Desde la ventana del dormitorio, en nuestra casa de Ñuñoa, veía yo la figura del automóvil, delineada bajo la ancha silueta de las cumbres nevadas, mirando hacia el oriente. Parecía un modelo de finales de los 30, un Ford 1938 de cuatro puertas, estilo redondeado, con grandes tapabarros delanteros y larga pisadera, con maletero que semejaba una mochila adherida a la popa del potente carro. Así lo imaginaba yo, descifrando aquellos trazos que se destacaban cuando buena parte de la nieve se desprendía de la piedra azulada, en una visión que se hacía nítida en los albores de septiembre. Era mi propio coche, algo inclinado. Parecía descender la montaña en procura de nuestra casa. Quizá llegaría a estacionarse frente a ella, para llevarnos de regreso al País de Nunca Jamás.
Por aquella época –fines de los 40 o comienzos de los 50- poseer un automóvil era signo de prestigio social y económico, más aún si lo conducía un chofer, como era el caso de don Carlos Montebruno, el último pretendiente de mi abuela, que poseía un Cadillac blanco y un Buick negro, en perfecta sincronía integradora… Hoy en día, la vulgar democracia del consumo permite a quien sea ostentar un coche reluciente y veloz; hasta los poetas se movilizan en cuatro ruedas, y deben aparcarse, durante media hora, antes de iniciar sus recitales líricos o sus talleres de iniciación en la Casa del Escritor.
Yo sé que mi padre aspiraba a comprar un automóvil, para pasear a los once integrantes del núcleo Moure Rojas (incluyo a la abuela Fresia). Nunca pudo cumplir aquel sueño burgués, que para él no significaba ascenso en la escala social, sino un modo cómodo y expedito de trasladar a la prole numerosa y a la parentela allegada a la casa, que hacía subir el guarismo hasta el número catorce...
Los fines de semana, cuando éramos invitados a Chacra El Olivo, debíamos recurrir a un taxi antiguo y económico, un Ford A, propiedad del Tigre Sorrel, famosísimo wing derecho de Colo Colo y de la selección chilena, por entonces jubilado. Amantes del fútbol y bisoños jugadores, viajar en aquel amplio y asmático automóvil, constituía para nosotros los varones un placer y un desmesurado honor. A las 10:00 en punto llegaba el negro Ford a buscarnos. Al lado del astro conductor, se acomodaba mi padre, con la bella Beatriz en sus brazos, o con el menor correspondiente, antes de que ella naciera, pues en todo vivimos marcados por la auspiciosa sucesión de los nacimientos. En el asiento trasero, se acomodaban nuestra madre Fresia y el resto de la prole, abigarrada y expectante.
Si nos acompañaban la abuela Fresia y el tío Adolfo, entonces mi padre montaba su roja bicicleta Peugeot y sobre la barra, en improvisado cojín, cargaba con uno de los varones que estuviese dispuesto a la travesía de siete kilómetros y medio hasta Vivaceta con El Olivo.
No imagino hoy cómo habrá sido el regreso, al caer la noche, de ese vigoroso ciclista que comía y bebía como un larpeiro en aquella mesa del condumio como no se encontrará otra en el mundo, dispuesta para cuarenta o más comensales de galaico apetito y de lengua vivaz. Sólo puedo decir que el gallego jamás flaqueó en el intento, aunque arribara como un potro sudado.
En los años de la ferretería, allá en La Cisterna de los 60, cuando mi padre fuera desplazado por su flagrante incapacidad para generar recursos económicos suficientes, en medio de la nueva administración del negocio vislumbramos la posibilidad de adquirir un automóvil para la familia. Un asiduo cliente nos ofrecía su Buick 38, un coche de grandes dimensiones en el que cabían seis adultos sentados con holgura, más tres o cuatro niños.
Probamos aquella joya automovilística. Recién yo había aprendido a conducir –en sentido figurado, entiéndase- en el camión de Armando Agüero. Esta vez lo hice con mi padre como copiloto, mi madre y algunos de mis hermanos atrás. Después de un paseo hasta San Bernardo, dimos al unísono el visto bueno. El precio nos pareció conveniente para ese vehículo de impecable comportamiento.
Al día siguiente, yo, que a la sazón administraba el negocio –como lo haría durante varios años-, bajo la tuición benefactora del tío Pepe, propuse a éste aprovechar aquella oportunidad inigualable. No lo estimó así nuestro favorecedor, diciéndome, sin ambages: «No es ninguna prioridad para ustedes comprar un automóvil. Pueden arreglárselas sin él. Tenemos otras urgencias que subvenir».
Aunque en aquel momento doliera la negativa, hubo algo de certero en ella, sobre todo cuando en el caso de mi padre y en el mío, ambos llegamos a ser «peatones de alma», caminantes por amor y convicción, renuentes al forzoso acarreo motorizado.
Ahora que vuelvo a mirar la cordillera por las tardes, desde una perspectiva inclinada hacia el norte, busco la silueta del automóvil de la infancia. No ha desaparecido, pero se aprecia más desvaída y borrosa. Será porque el tiempo desgasta los sueños, aun cuando sus siluetas hayan sido delineadas en el granito por nuestra imaginación esperanzada. Tampoco septiembre es el mismo ni sus brisas traen la anunciación gozosa de otras primaveras, debido al quiebre de ese hechizo, hace cuarenta y seis años, bajo el odio de aleves artillerías.
Leí esta breve historia a mi hija Sol, mostrándole el lugar del monte San Ramón, donde sigo viendo la silueta del coche. Ella tiene buena vista, pero no logró hacerse de aquella imagen… Tal vez no sea más que una ensoñación o una metáfora: yo mismo y también ese airoso automóvil.