Esta historia me la contó mi amigo poeta, César Millahueique, autorizándome a transformarla en crónica, lo que intento hacer enseguida. Por lo tanto, cualquier falla u omisión en su escritura correrá por cuenta mía. Dicho esto, paso a relatarla.
Soy bastante menor que tú, Moure, y estoy al día con los avances tecnológicos de la comunicación… Ahora mismo celebraba yo la noticia de la instalación de un larguísimo cable submarino de fibra óptica, desde el Canal de Chacao hasta Punta Arenas, una distancia de tres mil kilómetros en el fondo del mar tempestuoso del Sur. Un esfuerzo monumental, que optimizará las comunicaciones virtuales... Sí, ya sé que tú estás al tanto y que navegas como un pez por los arroyos de la cibernética, pero escucha lo que voy a contarte al respecto.
Contraté para mi departamento el mejor plan de internet y televisión por cable del mercado. Los primeros quince días funcionó de perillas, regalándome esa fruición silenciosa que es la respuesta instantánea a la tecla que oprimes, como si fueras un pequeño dios para quien la palabra se vuelve la cosa misma y el hecho se hace fulgor inmediato al pulso de tu voluntad. Fueron dos semanas fructíferas: escribí veinticinco poemas y seis proyectos culturales para el directorio de la SECH… Pero no debemos saborear la buenaventura, Moure, porque los dioses paganos, en los que tú y yo creemos, se tornan veleidosos y nos golpean, al menor descuido, con la vara del infortunio.
A las nueve en punto de la mañana siguiente, abrí mi correo para leer y contestar los mails más urgentes. Cuando le escribía al presidente de la SECH, se cayó la señal y no hubo caso de recuperarla. Telefoneé a la compañía. Después de una veintena de grabaciones, un ser humano, al parecer de carne y hueso, me respondió, recomendándome que reiniciara el router y verificara las conexiones. Cumplí rigurosamente sus advertencias y nada… Volví a clamar por ayuda. La voz, no obstante cálida y centroamericana, me aseguró que el problema no era de ellos –los impersonales y anónimos mandantes sin tacha- sino de mi domicilio, o del edificio o del block o de la madre que la parió…
Cuando estuve al borde de putearla (a la voz), ella me sugirió adquirir, a módico precio, un repetidor de señal. Acepté, comprometiéndome verbalmente ante una grabadora que bien pudo ser el Señor K… sí, el del Castillo, entregándole mis datos de nacimiento y procedencia.
Esa misma tarde apareció un técnico portando el adminículo mágico. Lo instaló en pocos minutos, midió la frecuencia de la señal y me aseguró que yo contaba con una potencia de gigas que hubiese enloquecido al mismísimo Thomas Alva Edison.
Después de retirarse el sujeto, me senté ante el computador, constatando el sabroso vértigo de la velocidad. A las nueve de la noche, cable mediante, disfruté tres sucesivos documentales marinos de la BBC de Londres… Me dormí como cuando era niño, en Temuco, sumergiéndome en la placidez de la crédula inocencia.
Desperté lleno de energía. Me recordé, como decía mi abuela, porque el despertar es la recuperación de la memoria después del olvido nocturno. Encendí el computador… ¡Mierda!, no había señal. Insistí media docena de veces. Nada.
Sí, Moure, tengo más paciencia que un labrador gallego. Me preparé un mate y lo bebí en el único sofá que poseo, mirando la silueta de las palmeras que crecen junto a mi ventana. De pronto, advertí unas extrañas formas que se batían al compás de las hojas. Me acerqué para cerciorarme. Eran una camisa y dos pantalones secándose al sol, colgados por mi vecina Julia, que tiene el prurito de meter hasta el gato en su lavadora automática. El estremecimiento de una súbita revelación me invadió:
Sí, las prendas colgaban del cable de fibra óptica que trae la bendita señal. Esa, y no otra, era causa de las constantes interrupciones y caídas de aquel soplo augural.
Bajé al primer piso, respirando pausado y hondo, como aprendí en las clases de yoga. Doña Julia me recibió con su ancha sonrisa provinciana… «Sí», me dijo. «Yo cuelgo ahí la ropa, porque no tengo un lugar mejor que ese, al solcito de la tarde… Usted no se preocupe, don César, que una vez seca la ropita, le desocupo altiro su alambre…».
Le expliqué las razones para que no volviera a repetir aquel uso infortunado; le sugerí que utilizara un cordel para colgar las húmedas prendas. Me respondió que carecía de dinero para comprarlo, argumentándome:
«Quién me lo iba a instalar… Yo soy sola, don César, no tengo a nadie, y además veo pura televisión abierta».
Me ofrecí a comprarle la lienza salvadora y a instalársela yo mismo.
«Bueno», me dijo. «Le acepto y le agradezco su apoyo; usted es un vecino ejemplar. Si todos fueran así, nunca habría conflictos en el block».
Le recomendé a César que tuviese cautela, sobre todo al escribir sus ambiciosos proyectos para el Fondo del Libro, porque uno nunca sabe cuándo hay ropa tendida…