Existen en Japón lugares dedicados a los niños que nunca llegaron a nacer o que murieron al poco tiempo de llegar a este mundo.
Son templos budistas dedicados a Jizō, un ser supremo (bodhisattva), guardián de los niños. En estos templos, hay cientos de estatuas de bebés, muchos de ellos con baberos y gorritos, para preservarlos del frío. Incluso, junto a ellas, se ven golosinas, flores y juguetes llevados por sus padres.
Son los niños que emprendieron el viaje hacia la vida y nunca llegaron. Al fallecer, van a la orilla de la muerte del río Sanzu (Sanzu-no-kawa, o sea, el «Río de Tres Cruces»). Este río se encuentra en el monte Osore (Monte del Miedo), una región volcánica, remota y desolada al norte de Japón. En su camino hacia el más allá hay que cruzar este río al séptimo día de la muerte. Hasta ese momento, las almas vagan errantes.
Para cruzarlo existen tres pasos: un puente, un vado y un lugar infestado de serpientes.
Los que en su vida terrenal han realizado buenas obras pasan directamente hacia la iluminación por el puente adornado con siete piedras preciosas (las siete piedras o materias preciosas de la realización).
Los que en su vida tuvieron un equilibrio kármico, entre el bien y el mal, pasan por el vado. El lugar infestado de serpientes, similar a un infierno, se reserva para los que han hecho el mal mientras vivieron.
Pero ocurre que estos niños no pueden ofrecer buenas obras debido a que no han tenido ocasión, por lo que suplican al Maestro que los lleve a la orilla en la que serán felices eternamente. Para ello, como ofrenda, van formando montoncitos de piedras.
Mientras tanto, en el mundo de los vivos, sus padres van al templo y también apilan piedrecitas para ayudar a sus hijos y para consolar su alma en pena (mizuko kuyō).
Pero, por las noches, aparecen los oni, espíritus malignos, que destruyen las torres de piedra que construyen los niños, lo que provoca en ellos llanto y desolación.
Entonces, Jizō, su protector, acude a ayudarlos, los esconde en sus mangas y los lleva a la otra orilla. Son los llamados «niños de agua» que, en ese momento, sonríen dichosos.
Ver las estatuas alineadas y hieráticas, muchas de ellas sin nombre, le produce al hombre occidental un efecto sobrecogedor e inquietante, acrecentado por el misterio y el silencio que se respira en estos lugares.
Hay una leyenda que dice que en algunos templos, como ocurre en Nikko, si cuentas las estatuas, nunca te va a salir el mismo número: los mizuko se cambian de lugar y algunos se esconden.
Al fin y al cabo, son niños con ganas de jugar, porque ya son felices y han alcanzado la iluminación.