Me pasa en el tiempo otoñal, en ese peligroso perímetro que se forma entre mi cumpleaños y los días de Navidad. En los días en que estamos a punto de ver los adornos de colores, los pinos arreglados, las lucecitas titilantes pero que aún no vemos. Me pasa justo en este tiempo chicho, en el que todo lo que se quiere está debajo del cielo, entre las nubes y el suelo. Me pasa al filo de la luz, cuando amanece.
Suena el despertador. No hace falta que vuelva a sonar, retiro las cobijas, abro las sábanas y salgo de la cama. Hace frío en la calle. Los vidrios están opacos con vaho y una serie de gotitas que caen formando caminos ondulados. Amanece suave como si al otoño le resultara difícil vencer a la madrugada para iniciar el día. Abro la ventana. Entra una ráfaga de aire frío que me pega en el rostro. La ciudad no ha entrado en calor. En este instante largo, mientras la luz de la mañana se abre paso, creo que soy la dueña del segundo que falta para que el sol empiece a brillar por todo lo alto.
Siento la hermosura del tiempo. La eternidad de los segundos se me aloja en el corazón, sin que alcance a entender el principio y mucho menos el fin. Pero, soy dueña de ese soplo en el que puedo decir que sí y puedo negarlo todo; en el que podría volver a la cama a acurrucarme y darle rienda a ese deseo rebelde de dormir una eternidad o en el que le haría caso a la razón para acatar las obligaciones nuestras de cada día. Elegir: abrir el periódico, encender la radio, mirar la tele o meterme a bañar o detenerme. Imaginar la historia de un pingüino, que decanta en mi cerebro por un proceso de filtración de pensamientos que llega a mí casi por osmosis o ponerme seria y hacer lo que toca. Escribir lo que tengo o lo que quiero.
El aire matinal me seca los ojos. Abro y cierro los párpados. Todo tiene su tiempo y siento que los segundos están entre mis dedos. Me creo que los puedo sostener entre el índice y el pulgar, que puedo jugar con ellos y hacerlos rodar por las puntas del meñique y el dedo medio, que se atoran en el aro de mi anillo matrimonial, que brincan al centro y que los puedo frotar entre las palmas si junto la mano derecha e izquierda. Tan míos y tan maleables que los puedo hacer una bolita manejable que rueda por el dorso, entre los nudillos y pasa por la línea de la vida. Miro la bolita con atención. Son tantos segundos que se vuelven minutos, horas, días, años. En esa eternidad esférica caben todos los momentos. Al ser tan redonda, el instante de nacer se apareja con el tiempo de morir; el minuto de plantar se acomoda con tiempo de arrancar lo plantado; el día de la enfermedad se junta tiempo de curar; la semanas de destruir se reúnen con el tiempo de edificar.
En fin, en esta esferita que podría estar hecha de plastilina, de arcilla o de barro se revuelven los tiempos de llorar a gritos y de sollozar en calma, de reír a carcajadas y de aguantarse la risa; los que se usan para quejarse y para bailar. En mi bolita no hay nada distinto a lo que puede haber en otras bolitas, en la tuya o en la de alguien más, pero ésta es la mía. Si la miro bien, ahí está el tiempo en que me tocó esparcir piedras y los años que tuve que meterme todo el aire al cuerpo para volver a juntarlas; están los abrazos que pude dar y las veces en que me quedé con los brazos vacíos. Están los días en que me tocó perder, los años de apretarse el cinturón y guardar, los de desechar, de romper, de coser, de zurcir, remendar. Los instantes para escoger la semilla que lancé a tierra fértil, los de esperar la germinación, los de contemplación del crecimiento, los de separar las espinas y quitar zarzales, los de fruto podrido, los de secarse el sudor de la frente, los de cansancio extremo y de cosechas de abundancia. Están las palabras dichas y las escritas.
Están las batallas que se libraron acompañada y los que tuve que ir sola, los desmayos del corazón, las alertas rojas y los días de triunfo, alumbramiento, de elevar la diestra, los de agradecer.
Es verdad que un día puede parecer mil años y que mil años pueden parecer un día. Es cierto que un segundo puede ser la bolita que se convierte en una liga que puedo estirar. Los momentos corren rápido cuando hay que ganar y se ralentizan cuando llega el tiempo de callar, se mueven a prisa si llega el tiempo de hablar, de arrullar, amar, y de aborrecer; se pasa lento cuando hay que regañar, reflexionar, esperar y dudar. Sobre todo eso, dudar. La certeza dura muy poco, apenas puede abrirse paso entre la incertidumbre. Las fieras del tiempo me muestran sus garras y quieren darle un zarpazo a la esfera del tiempo. Siento el soplo que entra en la nariz y el polvo del que estoy hecha se vuelve piel.
Aprieto los puños y busco la palabra que no me piden. Entrebusco en los bolsillos de mi pijama para ver si se me quedó guardada alguna noche húmeda, alguna ciudad interesante, los juegos infantiles de lastrais o la emoción de la ruleta y las apuestas al cinco, aquel viaje divertido por el mar Egeo, un mendrugo de pan salado, la última gota de esa copa de vino tinto o el trago amargo de una cerveza oscura o la dulzura de ese pan de mantequilla con chocolate, el beso que me robaste, un metro de tela cuadrada o un palmo de asfalto de esa carretera, un ladrillo de Arimatea, la mano de mi marido, serrín de la Cuesta de San José, la risa de una hija, la llave de Centenario, la Luca y Vito, entre el Globo de Gis, la taza de Chai, el Tiliche, una moneda de Shekel, la voluntad de la otra hija, el mago de Coronel, el piso de Sacramento, la caja registradora, la acción positiva, las caricias de mi madre, las habichuelas del gigante, los consejos de papá. No hay nada en ese bolsillo más que una pluma y un borrador, pero aprieto más fuerte los puños para que no se vayan a salir corriendo, para que no huyan.
La palabra que no me piden se esconde entre el tiempo de guerra y tiempo de paz, entre la tinta y el corrector, entre el silencio y la palabra. Las manecillas del reloj aprovechan para desatarse y salir corriendo a jugar. El tiempo se sale por el hoyito que dejaron en el centro de la carátula del reloj como si fueran hormigas que saltan por el agujero del hormiguero y se apresuran a traerle de comer a la reina. La carátula se derrite y la persistencia de la memoria me adormece como el veneno fórmico de un piquete. Me rasco fuerte. Cierro los ojos, fijo la mirada en aquellas caras de mis parientes, de aquellos con quienes tengo un lazo en común, de los que están al alcance de mi mano y de aquellos a los que no he visto en tantos años y por los que duele el corazón sin saberlo; de mis amigos y de los que no lo fueron. Veo las caras de los que elevaron la quijada de burro y me la encajaron en el cráneo y las expresiones de aquellos que sin esperarlo recibieron la puñalada que les di a la mitad del pecho.
Suenan las campanas del reloj de piso. Un Mercedes Benz pasa a toda velocidad por la calle. El claxon de un Toyota café se oye a lo lejos. Se escucha el encendido del motor de un BMW, la camioneta Journey sale de la puerta de la cochera y lo sigue el Seat color de rosa. Todo se interrumpe al ponerse en movimiento. La ciudad despierta, entra el calor. Los segundos regresan a toda prisa al hueco de la carátula, el reloj se rigidiza, las manecillas ocupan su lugar, el segundero vuelve a saltar por los sesenta puntos del carillón, el olor a café llega desde la cocina, la vecina de enfrente sale corriendo con dos bolsas de plástico azul muy claro, el policía pedalea su bicicleta, la bocina grita que hay tamales oaxaqueños calientitos. Una mujer está a punto de cruzar la calle y está mirando la pantalla de su teléfono, un joven aprieta el manubrio del acelerador de su motocicleta y se distrae con el mensaje de texto que le acaba de llegar. Ninguno se detiene. Se oye un grito, luego otro, luego muchos. Mis ojos se humedecen. Quiero ganarle al tiempo. Sé que no voy a poder. Cada uno tiene el suyo y es pasajero.
El mar sigue moviéndose en la orilla, aunque no lo pueda ver. Los trenes siguen saliendo de las estaciones, aunque yo no los vaya a abordar. Los barcos habrán de zarpar, los aviones de despegar. Pasa también mi sombra, mi huella, mis años y el viento que se ha quedado en los muros. Un tiempo mío está inscrito en las olas del mar pacífico, en las orillas de la playa de arena radiante, en las copas del álamo y del pino, en el rincón entre la realidad y sus fronteras. Así pasa en el tiempo otoñal, en ese peligroso perímetro que se forma entre mi cumpleaños y los días de Navidad al filo de la luz, cuando amanece.