— Me confieso admirador del ministro de salubridad, Sergio Mañalich… Aclaro, no como médico y menos como ministro. Ser médico, hoy, es relativamente fácil; es cosa que adquieras un buen programa (software) y una amplia base de datos. Te sientas ante el computador; no miras al paciente a los ojos, como lo hacían los viejos doctores, entre ellos el padre de Ernest Hemingway, en las escasas comunidades indígenas de los bosques de Michigan, escrutando los ojos de sus pacientes, para descubrir, a través de ese «espejo del alma», el origen y la hondura de sus padecimientos… No, como galeno del siglo XXI, te basta «subir» al sistema los datos y confidencias del individuo cliente. En menos de cinco minutos, si es que no atiendes, entre tanto, una llamada por celular, tendrás a mano el diagnóstico y la receta prescrita. Rápido y eficaz, como corresponde al concepto de negocio; de esto sí sabe Mañalich. En cuanto a ser ministro, míralos, observa las distintas carteras ministeriales del convaleciente Sebastián Piñera: recuerda a la Pla, una machista de escasas luces a cargo del Ministerio de la Mujer; mira a la Cubillos, una ceceante ágrafa a la cabeza del Ministerio de Educación…
— Moure, deja de irte por las ramas… Hablabas de tu admiración por Mañalich.
— Cierto, un hombre de imaginación desbordante y creatividad asombrosa. Mira, concluir que Chile tiene «la mejor salud pública del mundo» y pregonarlo. No entiendo por qué Evópoli no lo designa Ministro de Cultura, con mayúsculas. Sería mucho mejor que Luciano Cruz Coke y Robertito Ampuero.
— Enseguida, interponer en los aeropuertos y puertos de agua salada, la prohibición jurídica para el ingreso del coronavirus, pues un notario posee, en este país de tinterillos, cagatintas y emisores compulsivos de leyes, mayor poder efectivo que cualquier matasanos o brujo de la tribu. Imagínate a los virus ingresando por Pudahuel, mirándose entre sí y preguntando: «Huevón, ¿firmaste la declaración jurada?». «No, ¿y tú?». Cagamos compañero, a este país no se puede entrar.
— La cuarentena parece más bien una farsa, no puede comprender catorce días, porque sería catorcentena. La cuarentena deriva de cuarenta, como correspondía a las plagas de Jehová y al mismísimo diluvio, «cuarenta días y cuarenta noches». No se puede transgredir las etimologías sagradas, menos ahora, cuando las crisis y pandemias se van tornando literarias, menos las extraídas del libro de los libros en tiempos del apocalipsis.
— Bueno, pero el ministro ha tomado medidas y decretado la cuarentena, de consuno con el recluido mayor de La Moneda, a quien la peste le viene como inesperada panacea; hasta en eso la Derecha usa la cola del diablo a su favor.
— Piensa un poco, observa otro tanto. El planeta Tierra está adoptando una cuarentena sin plazo de término. Se trata de que ciudadanos, trabajadores varios, aldeanos y campesinos, bosquimanos y aventureros de cualquier jaez, se refugien en sus casas, cubículos, tiendas o madrigueras y no asomen la nariz, a lo menos durante cuarenta días en los anchos espacios urbanos, donde hasta hace muy poco bullían las muchedumbres enardecidas, clamando justicia. La rebelión conjurada por la claustrofobia y el reposo.
— Es una buena medida para contener la expansión del virus y para aplacar un miedo que es por completo transversal y democrático. Tal vez este virus sea una metáfora del pavor de la especie ante su inminente aniquilación.
— Es quizá aconsejable ir abandonando los usos y costumbres impuestos por cinco siglos de capitalismo salvaje; recluirse en la intimidad, como Proust, con medidos intervalos de vida social, para elaborar obras maestras en el cobijo de la soledad. Regresar a lo primitivo, como lo propuso Tolstói y lo reintentaron, en Chile, Fernando Santiván, Augusto D’Halmar, Acario Cotapos, Pedro Prado, Fernando Tupper y Magallanes Moure, fundando, sin fortuna ni previsión, la Colonia Tolstoyana, en las tierras aún salvajes de la Araucanía…
— La que terminó en una parcela de dos hectáreas, propiedad de la mujer de Magallanes Moure, en la entonces rural San Bernardo, donde el poeta y pintor oficiaba de pedáneo alcaldicio. Vida bucólica frustrada, anécdota de inútiles que acabaron regresando a la ciudad y a sus tugurios bohemios.
— Sí, pero yo veo hoy la otra cara de la medalla, una oportunidad inmejorable en estas medidas de recogimiento colectivo, un potencial y esplendoroso renacer de la literatura, y me dispongo a participar como ente activo de primer orden. Si la humanidad perece, quedarán los libros, a despecho de Fahrenheit 451.
— Titulaste esto que estamos hilando como «consejos para la cuarentena», pero van puras reflexiones de sabor postrero. ¿Entonces?
— Vamos a ello, sin más dilación. El Covid 19 podría tratarse de una intervención sobrenatural, en la forma bíblica del castigo, la única alegoría eficaz para contener al díscolo homo sapiens o ludens. Como bien cree y vaticina un conocido pastor evangélico, sería una peste bíblica que pondrá orden en la Ciudad de Dios, donde fracasó el ‘hijo del hombre’ y toda su especie de dudosos semidioses, incapaces de llevar a cabo el plan divino, precarios sustitutos de los imponentes dinosaurios que les precedieron durante ciento sesenta y cinco millones de años… Rezar conviene, día y noche, a todos los dioses hasta ahora inventados.
— Tiempo es lo que nos faltaba y ahora vamos a disponer de ello. Acaecerá el colapso de Internet, con toda seguridad, y prescindiremos por completo de la comunicación (incomunicación) virtual. Las mentiras contratadas por la televisión abierta quedarán en un penoso silencio. Volveremos a los libros; ellos nos aguardan, desde la infinita paciencia de sus folios. Quienes no lo hayan hecho, podrán leer las tres mil y pico páginas de En busca del tiempo perdido, aunque nuestra querida amiga y poeta, Paz Molina, dijera un día, en casa de Hernán Ortega, que «no hay tiempo más perdido que leer ese mamotreto onanista de Marcel Proust».
— No estoy de acuerdo con ella, pero eso es un dato irrelevante. En cuestión de opiniones literarias, nada hay establecido. Si no, pregúntenle a las radicales feministas que denuestan a Pablo Neruda con una ferocidad nada literaria; o las (los) machistas que denigran a Gabriela por lesbiana. Aconsejo leer 2666, de Roberto Bolaño, una de las novelas menos narrativas del siglo XX. Prueba de fuego y paciencia que, al parecer, sortearon algunos entusiastas y desnortados críticos de academia.
— Es que en esta exasperación contemporánea globalizada suele ser común “confundir el culo con las cuatro témporas”. Esto lo dijo el Nobel español (gallego) de 1989, Camilo José Cela. Aunque prefiero recordar a José Saramago (Nobel 1998), cuando nos instaba, ¿recuerdas?, en el paraninfo de la Universidad de Santiago de Chile, a optar por la bondad ante las cada vez más acuciantes crisis internacionales y violaciones de los derechos humanos. Una proposición rayana en lo candoroso para un conspicuo comunista.
— Pensemos, pues, en las bondades de permanecer en nuestros hogares y en lo que ese tiempo puede regalarnos como posibilidades de reflexión y de encuentro con los viejos paradigmas, hoy olvidados en el frenetismo de las grandes urbes.
— ¿Y el estallido? ¿Y todos estos años esperando por la justicia social y la revolución de los pobres? ¿Todo va a quedar en una triste cuarentena, prorrogable según necesidades del nefasto gobierno que nos aherroja? Me huele a desesperada maniobra palaciega, a salvavidas de última hora para el sátrapa y su cohorte.
— Quizá debemos reinventarnos, hasta donde sea posible, volviendo a la extraviada intimidad. Podríamos mirarlo como una coyuntura postrera, aunque estas palabras suenen crepusculares. Después de todo, «no somos nada», como decía mi abuela.
— Quizá el Covid 19 no sea más que un mal rato pasajero. Ni comparado a la peste negra, de 1348, que acabó con más del sesenta por ciento de la población europea. Dicen que la epidemia duró, con intervalos y pausas atroces, algo menos de cuatro siglos, matando a ochenta millones de personas.
— En el siglo XVIII, el paludismo, la viruela, el sarampión, la fiebre amarilla y el dengue; este último aún triunfante de campañas sanitarias y asepsias varias, en el inmenso nordeste brasileño; la tuberculosis del siglo XIX, que se llevó consigo a tantos románticos y al mismísimo Antón Chéjov, al que tornaré a leer en las tardes apacibles de Ñuñoa. Me temo que el forzoso sedentarismo agravará mi diabetes tipo B. Y a Carlos Pezoa Véliz, como lo intuye en su perfecto poema Tarde en el hospital: «Sobre el campo el agua mustia…»
— Y la sífilis, que acabó con el «toro de los prostíbulos», Guy de Maupassant. No incluirás –para qué- las dos «pandemias de la pólvora», la primera y segunda guerras mundiales, con sus cien millones de muertos… Ni los genocidios de Stalin, que superó a los de Adolf, según Mom el reaccionario.
— Y las epidemias del hambre y de las guerras «controladas» por las grandes potencias. Afganistán, Irak, Siria, Palestina, Eritrea… No me cuadra el pavor estadístico del Covid 19 con los apabullantes datos de la Historia.
— Tu padre nos contaba que la comunidad gallega padeció la mayoría de esas pandemias, a partir del siglo XIX, que provocaron sufrimiento y muerte. En algunos casos, como el del cólera de 1833, Galicia fue la puerta de entrada en España, sí como lo es hoy de la droga que viene de América. Galicia también fue víctima de otras graves epidemias, como la tuberculosis del XIX o la gripe de 1918. En Santiago de Compostela hubo días de hasta cuarenta entierros, y ya no se tocaban las campanas para no asustar a los enfermos ni conturbar a los vecinos, según datos extraídos de La Voz de Galicia.
— Quizá porque esa Tierra Madre (Terra Nai) ha padecido, como Irlanda y otras naciones desfavorecidas de la fortuna, otra terrible pandemia, la de la emigración, que hoy resurge en todo el orbe, con muchos más muertos que este virus siglo veintiuno, con nombre monárquico y sigla de colonia inglesa.
— Parece no quitarte el sueño este Covid 19…
— Es verdad; lo seguiré viendo como una posibilidad de volver a mis lecturas pendientes. Mira, estos libros que me esperan todavía… Si echo las cuentas, con cuatro horas diarias de lectura, los concluiré a los ciento treinta años de vida.
— Eso es más que utópico, suena casi demencial.
— Y desconcertante, como todo lo que nos está pasando. Y hasta aquí llego, porque para el diálogo también entro ahora en cuarentena, no sea que tu saliva me contagie con su invisible rocío. ¡Abur!
— ¿Y los consejos?
— Lean, lean y lean… Sólo eso. Es la mejor manera de que el Corona y la madre que lo parió nos pillen confesados.