Para la izquierda es una tarea impostergable, siempre omnipresente, definitoria para su misma existencia, ver cómo lograr su objetivo: es decir, terminar con el modo de producción capitalista y establecer el socialismo. Esto inmediatamente abre una pregunta: ¿quién hace el paso de una sociedad a otra: la izquierda o las grandes mayorías populares? Lo que lleva a plantear quién es la izquierda. Así formulado, pareciera que «la izquierda» es algo distinto a esas masas populares.
En realidad: sí. Las izquierdas, en cualquiera de sus innúmeras formas, se constituye como un fermento (un elemento reflexivo, un grupo de activistas/intelectuales/dirigentes/actores, una vanguardia) que propicia el cambio, la transformación. No importa la forma que adquiera (partido político dentro de la institucionalidad capitalista, fuerza revolucionaria de acción comunitaria o sindical, movimiento social-popular, grupo de acción armada, propuesta intelectual-artística, combinaciones de algunas de ellas, etc.), es realmente «de izquierda» si logra incidir en las masas populares para propiciar la transformación. Si no, no pasa del diletantismo (izquierda de cafetín, sin impacto real alguno en la sociedad).
De más está decir que esa transformación, siempre y necesariamente, se da a través de un proceso revolucionario brusco, violento, no gradual, que rompe con el sistema capitalista y toda su institucionalidad (el Estado y todos los aparatos ideológicos concomitantes), estableciendo algo nuevo. No es posible que se dé un cambio hacia el socialismo dentro del marco y la institucionalidad capitalista: los cambios obtenidos por vía electoral son procesos de reforma, útiles en alguna medida para los pueblos siempre excluidos, pero que no permiten transformaciones sustanciales, estructurales. Es decir: no llegan a construir alternativas socialistas. De ahí que las revoluciones son siempre actos violentos, en cuanto desalojan a la anterior clase dominante creando algo nuevo. Decimos «violento» por cuanto quien detenta una posición de poder se resiste al cambio por todas las formas posibles; y la violencia es una de ellas (para eso están todos los órganos represivos armados del sistema: policía, fuerzas armadas y diversos cuerpos de seguridad, defensores en definitiva de la clase dominante, del orden establecido, que es siempre el orden tomado por “normal”).
Pasar del capitalismo al socialismo es un proceso tremendamente complejo; haber obtenido el poder político o, dicho de otro modo: haber capturado el viejo Estado capitalista a través de una insurrección popular desalojando a la clase burguesa (capitalistas en sentido amplio: industriales, banqueros, terratenientes) es un primer paso, imprescindible sin dudas, pero solo primer paso. Ahí arranca efectivamente la construcción del socialismo. Eso es una tarea ardua, sumamente difícil: se trata de edificar algo muy novedoso para lo que no hay manual. Pero quedémonos en el primer paso: cómo se llega a activar algo que logre desplazar a la clase capitalista dominante. He ahí la primera tarea, titánica sin dudas.
Con varios siglos de acumulación, el poder que hoy detenta el sistema capitalista global es inmenso, impresionante. Actualmente esa clase dominante es un monumental entramado de capitales de carácter planetario, que establecen el curso de acción de la mayor parte de la humanidad, fijando las guerras y los destinos del mundo. Enfrentarse a ese poder fenomenal no es fácil. Pero de eso se trata el socialismo: de construir una alternativa más humana a lo que puede ofrecer el capitalismo. Nadie dijo que fuera fácil derrotarlo: ahí está el desafío abierto.
La pregunta siempre vigente para la izquierda, entonces, es ¿cómo vencer a ese monstruo? El siglo XX arrojó varias experiencias: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Corea del Norte. No es la intención del presente texto hacer un balance de lo que allí se construyó posterior al momento insurreccional, revolucionario. Lo que ahora nos interesa es ver cómo se llegó a ese momento.
Quienes seguimos pensando en la revolución como un estallido de la clase trabajadora (obreros, campesinos, trabajadores varios, población precarizada) y no en un proceso gradual de cesión de beneficios que haría la clase dominante (socialdemocracia romántica, en todo caso), la cuestión sigue siendo cómo llegar a ese momento. El trabajo organizativo popular, el trabajo político en cada frente posible: sindicato, barrio, comunidad, lugar de trabajo, centro de estudio, etc., haciendo conciencia y fomentando una ideología socialista es el camino. Trabajo de hormiga, de convencimiento, de organización, en competencia feroz con todos los medios ideológico-culturales de que dispone el sistema. Si se estudian críticamente las experiencias revolucionarias mencionadas, se observarán diferencias en cada proceso (muy marcadas a veces), pero siempre con elementos comunes: hay un clima político prerrevolucionario que posibilita el estallido y hay una instancia dirigente (llámese vanguardia o como se prefiera) que prende la mecha. Esos dos elementos parecieran imprescindibles, y al mismo tiempo, mutuamente dependientes: sin el uno no se da el otro. La articulación de ambos permite la revolución. Después vendrá la edificación de lo nuevo.
¿Estamos cerca de una revolución socialista en algún punto del planeta ahora? No pareciera. Las políticas neoliberales (capitalismo salvaje sin anestesia) vigentes desde los 70 del siglo pasado contribuyeron a una tremenda desmovilización del campo popular. La caída de la experiencia soviética dejó sin propuesta a las izquierdas del mundo, que muy lentamente después de la caída del Muro de Berlín fueron reconstituyéndose. Y que, al día de hoy, no terminan de reconstituirse. Para ser absolutamente francos y autocríticos: el ámbito de la izquierda está bastante desconcertado en estos momentos. Si bien se sigue pensando en el socialismo como punto de llegada, la experiencia del mundo de estas últimas décadas plantea preguntas. La forma en que se llegó a las revoluciones socialistas y lo que se edificó a partir de ellas abrió importantes cuestionamientos.
Por ejemplo, lo dicho por un connotado marxista como el colombiano Fernando Dorado:
Impulsar que un grupo de personas (dirigentes de partidos políticos o «movimientos»), a nombre de los oprimidos, se apoderen mediante una insurrección, un golpe de Estado o por medio de las elecciones del aparato del Estado existente (heredado), o de las instituciones de gobierno (que son un «subsistema» del aparato estatal), se ha comprobado con creces que no es la vía para acabar o destruir el capitalismo, como lo demuestra la historia y las múltiples experiencias del siglo XX y XXI.
Por tanto, ¿qué proponer ahora, a la luz de la lectura crítica de las pasadas experiencias revolucionarias, para pensar el socialismo con criterios de realidad?
Estamos claros, como se decía, que el poder de respuesta (de bloqueo, mejor expresado aún, de contención) del sistema global ante cualquier avanzada anti-sistémica es fabuloso. El neoliberalismo en su conjunto, además de un plan económico absolutamente exitoso (para los grandes capitales, por supuesto, no para los pueblos, para la masa trabajadora), es un muy acabado programa de contención de las luchas populares. Las sangrientas dictaduras militares de todo el siglo XX, más esos planes de ajuste estructural y la crisis de la izquierda (no tenemos mucha claridad de cómo proceder, siendo absolutamente sinceros) hacen que hoy se vea difícil un proceso revolucionario. ¿Hay condiciones en la actualidad para la toma del Palacio de Invierno, como los bolcheviques en la Rusia de 1917, o para que unos cuantos «barbudos» alzados en arma bajen de la montaña para desalojar a un dictador, como en la Cuba de 1959 en algún lado? ¡En absoluto! ¿Dónde está sucediendo o puede suceder algo así ahora?
Por eso despertó tantas esperanzas y simpatías un proceso como el inaugurado por Hugo Chávez en Venezuela con su Revolución Bolivariana y el socialismo del siglo XXI. Aunque se ve ahora que no había allí un profundo proceso socialista de transformación radical (expropiaciones a los propietarios de los grandes medios de producción, reforma agraria, nacionalización de la banca), la falta de esperanzas de fines de siglo quiso encontrar en esa dinámica política del país caribeño una revolución con todas las de la ley. Así como también la izquierda miró ilusionada todos los progresismos que se daban en Latinoamérica a principios de este siglo, en buena medida inspirados en lo que sucedía en Venezuela: Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia. La experiencia mostró, una vez más, que esos procesos tienen un techo bastante fácilmente alcanzable: no pueden pasar de determinados reacomodos. Si intentan ir más allá, corren la misma suerte de siempre: son decapitados sangrientamente (véase el caso de Evo Morales en Bolivia, por ejemplo, o cómo terminaron Lula y Dilma Rousseff).
Como estamos bastante huérfanos de esperanzas -y de propuestas viables concretas-, todo atisbo de contestación levanta expectativas. Así comenzó a pasar ahora con esos movimientos espontáneos que recorren el mundo, siempre con un signo de rechazo a las políticas de capitalismo salvaje vigentes. Ahí están los casos de los chalecos amarillo en Francia, o las reacciones populares en El Líbano, en Honduras o en Haití, así como en Egipto o en Irak, en Ecuador y en Chile o en Haití o en Colombia.
Todos estos alzamientos espontáneos son reacciones a un estado calamitoso en que se encuentran los pueblos, hambreados, oprimidos, faltos de proyecto, diezmados y reprimidos brutalmente cuando alzan la voz. Pero sucede que algunos de estos levantamientos populares recientes en estos últimos meses (procesos que nunca dejó de haberlos: el Mayo Francés de 1968, el Caracazo en Venezuela en 1989, la reacción al «corralito» en Argentina en 2001, la Primavera Árabe entre el 2010 y el 2013, hasta incluso el levantamiento popular en la industrial ciudad de Detroit, en Estados Unidos, en 1967 reprimido con 43 muertos y 1.189 heridos) pudieron hacer pensar en la cercanía de un clima revolucionario que tumbaba de una vez los planteos neoliberales, o incluso capitalistas.
Más aún: para mucha gente de izquierda algunos de esos procesos, en particular los de Chile y Colombia con sus formaciones populares asamblearias, pudieron ser interpretados en analogía al proceso zapatista en Chiapas, México. Poder popular desde abajo, pudo entendérselos. ¿Puentes hacia la revolución?
Allí se dieron o están dando interesantes procesos de poder popular autoconvocado, asambleas espontáneas, grupos de autogestión. ¿Estamos allí ante un germen revolucionario que marca el camino hacia el socialismo?
¿Qué es exactamente el poder popular? Es el poder que emana del pueblo, pero no esa delegación simbólica, aguada y desabrida, de la democracia representativa, donde cada cierto período se cumple con el rito de elegir a supuestos representantes de la voluntad popular. No, en absoluto. Eso es parte del «circo» institucional capitalista, donde la población no pasa de ser convidada de piedra y vilmente engañada/manipulada, haciéndosele creer que decide algo. El poder popular, por el contrario, es el ejercicio efectivo, a través de la organización y la participación real, de la amplia mayoría de un pueblo en la decisión de los asuntos básicos que le conciernen. El poder popular es más, infinitamente más que la atención de los problemas puntuales de una comunidad acotada, el alumbrado público o el adoquinado de un barrio, la resolución de un problema específico del transporte colectivo de un sector urbano, o la instalación del agua potable o la edificación de una escuela en una comunidad rural. El poder popular es la democracia real, directa, efectiva, participativa del pueblo soberano, no sólo para atender problemas prácticos puntuales sino para definir y controlar la implementación de políticas macro a nivel nacional, e incluso internacional. Ejemplos de ello se registran en todas estos primeros experimentos socialistas: los soviets de Rusia, los Comités de Defensa de la Revolución en Cuba, los cabildos abiertos.
Las experiencias socialistas del siglo XX: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Norcorea, quizá alguna otra del África o del mundo árabe (excluimos de ellas los progresismos redistribucionistas que se dieron en Latinoamérica a principios del siglo XXI, sin quitarles su valor, pero sabiendo que no hubo allí proyecto socialista), todas ellas dieron resultados positivos para sus poblaciones. Hoy deben ser analizadas críticamente, porque por algo se encuentran en crisis (China es una potencia, sin dudas, pero con un galimatías de «socialismo de mercado»; Nicaragua es una opción impresentable, Rusia volvió a ser capitalista desmembrándose las repúblicas de la Unión Soviética, etc.) Lo primero a criticar allí es el papel jugado por el Estado, nuevo Estado revolucionario supuestamente, y su burocratización. ¿Hasta dónde ese Estado heredado puede ser cambiado, o hasta dónde, cómo, de qué manera, las experiencias autogestionarias son la semilla de la nueva sociedad socialista? El debate en torno a ello es urgente e imprescindible.
¿Constituyen efectivamente todos estos procesos autogestionarios que ahora podemos ver, verdaderos embriones de revolución socialista, o más específicamente: de socialismo? ¿Ese puede ser el paso superador del capitalismo? Podrían ponerse a ese nivel otros procesos similares, como las empresas recuperadas hoy día y bajo control obrero, tal el caso de Argentina o de Venezuela, o el movimiento Okupa que se da en diversos puntos del mundo, cooperativas populares, las asambleas territoriales en Santiago de Chile producto de las actuales movilizaciones, etc.
Seguramente estos mecanismos marcan rumbo. ¿Son los futuros nuevos «soviets»? Es probable. Lo cierto es que todos estos embriones, estas revueltas populares espontáneas que van surgiendo, todavía no colapsan al sistema en su conjunto. Todo lo cual nos lleva a reconsiderar las formas reales y posibles de terminar con el capitalismo hoy. Que es difícil, está fuera de discusión. La pregunta es, pese a esa dificultad, cómo hacerlo.
¿Se necesita o no una vanguardia, alguien que conduzca y dé lineamiento a la lucha? ¿Cómo apropiarse del viejo Estado capitalista y transformarlo? ¿Es eso posible? ¿O debe dejarse todo en manos de las asambleas de base?
El cambio es difícil, arduo, complejísimo…, pero sigamos pensando y apostando por lo que decían los murales del Mayo Francés: Seamos realistas: pidamos lo imposible.