A poco de venirme a vivir a Reta -al sur de Buenos Aires, junto al mar- ocurrió un eclipse total de luna, algo relativamente común pero con una característica muy especial: la luna saldría por el horizonte ya eclipsada. Y efectivamente: la luna salió con su tono rojizo a la hora prevista. Lo llamativo es que así como la luna estaba sobre el horizonte, el sol también lo estaba al mismo tiempo.
Todos los que hemos leído algo de astronomía sabemos que para que se produzca un eclipse de luna, el Sol, la Tierra y la Luna deben estar en una línea, sin embargo cuando se producía el eclipse que comento (y como pasa siempre en casos parecidos), la Luna, la Tierra y el Sol formaban un triángulo... muy achatado, es cierto, pero un triángulo: la Tierra estaba «por debajo» de la línea entre la Luna y el Sol. ¿Qué pasaba? Que la luz de la Luna y la del Sol se desviaban por refracción al pasar por un medio más denso (nuestra atmósfera) que el vacío, de modo que la luna que se veía, todavía no había salido y el Sol que vemos ya se metió, es decir que -verdaderamente- están en una línea recta con la Tierra en el medio... La luna que vemos no está ahí... pero la vemos. Y este detalle es importante porque implica algo interesante ¿la Luna, en definitiva, está ahí o no está? No está... pero la veo. ¿Qué es entonces lo que veo?
En rigor, los ojos son órganos que están diseñados para reaccionar a determinadas longitudes de onda electromagnética en lo que se llama «espectro visible». En otras palabras, sólo vemos luz. Pero dijimos que «veíamos la luna». ¿Vemos la luna o vemos luz y a esa composición de luz la llamamos «luna»? No vemos la luna, vemos luz y a determinado diseño neurológicamente integrado -teoría de la Gestalt de por medio- le ponemos ese nombre. Nunca vimos la luna: la luz del sol -que determinó la evolución de nuestro sistema nervioso- se refleja sobre la luna, llega a nuestros ojos y sigue siendo luz... ciertas longitudes de onda son absorbidas cuando llegan a nuestro satélite, la mayoría de las longitudes de onda que rebotan no las podemos ver y lo que resta es distorsionado por nuestra atmósfera para que veamos un fantasma de luz que llamamos «luna». ¿Y el sol? Otro tanto. ¿Y el árbol que crece junto a mi casa? También: lo que veo es luz y no un árbol. Nuestros ojos no pueden ver «lunas», «soles» o «árboles».
Y entonces, ¿la realidad? ¿Oigo la sirena de la policía que pasa por la calle? No: oigo sonidos... mis oídos sólo pueden oír sonidos y no «sirenas», y así con todo. ¿Y qué son, entonces, esos «fantasmas» que decimos ver u oír y que, sin que nadie dude que estén ahí, no están? Son ideas. ¿Y qué son esas ideas? Ideas de lo que es una idea. Nuestro psiquismo se construye en un tejido indescifrable de ideas... indescifrable pero no loco... como aseguraría Polonio respecto de la presunta locura de Hamlet: «...hay sistema». Por eso no está mal que nuestra realidad sea sólo de ideas: funciona, esquivamos al móvil policial a pesar de que no veamos móviles policiales sino luz y a pesar de que no oímos sirenas, sino sólo sonidos. Lo malo es creer que eso que vemos son cosas «concretas». Ya vimos que señalábamos la luna y que ella no estaba allí: de haber podido extender nuestro brazo en ese momento a ese lugar en el espacio en el que veíamos la luna no la hubiéramos encontrado. ¿Y por qué decimos que es malo creer en «cosas concretas» cuando sólo se trata de ideas de cosas e ideas de concretud? Porque nos autolimitaremos: si la realidad termina en una cosa poco nos queda por hacer al llegar a ella salvo aceptar nuestro límite: la cosa es algo sobre la que no tenemos capacidad alguna de intervenir. Pero si sólo se trata de «ideas» podremos moldear nuestras ideas para que las ideas fluyan entre sí en nuevos relatos, en nuevas asociaciones donde las cosas serán interconvertibles, mutables... tendremos libertad, en otros términos... y tendremos poesía. Las ideas nos hacen libres porque, de nuevo, las ideas no son cosas, sino ideas de lo que es una idea.
Puesta a punto gnoseológica
La idea es la componente elemental del conocimiento.
Nada es menos que una idea: está en la base de toda intuición. Lo que ahora tenemos frente a nosotros son ideas que llamamos, teclado, mouse, teléfono, monitor etc. Y analizar una idea no puede depararnos otra cosa que no sean nuevas ideas. Pero por ser lo más básico, nada es más que una idea. En efecto: la idea lo engloba todo: nuestra vida, nuestra visión del mundo, nuestras teorías... todo lo que constituye nuestra vida anímica no es más que ideas... ideas que, a veces, trabajan unas con otras. En efecto: las ideas pueden crecer en conjunto, en perfecta sinergia, alcanzando los umbrales de una inteligencia superior en los campos de la filosofía, del arte o del misticismo.
Pero también puede ocurrir que las ideas comiencen a coagular aquí y allá en pequeños núcleos.
Comienzan a irradiar luz propia y calor como las estrellas lo hacen en el espacio, y empiezan así a trabajar como puntos de referencia que orientan el flujo libre de las ideas por el arbitrario océano de nuestra mente. Son los ideales. No tienen edad ni más valor por sí mismos que el de servir como referencias. No fluyen en libertad pero, una vez alcanzados, ellos dan paso libre a otros ideales más lejanos. De esta manera, la vida puede convertirse en un ordenado flujo de ideas jalonado por un rosario infinito de ideales, y así la vida se habrá hecho más simple, más feliz, más útil y, sobre todo, más trascendente.
Pero a veces pasa que las ideas, que fueron nacidas para ser libres, caen en extrañas anomalías gravitatorias. No trabajan plásticamente en nuestra existencia, sino que comienzan a girar alrededor de un núcleo que les es ajeno y ya no son ellas mismas las que se tornan faros de atención, sino que le dan la espalda a todo y se referencian unívocamente hacia ese atractor que les da un nuevo sentido que no es el del conjunto de nuestra vida. Las ideas han quedado atrapadas en el remolino de una ideología. Una ideología es una organización de ideas cerrada sobre sí misma y ciega al entorno (A. Wilden, Sistemas y estructuras). Las ideas no pueden ver la verdad en su libertad creativa sino únicamente en el centro que las atrapa: todo se resume en esa nueva verdad a contramano del libre fluir del tiempo. Se promueven y justifican a sí mismas y sólo creen en ellas. Un fuego demoníaco les ha entrado y las ha congelado...
Hoy, las ideologías hacen metástasis en todos los tejidos de la cultura y son las que determinan, finalmente, el curso de nuestras acciones. La ideología se adueña de nuestra libertad a través de leyes, exigencias, mandatos: todo se vuelve incuestionable. La vida del Hombre, hecha de ideas, ya no puede volar... y no porque no tenga alas, sino porque ha empezado a creer en el mandato externo a su libertad. Ha aprendido a creer en el burócrata, en el abogado y en el docente. Cree que autoridad es «hacer silencio» cuando siempre fue diálogo; ha comenzado a creer en ese descomunal centinela kafkiano que nunca nos dejará pasar a una vida propia a pesar de que la puerta no está cerrada. La vida del Hombre, en definitiva, habrá caído en manos del político, del mediador promedio, del indiferente docente que administra, en virtud de quién sabe qué preceptos, lo que es bueno para todos en el seno de una sociedad termodinámica entibiada... muerta. Y quizás por eso se defiende tanto al Derecho en la organización de nuestras vidas: porque resume el ideal del operar ideológico ya que todo funciona de acuerdo a un código elaborado, obviamente, entre abogados de la vida. Y el marco legal es precisamente el marco político, porque el político lucha desde y por la ley, esto es: por la ideología del código legal. Así, todo comienza lentamente a girar sobre sí mismo y el Hombre de la vida diaria ve, en su hambre espiritual, cómo la vida le pasa allá lejos, en la cocina de la ideología; del mismo modo en que le pasó a su abuelo, al padre y como seguramente, le pasará a sus hijos.
¿Es que no hay salida? Es que nunca hubo entrada: todo fue una ilusión pergeñada por el demonio de lo objetivo, el demonio de «la cosa», de «lo que está más allá», de lo que no debemos tocar porque es patrimonio del policía de la ley, es decir, del político o de su ejecutor social: el docente domesticado. Y todo, en ese agujero negro de verdad autocomplaciente, habrá de ser abstruso, difícil y embarazoso y lo que puede llegar a encerrar como misterio apetecible será apenas un trozo de carbón frío, hace tiempo alejado de la hoguera esencial del espíritu y la inteligencia.
Pero la vida de verdad nunca muere: todavía está allí, en forma de infinidad de ideas que esperan ser liberadas en la experiencia simple y darse cuenta que no se puede vivir ni amar ni morir de acuerdo a un código de leyes... en el saber que todo lo que verdaderamente vale y es bueno, siempre e invariablemente, estará permitido.