El director de la orquesta cierra los ojos, respira profundamente como queriendo meter toda la partitura en su cerebro y ordena al pianista la apertura del Concierto para piano y orquesta núm. 2, de Serguéi Rajmáninov. Una ola turbulenta estremece el teclado del piano, mientras los instrumentos de la orquesta van esparciendo por todo el recinto del auditorio un lirismo moderado que envuelve a los espectadores.
Algunos, de medible sensibilidad, oyen simples tonos más o menos agradables, pero otros, acaso los menos, esos tonos llegan directamente a sus almas silenciando su lógica y su juicio estético. Sus almas, embriagadas por los serenos acordes, se van inflando como globos y elevándose lentamente hacia el techo del recinto, sujetas por un cordón invisible al cuerpo que ha quedado inerme escuchando las fluidas notas de la orquesta. Allí, en lo alto flotan en una melódica danza. Este sosegado lirismo se mantiene hasta que el célebre Moderato deja paso el Adagio sostenuto, que inicia su andadura con un breve vibrar de cuerdas; tras ello, el piano empieza a desgranar con dulzura unas notas misteriosas, que agitan en extremo a dos almas que vagaban melancólicas por el techo entre las olas de la melodía. Electrizadas por tan íntimas notas, las dos almas, hechas globos flotantes chocan entre sí haciéndose solo una.
En ese preciso instante, en el patio de butacas dos miradas se encuentran, se reconocen y no pueden separarse sin entender la razón, a pesar de que la lógica de los dueños de esas miradas les dice que por decoro deben romper el misterioso lazo que les une.
Pero no pueden, por más que sus juicios les dictaminen prudencia, no pueden. Muchos años atrás sus almas quedaron fundidas en una sola… Corría los años de la guerra civil rusa. Tras la caída de Omsk el 14 de noviembre de 1919, el ejército blanco del almirante Kolchak, casi en desbandada, huía hacia el Este ante el empuje de los bolcheviques. Al llegar al pueblo de Kormilovka el teniente Alexander Olinska buscó un médico para que atendiera sus heridas y las de un compañero. Alexander no encontró al médico porque había sido reclutado meses atrás por el ejército rojo, pero sí su casa y dentro de ella a su mujer, Natalia Maximova.
Inmediatamente se reconocieron, nunca se habían visto, pero se reconocieron como si toda la vida hubieran estado juntos. Natalia puso sus escasos conocimientos en medicina en atender a los heridos, pero no apartaba su vista ni su corazón de los ojos del teniente, y éste en los de ella. Pasados unos días, el compañero de Alexander Olinska, algo recuperado de la herida, le dijo a su superior:
—Vayámonos, no tardando nos descubrirán.
Era la postura lógica, pero el teniente Olinska no podía romper el lazo que le unía a los grisáceos ojos de Natalia Maximova. Esa misma noche el soldado desapareció entre las sombras.
El amor de Natalia y Alexander bullía como ascuas, endulzado al atardecer por las notas del piano del Adagio sostenuto del Concierto para piano y orquesta núm. 2 de Serguéi Rajmáninov. Natalia pasaba sus frágiles dedos por el teclado sin apenas rozarlo, era su alma la que sacaba tan exquisitas notas. Así pasaron días y días envueltos en un profundo e inexplicable amor, hasta que unos golpes en la puerta rompieron el encanto. Una patrulla del ejército rojo los llevó al paredón. Iban uno junto al otro, cogidos de las manos y mirándose tiernamente a los ojos. No temían, su amor era infinitamente superior al miedo. Sus corazones se habían fundido en uno solo. Unos disparos de fusil rompieron su estructura física, pero esas células de la emoción, del sentimiento, de eso que llamamos alma continúan vagando unidos por el espacio infinito. Simplemente unas nostálgicas notas de piano hicieron que volvieran de nuevo a este otro espacio finito.
Esta vez no fue unos disparos de fusil quien de nuevo los separó. La voz de un niño de unos diez años rompió el hechizo:
—Mamá, mamá, el concierto ha terminado.