Ha bajado la temperatura más de 10 grados. Ayer llovió intensamente, el termómetro de casa marca 24º C y sopla un poco de viento. El verano agoniza lentamente y en pocas semanas inicia el otoño. Un ritual que se repite cada año, un subseguirse de estaciones, de colores y atardeceres en fuego. Y así pasa el tiempo y la edad se siente en los huesos. Amanece siempre más tarde, en mis paseos encuentro la gente que saca a pasear sus perros. El parque se puebla de voces, sonidos, pasos y silencio. A menudo encuentro el mismo viejo sentado en el mismo banco, paseando el mismo y diminuto perro. Me mira, lo miro, nos saludamos sin decir nada y sigo caminando y un nuevo día inicia entre las sombras, la vigilia y los sueños.
La soledad es como una sombra que te sigue. Se abre paso cuando avanzas, retrocede, cuando te detienes y te vuelve a seguir, cuando decides retornar. Hay una parte de ti mismo que no reconoces y que tienes que aceptar para ser tú mismo y mientras camino bajo el tenue sol de las primeras horas de un día de septiembre, pienso en todo lo que llevo conmigo y lo que he dejado atrás. Uno nunca termina de descubrirse, conocerse y siendo así, cómo es posible que me conozcan los demás. Hay verdades que desconocemos y mentiras que consideramos parte de nuestra identidad. El pasado ya no existe. No tiene sentido buscar lo que es sólo un recuerdo y, sin embargo, lo que fuimos es parte de un efímero presente, que a menudo nos separa de la realidad.
Y así, después de todo, me digo que no estoy solo en un mundo de amores imposibles. La belleza no tiene dueño ni la imaginación tiene límites. Hay un drama detrás de cada persona y basta observar y escuchar para entender que las atrocidades también tienen sus lados sutiles. Todo está tan lleno de historias y la vida es un tejido de cuentos, que nos unen y definen. Por estas calles encuentro a menudo las mismas personas. El señor despeinado que habla solo, la señora con su perro y sus miedos y la joven de los ojos tristes. A cada uno le doy un nombre que lo describe y cada vez que me cruzo con ellos, anoto mentalmente un nuevo detalle, que hace sus existencias más enigmáticas y sublimes. Estos son los seres que pueblan mi universo, personajes de libros sin texto, que caminan, respiran y viven.
Sin embargo soy distinto. Somos parte del mismo mundo. Nos encontramos por la calle, nos miramos de reojo y nos reconocemos. Pero lo que ellos sienten y encierran lo puedo intuir indirectamente sin estar casi jamás totalmente cierto. De la misma manera, me ven ellos. Uno que pasa por la calle, que camina, se detiene, observa. Uno que lleva un periódico o un libro bajo el brazo y que se sienta a leer en un banco, olvidándose del tiempo o que toma nota, mira las flores, cierra los ojos para sentir el viento y a menudo lleva sandalias sin calcetines, sigue las nubes y los pájaros en vuelo. Un día, una de las personas que encontraba, no apareció más. Lo llamaba Aurelio, que era el nombre de su perro. Era viejo, caminaba lentamente, fumaba, y en las mañanas temprano era uno de los primeros en poblar las calles con su tos ronca y seca, sus zapatos gastados, su cansancio de décadas y su silencio.
La vida son momentos, situaciones, sensaciones y recuerdos. Atados los unos a los otros por la continuidad insistente de los sentimientos, que abren y cierran puertas, guiándonos sin decir nada, como si fuéramos sordos y ciegos. Lo único que nos queda es sentir, aprender y vivir. Estar presentes a pesar de las ausencias, heridas y derrotas para afrontar el presente humanamente, sabiendo que al final perderemos. Por eso los años son escuela y nos enseñan a golpes que, a pesar de todo, vale la pena ponerse en juego.