A la mayor de mis primas, que fuera la nieta más cercana a mis abuelos en los días de Chile, década de los 40, el abuelo le narró varias historias relacionadas con emigrantes gallegos del primer cuarto del siglo XX, cuando los contactos epistolares eran casi un milagro, pues había que aguardar meses para recibir una carta.
Muchos de ellos se perdían tras el «charco», al otro lado de ese océano proceloso de las leyendas celtas y romanas, que seguía siendo, para aquellos migrantes forzados a dejar su tierra por el hambre, una barrera casi insondable. Las narraciones acerca del éxito económico de los «indianos» y de su explosiva prosperidad, se nutrían de algunos ejemplos de retornados que exhibían prendas, objetos y aun automóviles recién salidos de fábrica –los menos-, que desconcertaban a los vecinos de la aldea y creaban la leyenda de las Américas fabulosas, donde el dinero colgaba de los árboles y hasta los perros comían manjares desechados de la mesa.
El abuelo había estado un par de años en Cuba, buscando aquellas oportunidades que parecían fuegos de artificio. Volvió vistiendo un Panamá vistoso, un ancho sombrero de pita y un reloj de oro con leontina, que resaltaba una barriga ajena a cualquier sacrificio físico o esfuerzo manual; asimismo, algunas cajas de habanos, puede que un par de botellas de ron añejo y sin dinero en los bolsillos. Ninguno de los emprendimientos acometidos, con un misterioso primo lejano, llegaron a buen puerto. Las explicaciones de su fracaso, si las dio en detalle, puede que haya sido en alguno de los bares de Chantada, que solía frecuentar, sin el beneplácito de la abuela.
La prima me contó una de esas historias, acontecidas a un joven emigrante de Viñás, casal que se halla al sur de A Touza y del río Búbal.
«Xosé Grelas, a quien llamaban por alcume (apodo) O Boneco (El Muñeco), porque era de baja estatura y de rasgos faciales casi femeninos, tenía 23 o 24 años cuando marchó para Buenos Aires. Estaba casado con una mujer cinco años mayor, Perfecta Gómez, hija única que había heredado una modesta casa, cuatro fincas1 , tres vacas y un caballo. Tenían dos hijas pequeñas, de tres y cuatro años. O Boneco solía hablar de la posibilidad de embarcarse con paisanos de su generación, rumbo a la capital del Plata. Al parecer, su mujer no se inquietaba por tal propósito, pues era ya un tópico manido entre los jóvenes campesinos gallegos. Todos querían marchar, cumpliendo los versos de Rosalía de Castro, aun sin haberlos leído:
Pra a Habana!
Vendéronlle os bois,
vendéronlle as vacas,
o pote do caldo
i a manta da cama.
Vendéronlle o carro i as leiras que tiña;
deixárono soio coa roupa vestida.
María, eu son mozo,
pedir non me é dado;
eu vou polo mundo pra ver de ganalo.
Galicia está probe, i á Habana me vou...
Adiós, adiós, prendas do meu corazón!¡Hacia la Habana!
Le vendieron los bueyes,
le vendieron las vacas,
el pote del caldo
y la manta de la cama.
Le vendieron el carro
y las tierras que tenía,
le dejaron tan sólo
con la ropa vestida.
María, yo soy mozo,
pedir no me es dado, me voy por el mundo
para ver de ganarlo.
Galicia está pobre,
y a La Habana me voy...
¡Adiós, adiós, prendas
de mi corazón!
Una mañana, Xosé Grelas dijo a su mujer que iría a comprar tabaco al vecino casal de Meixón Frío. Puede que a ella le haya intrigado verle con la zamarra puesta, porque era mayo y las mañanas se abrían apenas con un leve frescor; quizá no advirtió que, bajo el hórreo comunal, O Boneco había escondido un pequeño fardel de vieja lona con pertenencias básicas, una hogaza de pan y tres chorizos.
Como en el viejo chiste, Grelas había salido a comprar cigarrillos, para no volver…
Tres meses más tarde, cuando en la comarca ya habían olvidado la desaparición del Boneco Grelas, Perfecta Gómez llegó a casa de los abuelos, para hablar con el petrucio.
— Don, voulle pedir que escriba unha carta pra o meu marido…, si, O Boneco foise hai moitas semanas, como vostede sabe, e querolle mandar unha carta… (Don, voy a pedirle que escriba una carta a mi marido…, sí, El Muñeco se fue hace muchas semanas, como usted sabe, y quiero enviarle una carta…).
— Si, muller si, mais ten vostede o enderezo onde se atopa aló? (Sí, mujer, ¿pero tiene usted la dirección en donde se encuentra allá?).
— Non a teño, pero O Boneco terá de ser moi coñecido en Bos Aires, coido que si, sendo el tan falangueiro… Xa terá unha chea de amigos (No la tengo, pero El Muñeco tendrá que ser muy conocido en Buenos Aires, creo que sí, siendo él tan conversador… Ya tendrá un montón de amigos).
— Non muller, iso non é posible. Ollade, Buenos Aires é una cidade enorme, coma si fosen A Coruña, Vigo e Ferrol xuntas, me entende? Moito máis ca un millón de habitantes, dos cales haberán trinta milleiros de galegos. É como atopar unha agulla nun palleiro (No mujer, eso no es posible. Verás, Buenos Aires es una ciudad enorme, como si fuesen A Coruña, Vigo y Ferrol juntas, ¿me entiendes? Es como encontrar una aguja en un pajar).
— E daquela, que podo eu facer? (¿Y entonces, qué puedo hacer?).
— Agarde a que O Boneco lle envíe unha carta. Paciencia muller, non é tan doado, no primeiro tempo da partida, escribir á xentiña da casa (Espere a que El Muñeco le mande una carta. Paciencia, mujer, no es tan fácil, en el primer tiempo de la partida, escribir a la gente de la casa)».
Muchos años después, entre 1983 y 1985, conocí a Xosé Grelas en Santiago de Chile. Fue en la agrupación asociativa de gallegos, nominada hasta hoy como Galicia del Último Reino, entidad en la que oficié como director de cultura. Su apodo era aquí el «Chico Grelas». Pasaba de los ochenta años de edad y era tamborileiro (tamborilero) del Conxunto de Gaitas e Danzas. Un chileno, hijo de gallegos, profesor de literatura, contemporáneo suyo, director de la institución y gaiteiro (gaitero) por añadidura, me contó lo que sabía de su existencia como emigrante.
Xosé Grelas se embarcó en A Coruña, dos semanas después de su abrupta salida de Viñás, para viajar en un paquebote con destino a Montevideo y Buenos Aires. Vivió veinticinco años en la Argentina, trabajando como peón de panadería y luego como vendedor en el establecimiento de un ferretero vigués.
Viajó a Chile, en el ferrocarril trasandino, en los primeros años de la década del 50. Acá logró asentarse económicamente, asociándose con un asturiano, para instalar una pequeña ferretería.
Conoció a una chilena, formó un nuevo hogar, como si fuese soltero, y fue padre de dos hijos varones. Nunca había vuelto a su aldea natal ni sabía de su mujer y de sus hijas. Bajó de manera intempestiva el telón de la memoria, como si le hubiesen parido al descender del barco en Buenos Aires… Los gallegos descienden de los barcos, como rezaba el título de una comedia bonaerense, cuyo letrero él leería alguna vez en uno de los teatros de calle Corrientes.
En mayo de 1985, la Xunta de Galicia organizó, en Santiago de Compostela, un encuentro universal de grupos folclóricos de la diáspora. Galicia del Último Reino recibió una invitación para quince músicos y su director. El Chico Grelas se apuntó. Después de sesenta años, regresaba a su tierra natal, con el atuendo y las trazas de esa figura tradicional que utiliza indumentarias populares extraídas del siglo XVIII, para mostrar un costumbrismo algo trasnochado.
Después de las actuaciones oficiales del Conjunto, de los agasajos y paseos dirigidos, sus integrantes contaban con cinco días libres para hacer lo que quisiesen. El Chico Grelas tomó una audaz decisión, haciendo uso temerario, por segunda vez, de su libre albedrío. Invitó al profesor Benítez, a la sazón gaiteiro, y juntos marcharon a Viñás, la mañana de un sábado. Iban vestidos con sus ropas civiles, en tonos grises, según costumbre chilena de la época.
No llevaban instrumentos. Grelas traía dos botellas de vino chileno, como posible agasajo… Arribaron al casal al inicio de la hora vespertina. Dos canes de la casa les ladraron, desconfiados y furibundos. Una rapaza se asomó en el portal, atisbándoles con curiosidad.
— Ola, boas, son Grelas, coñecido coma O Boneco… Estará dona Perfecta? (Hola, buenas, soy Grelas, conocido como El Muñeco … ¿Estará doña Perfecta?).
— Sí, ¿a quién debo anunciar? –respondió la niña, hablando en castellano a los forasteros.
-Soy Xosé Grelas, vengo de Chile a verles, con un amigo.
Diez minutos más tarde llegó al portal una anciana, vestida con larga saya, pañoleta negra, afirmándose en un báculo. Entrecerraba los ojos, como si le costase mirar… De súbito, la memoria abrió sus compuertas, como un estallido de aguas.
— Boneco, home, que che fixeches? (Muñeco, hombre, ¿qué te habías hecho?).
La mujer de Grelas, nonagenaria, estaba algo ciega, pero lúcida. Vivía con sus dos hijas, sus yernos y seis nietos. No había vuelto a tener marido; ¿pareja?, ni hablar...
La casa está igual, pensó Grelas, salvo por algunos muebles modernos, el refrigerador y la tele… Los moradores beneficiaron un cordero lechón y ofrecieron el generoso condumio gallego. El Boneco Grelas se ubicó en la cabecera y ofreció repetidos brindis, como un petrucio. Cada cierto tiempo, se enjugaba los ojos con la servilleta. (Benítez dijo que había llorado en silencio). Al día siguiente, después del desayuno, los extraños abandonaron –para siempre- el casal de Viñás.
Alguien aseveró una vez: «Después de todo, los gallegos no somos muy rencorosos».