Procuren un lonxe e un ningures os camiños que levan a morrer... (Procuren un lejos y un ninguna parte los caminos que llevan a morir…).
(Álvaro Cunqueiro)
Han cambiado nuestros hábitos –qué duda cabe- con esta forzosa cuarentena provocada por ese bicho infinitesimal llamado Corona. Yo, que me declaro antimonárquico acérrimo, sin siquiera la excepción de nuestro popular y simpático «rey del pescado frito», me siento pues, doblemente injuriado por esta molécula letal que ni los más poderosos ejércitos del planeta serían capaces de vencer. La figura que se nos muestra, mirándola desde arriba con el microscopio, semeja la imagen de un cetro, aunque si la vemos en todas sus dimensiones, parece una especie de granada explosiva o mina terrestre… Quizá después de su futura derrota a manos de la ciencia –si es que sucede-, aun con el costo de miles de vidas humanas, procederemos a destronar a todos los monarcas del reino de este mundo, empezando por los dueños de las altas finanzas, para terminar con estos monigotes obsoletos que siguen costando un dineral a sus países, sin aportar nada a cambio, apellídense Windsor, Borbones, Habsburgo, lo mismo da.
Pero quizá es otra la reina temida, la por siempre poderosa, esa que transita por todos los caminos, sin rostro, vestida de larga túnica, la que precede a la Santa Compaña en los caminos aldeanos de Galicia, apoyada en esa sencilla herramienta y arma que conocemos como guadaña, que sirve para rozar el pasto y para segar el centeno («para tronchar los trigos de la existencia», como cantara un poeta).
Y aquí estamos, mucho más desnudos que ayer frente a la última verdad, porque ya nuestros ropajes y ademanes y utilerías sin cuento no servirán para conjurarla; tampoco los parques que escatiman la palabra cementerio, como si el ámbito del lugar ameno hiciera de la muerte un sitio de solaz para olvidar su artera corrosión. Es esta la amenaza aciaga de la peste, su poder para despojarnos en lo que no será una violación, sino la postrera cópula consentida desde el pavor a lo ignoto, con su carga abisal y morbosa. Por eso es que los campesinos gallegos llaman a la Parca «la puta vieja», porque ninguno quiere acostarse con ella y todos terminan yaciendo en la estrechez de su abrazo.
Hace cinco años, a instancias de una editorial científica, escribimos, el joven médico Ennio Vivaldi Macho y yo, un ensayo titulado Vida y Andanzas de la Parca (breve historia de la muerte en la literatura). Hoy, al cabo de una semana de cuarentena, me acordé de este breve ensayo monográfico que no fuera publicado en sus fechas predecibles, por esas razones editoriales que nunca se explican, a las que estamos tan acostumbrados los escribas menesterosos de este Último Reino. No haré una apología de ese trabajo, para no incurrir en la odiosa vanidad –por completo ajena a mi proverbial modestia-, aún más deplorable en estos momentos de tragedia colectiva, pues el virus pernicioso no distingue de supuestas noblezas de cuna ni de esas diferencias del poder económico que, cada noche, nos recuerda por cadena televisiva el sátrapa adinerado que nos desgobierna desde La Moneda. Tampoco discrimina entre genios y zafios. El virus coronado es un atroz e implacable demócrata, como diría Jorge Luis Borges.
Nuestro país, este Chile de incierta denominación, con raro nombre de pájaro estridente, mantiene su carácter isleño, pechoño y retrógrado, pese a que estamos por cumplir la primera veintena del siglo XXI. Aquí todo transcurre tardíamente, aunque nuestro imaginario estatal y colectivo acostumbre, cada cierto tiempo, a gritarle al mundo que hemos descubierto la pólvora y que ese negro y explosivo polvo es tan autóctono como el vino tinto, la empanada de horno y el trompo, que los españoles, de suyo inadvertidos, llaman «peonza».
El ministro de salubridad, con su aire de prestidigitador pueblerino, ha dado a conocer una serie de medidas públicas paliativas, entre las que figura esta semi cuarentena que tiene relativamente aislados a los ciudadanos de recursos mayores, medios y regulares, mientras la masa trabajadora, la que debe mantener, a toda costa, el «ciclo productivo», continúa cumpliendo sus deberes por imposición de dirigentes políticos que comandan, defienden y sostienen a los grandes empresarios y consorcios financieros de la isla-fundo que les pertenece.
Para asegurar que el proletariado base y el «aspiracional» cumplan su cometido sin pausas ni interrupciones rebeldes, el gobierno del ricachón Piñera ha impuesto el «toque de queda», entre las 22:00 horas de la noche y las 5:00 horas de la madrugada… Lo justo para llegar a casa, cenar rápido y descansar hasta el alba; mañana será otro día igual a hoy y parecido al de ayer. Te esperan la fragua, la hoz y el martillo.
El hacinamiento en las estaciones de metro, en los trenes y microbuses no sólo no ha variado, sino que se incrementó con las inteligentes medidas del ejecutivo, lo que hace presumir un aceleradísimo contagio y dispersión del fatídico virus, pero el ministro y su cohorte han descalificado a los profesionales del Colegio Médico, desechando sus atingentes propuestas para establecer una férrea cuarentena. En Chile se está procediendo de una manera incluso más tardía que en Italia y en España. El Gobierno se limita a su política cerril de «confinamiento paulatino», desconociendo los empeños de muchos alcaldes visionarios y preocupados por «su gente». Cada dos días, el jefe de la nación pronuncia un discurso tan rudimentario como su mollera de especulador, sin decir nada nuevo ni menos coherente, con profusos llamados a la tranquilidad y exhortaciones a ese Dios que parece tan familiar y amigo de los de su clase, una especie de padre omnisciente y misericordioso –a veces-, pero que para el pueblo resulta castigador y terrible, sobre todo cuando se le asocia a las catástrofes telúricas y a las pestes bíblicas. Pecar menos, sería una posible solución, pero es tan difícil abstenerse de ello en medio de esta sociedad de consumo que ha venido desplomándose, al parecer sin remedio, pero con aires de fiesta.
Hay que «ponerle el hombro», como sea, ciudadanos, porque el amor a la Patria así lo exige. Ahora bien, si el fin de semana pasado, miles de habitantes de las comunas privilegiadas se trasladaron a los balnearios de la costa, en una suerte de vacaciones de emergencia, eso no debiera alterar el orden social ni menos agitar las protestas de los resentidos de siempre. Porque también aquí sabemos que Dios hizo el mundo así, con ricos y pobres, según su voluntad clasista y estamental, y a eso debemos atenernos, con el mejor espíritu posible. Es cierto que cada vez nos parece más remota y utópica la promesa de una dicha futura en otra dimensión, como pago eterno por nuestros desvelos y padecimientos, pero no debemos perder la confianza en nuestras autoridades ni menos la esperanza en manos de corifeos de una igualdad tan absurda como evitar la guadaña de la Parca.
He telefoneado a mi amigo Ennio Vivaldi, haciéndole partícipe de mis tribulaciones. Ennio es un médico extraño, porque lee mucha literatura y disfruta de los clásicos y aun de autores chilenos de las generaciones del 38 y del 50 que hoy poco se leen. Asimismo, intenta extender su pecado a la grafomanía y escribe en sus ratos libres…
Es posible que esta actitud le ayude mucho en su profesión, si nos remitimos a la experiencia de Sigmund Freud, que extrajo casi toda su sabiduría psicoanalítica de la ópera magna de William Shakespeare. Pero esto es una lucubración que podría considerarse elusiva cuando enfrentamos una contingencia terrible y abrumadora. Y yo le pregunto a Ennio, ahora como médico:
— Y qué podemos hacer, amigo? ¿Qué me aconsejas?
— Lee a Jorge Manrique, nada más. Él nos habla mejor que nadie de esa reina, tan macabra como real, que llamamos Parca.