entonces.
Idealización y ruptura
Vistos en retrospectiva, los retratos idealizados del campesinado indígena realizados tanto por mexicanos como foráneos lucen estereotipados, en la presente retrospectiva, y refuerzan la marginalidad desde una perspectiva eurocéntrica. De hecho, fueron el motivo por el que emergió una generación de ruptura en México caracterizada por la crítica a muralistas como Rivera y Siqueiros.
José Luis Cuevas los consideraba responsables de la «cerrazón artística» de México y expresó su oposición en La cortina del Nopal un manifiesto publicado en 1961 donde acusó a los muralistas de dedicarse a plasmar «dos generaciones de indios pintorescos que hacían tortillas o encendían velas en la víspera del día de muertos».
Pero es que además desde su ventajoso posicionamiento, talento e influencia en un período crítico de la historia mexicana, la vida y carreras de Rivera, Orozco y Siqueiros, desnudaron un doble discurso común a la militancia de izquierda: mantener una ideología marxista sustentada por un mercado capitalista.
Cuando Rivera realizó su mural al fresco Hombre: controlador del universo en 1933 para la familia Rockefeller en el vestíbulo de edificio Nº 30 de la Plaza Rockefeller en Nueva York, estaba siendo acusado por su colega Siqueiros de haberse vendido al capitalismo americano. Como miembro del Partido Comunista, Rivera alteró su propuesta agregando el retrato del revolucionario ruso Vladímir Lenin a la derecha de la figura central del mural. Eso no le impidió cobrar el equivalente hoy en día de 412.000 dólares.
Rockefeller le pidió en una carta respetuosa el 4 de mayo de 1933 que sustituyera la imagen de Lenin ya que contradecía lo que buscaba en el espacio público de exhibición. Ante su negativa, todo el mural fue cubierto con pintura. Diez meses después fue demolido. Como respuesta Rivera pintó otra versión de la obra actualmente exhibida en el Palacio de Bellas Artes de México que modificó insertando una caricatura de John D. Rockefeller coqueteando con una mujer con células de sífilis sobre sus cabezas.
Mantener la integridad y consistencia ideológica en medio de las vicisitudes económicas, criticando un sistema político que aborreces, pero del cual dependes prueban que la experiencia mexicana en la pintura pertenece donde ellos siempre articularon oposición – en los estudios y pinacotecas de los privilegiados.
La muestra en el Whitney es un esfuerzo meritorio curatorialmente, pero descarrilado ideológicamente. La revolución, aunque empieza en los márgenes de la historia mediante líderes visionarios, rara vez tiene lugar mediante un producto artístico sin importar su calidad conceptual y técnica. No menos importante, la propaganda nunca será arte, porque subordina lo artístico a sus necesidades temporales y panfletarias. Parafraseando a Marx, cuando la historia se repite la segunda vez, es una farsa como en la Vida Americana del Museo Whitney.