El sujeto deambuló por iglesias, asociaciones, partidos y cofradías varias, sin cantar en ningún coro, pues le parece que su prurito de libertad desafina con lo gregario. Tal vez viejo, cayó en la cuenta, en el convencimiento, en la certeza de que su caminar se inclinaba al escepticismo, definido por Pirrón de El y otros maestros de aquella lúcida casa que abomina de la genuflexión, como:
El esfuerzo honesto por conseguir un criterio para saber la verdad, pese a que ningún argumento resulta claramente definitivo para desvelar las apariencias, por tanto lo más acertado es suspender el juicio; a partir de esta decisión, uno consigue liberarse de la inquietud. Esto da paso a una nueva forma de ver el mundo, de relacionarse con la realidad y romper así toda atadura dogmática.
Lo que no significa abandonarse a la pasividad –concluye para sí el sujeto-, haciendo un examen de conciencia, con cierta dosis de misericordia… Por el contrario, la permanente mirada crítica sobre el mundo es la actitud vital del escéptico, que busca alcanzar la ataraxia, o imperturbabilidad del ánimo, ideal y logro nada fáciles –inasibles, tal vez-, pero que ofrecen la posibilidad de un estadio intermedio, esto es, el desarrollo del auténtico sentido del humor, frente a sí mismo y ante los otros. Humor y misericordia. Es suficiente.
El sujeto lleva en sí –digamos- dos mil siglos de la especie humana, que son también los suyos, grabados en ese misterioso registro de los genes, del cual poco se ha develado aún. Está él en uno de esos días en que necesita reflexionar, como suele hacerlo cuando emprende largas caminatas, mirando más allá de los cotidianos afanes y de esa monótona servidumbre de las cifras que le atan, de jornada a jornada. Escribe, para él mismo o para los pacientes amigos que leen sus cuartillas, un texto deshilvanado y anhelante.
Desde que el Homo sapiens se irguió sobre la áspera faz de la Madre Tierra, comenzó a preguntarse por su propio destino, enfrentado al pavoroso misterio de la caducidad y la muerte. Como niño incapaz de asumir el asombro de lo que ve y siente, indagó posibles respuestas en su entorno inmediato, observando el comportamiento de seres y cosas, intuyendo sus móviles secretos por medio de la imaginación con que estaba dotado, aun cuando no se percatase de esa llave y lente para hacer soportable la realidad. A partir de esa visión, nació el animismo, con sus sencillos dioses lares y entes mágicos, cobijados en los cuatro elementos.
Pero las profundas interrogaciones no alcanzaron satisfacción. En su búsqueda, a tientas, descubrió el arte, la forma simbólica de entender el mundo a través de la belleza. Habiendo desgarrado una presa aún tibia, apoyó su mano ensangrentada sobre la pared de la caverna. Observó esa estampa primaria, volviendo la vista, en el pasmo de una revelación, al modelo de su propia extremidad. Repitió el ademán, y luego, con un trozo de carboncillo, dibujó rasgos imprecisos de animales que constituían su diario sustento, recreándolos en formas opulentas, según el ansia exacerbada de su apetito y el estremecimiento poético del hallazgo; sin saberlo, la poesía estaba ya en sus manos, y volvería a temblar en cada una de las generaciones posteriores.
-No fue suficiente el animismo para aliviar la persistente desolación de su espíritu. Apareció entonces el primer iluminado, alguien que había tenido extrañas visiones, quizá un intérprete de los sueños escuchando voces que no provenían de seres conocidos ni cabía entenderlos como rumores de la tierra o ruidos animales. El clan, tal vez la tribu entera, fueron conmovidos. El hombre de la luz, ungido por su propio pasmo y el de su auditorio, se hizo sacerdote, desplazó a los ingenuos brujos, revelando a los suyos los primeros fundamentos de una nueva moral, cuyos códigos de comportamiento se orientaban a conjurar la muerte y a obtener el premio de una existencia sobrenatural. Había nacido la religión, con su elevado y patético propósito de ligar la divinidad con los anhelos y querellas de los hombres, imponiéndoles el yugo de la culpa originaria, y el castigo de Dios a toda desobediencia, armas terrenales y escatológicas al servicio del poder.
Según tales presupuestos, fueron escritos esos códigos narrativos que conocemos como «libros sagrados», aunque el sujeto jamás ha creído en la sacralización de ninguna escritura, pues considera que Dios es ágrafo y renuente a escribir o a soplar a otros la inspiración colosal de su magín.
Pero si algún texto pudiese servir como inspirador axiológico, éste sería el del Ingenioso Hidalgo o Caballero de la Triste Figura o Caballero de Los Leones, libro que aguarda en su mesilla de noche y que no le ha defraudado con vanas promesas.
El sacerdote devino profeta y se mostró capaz de vaticinar acontecimientos que le fueron revelados y que lleva escritos en secretos rollos de pergamino, junto a unas curiosas tablas de la ley que alguien le entregó desde las llamas de una zarza. Desde entonces, parecieron extenderse sobre la faz de la tierra adivinadores, vates y taumaturgos de toda especie, dispuestos a mitigar el desasosiego y la angustia atávica por la pérdida del paraíso perdido –según interpretaciones antropológicas y psíquicas-; algunos, bajo la marca registrada de incipientes religiones; otros, como simples poseídos.
Pero tampoco el Homo erectus encontró, de boca de aquellos ministros de lo absoluto, la paz que anhelaba. Procuró observar los fenómenos de la naturaleza con otros ojos que no fuesen los del miedo y la superstición. El firmamento estaba lleno de luces que no parecían inmutables; el fuego era capaz de hervir el agua en los cuencos y cocer los alimentos, otorgándoles otra textura y nuevos sabores; las estaciones se sucedían con asombrosa regularidad, y los frutos instaban a creer que todos los tiempos viven en la semilla. Un orden que escapaba a sus simples premisas animistas parecía conjurar el aparente caos. El hombre comenzó a experimentar con aquello que sus sentidos podían aprehender. Nació la ciencia.
Al cabo de los siglos, no han menguado las preguntas ni hay respuestas rotundas capaces de satisfacerlas, cree el sujeto. El misterio continúa incólume y contra él son inútiles los balbuceos de todas las filosofías; también los manoteos arrogantes de los científicos. Mas, si la fe no es llave del conocimiento, es panacea de la esperanza para muchos, y no deja de posarse en nuestros anhelos, como abeja trémula que deposita su dulce carga en el panal. El amor parece ser una fe más certera que todas las otras.
En vísperas del año 1000 de nuestra era cristiana, hubo numerosos suicidios de quienes no creían en el trance de la vida eterna, aterrorizados por los pavorosos vaticinios sobre el fin de los tiempos, el desplome de los astros sobre la Tierra y la aniquilación ígnea. Ocurriría lo mismo en siglos posteriores, según fuesen la gravedad de los anuncios y su grado de difusión. Poco antes de atravesar esa franja ilusoria del tiempo que establece el calendario, marcando en Occidente el año 2000, tuvieron lugar nuevas auto-inmolaciones, dejando patente que el extraordinario progreso tecnológico no alivia la profunda desolación humana; tampoco el hambre de vastas regiones del planeta elegido. Algunas sectas, minoritarias, fanáticas y feroces como suelen serlo en oriente y occidente, conminaron a sus miembros para que adelantasen el fin del mundo en sus propios cuerpos, algo así como conjurar la muerte con el propio exterminio.
Para este año 2020 — cuyo número gusta al sujeto y le lleva a combinarlos, sin fortuna, en juegos de azar —, se vaticina catástrofes cósmicas y climáticas, incluidas invasiones de naves interplanetarias, cuyos ocupantes vendrían a devorarnos o a solucionar todos nuestros problemas.
Según interpretaciones de escritos mayas, acontecerán sucesos terribles, entre los que figura la tercera gran conflagración mundial, tan aguardada por los mercaderes de armas y los guerreros profesionales. Algunos individuos, apoyados en supuestas investigaciones astronómicas, con buenas dosis de astrología y esoterismo, advierten que las explosiones solares influyen en el humano comportamiento, exacerbando la violencia que el homo homini lupus infiere a sus semejantes y a sí mismo.
Pero tal actitud, el instinto de Tánatos, que se contrapone y equilibra –a veces- con el de Eros, cree el sujeto que es antiquísima y ha variado sólo en armas y métodos refinados para eliminar al prójimo de modo más eficiente. El sujeto piensa que Caín es el primer violento originario de la historia Occidental judeocristiana, pero que sirve de metáfora y símbolo, con otros nombres, a todas las etnias y culturas. Según los defensores del orden patriarcal, se trató del primer atentado contra la propiedad privada, la religión y las buenas costumbres, teniendo como impulso, inconsciente y pecaminoso, el torvo resentimiento fratricida. Para los revolucionarios de todas las épocas, pudiera ser el primer impulso por derribar los injustos privilegios y abolir las diferencias de clase, bajo el más loable de los móviles: la compulsión libertaria. El sujeto sonríe para sí mismo y dice no inclinarse por ninguna de ambas visiones, aunque le gustaría encontrar una intermedia, quizá armónica, aunque descree de la armonía en las relaciones humanas y algo le repite que se trata de conflictos de poder en perpetua pugna dialéctica.
Aquí intenta detenerse el sujeto en sus lucubraciones. Es mucho para la tarde agobiante de un domingo –primer día de la semana según las Escrituras- que prevé posibles catástrofes contables y tributarias y burocráticas, si no financieras, intuidas desde la minúscula y ardua empresa del hogar, cuyos resultados se miden, jornada tras jornada, en humilde proyección terrenal.
Sabe el sujeto qué le dirá mañana la gitana adivina que conoce, o el tarot que saca Pato Villavicencio sobre las mesas mugrosas de Bar Amigo. Tiene claro lo que viene para él, cuando la carta de triunfo caiga vuelta patas arriba, quizá premonición truncada del éxito que pudo ser y no fue. Entonces, enciende el televisor, no para ver imágenes violentas ni menos escuchar noticias cacofónicas hasta la náusea, ni menos para barajar estadísticas que nada prueban, porque están hechas de números gastados, como los naipes de póker de la casa vieja…
Aparece el verde césped –reluciente mesa de billar- del estadio Bernabéu, corazón madrileño del «no pasarán» y de los gatos críticos de Gómez de la Serna. Veintidós gladiadores, de bien pagada esclavitud «mediática», luchan tras la pelota. Juegan el Real Madrid contra el Málaga. Los merengues, regalones de Francisco Franco Bahamonde, ganan uno por cero, al promediar el segundo tiempo. El sujeto siente el vivo deseo de que empate el débil equipo andaluz -que entrena y dirige su connacional, el multimillonario Pellegrini-, movido por extraña solidaridad chauvinista. Quedan pocos minutos para el término de la contienda. El sujeto, recostado sobre el tálamo nupcial, alza los brazos al cielo y grita, a todo pulmón, en la tarde aburrida y solitaria del domingo: «Señor, si existes y me escuchas y me entiendes, haz que el Málaga empate».
Se produce rudo entrevero en el área de los blancos. El árbitro sanciona tiro libre a favor de los celestes malagueños. Lo sirve Cazorla, con eximia precisión. La pelota ingresa en el arco defendido por Casillas, justo en el «rincón de las ánimas», en ese vértice y vórtice fantasmal en donde se supone habitan almas en pena, prestas a favorecer solicitudes in extremis. Se ha producido el milagro.
El sujeto piensa que si hubiese más de estos sencillos prodigios cotidianos, sería posible aumentar las nimias dosis de felicidad que gotean del cielo. Pero, ¿qué más podría exigírsele a un Hacedor abrumado por los hoyos negros, por las díscolas galaxias que se devoran unas a otras, por las continuas explosiones solares, por el crecimiento desmesurado del Cosmos, y por los descomunales aerolitos que amenazan estrellarse contra el único planeta que cobija seres vivientes?
El sujeto se levanta, lleno de magnanimidad universal, mientras una alta rubia, en estado de merecer, exhibe el estado del tiempo –que será en extremo caluroso, hasta abril de este año «veinte-veinte», muy seco-, destapa la última cerveza fría, y cuando el primer sorbo le acaricia la garganta y siente el cosquilleo lúbrico de las burbujas, concluye sus reflexiones, estimando que quizá Einstein se equivocara al afirmar que «Dios no juega a los dados con el Universo», y lo venga haciendo el Omnipotente, desde la eternidad, divinamente aburrido, porque sabe de antemano qué combinaciones caerán sobre el tapete, incluidas la destrucción del planeta que regaló al iluso de Adán y a la porfiada Eva, la muerte de la especie que se creyera superior a las irremplazables abejas.
Todo lo demás son puras hipótesis y lucubraciones que no convencen a este escéptico irremediable, aunque vuelve a preguntarse, antes de cerrar los ojos al enigmático abandono del sueño, por qué cada día amanecerá más enamorado. Tampoco lo sabe.