El desarrollo de la economía real no tiene nada que ver con la ciencia económica. Aun cuando se las enseña como si se tratase de matemáticas, las teorías económicas nunca tuvieron la menor utilidad práctica.
(Karl Popper)
La prensa financiera internacional está llena de comentarios, análisis y crónicas repletas de referencias a las teorías económicas. Como si este modesto servidor, que en otra vida estuvo ligado a las obras civiles, no pudiese contar el más mínimo chascarro sin hacer referencia al teorema de Pitágoras, o sin citar el cálculo que Tales hiciera al pie de las pirámides de Egipto.
El desastre que nos rodea es tan evidente que hasta a los más encumbrados defensores del capitalismo les entran dudas y, en medio de su desamparo, echan mano al dogma.
La revista The Economist, por ejemplo, en su edición fechada el 23 de agosto, se pregunta Para qué sirven las empresas, como si no lo supiera, y se apresura en ofrecer algún indicio: «La competencia, no el corporativismo, es la respuesta a los problemas del capitalismo».
Por corporativismo hay que entender carteles, colusiones, oligopolios y otros contubernios varios, cuya maldad afecta la legendaria eficacia de la libre competencia.
Uno se desayuna, visto que el libre mercado se impuso, que la libre competencia sin trabas y sin manipulaciones forma parte de la Constitución de la Unión Europea, que China adora las virtudes del libre mercado, que el tercer mundo baila al son que le toquen y que solo Donald se pasa los consejos de los economistas por la rabadilla.
Así, según The Economist, los problemas actuales estarían ligados a las malas prácticas de algunos perversos empresarios (eso… ¿existe?) que los sitúan en posición indebidamente ventajosa de cara a sus nobles y caballerosos competidores.
John Kenneth Galbraith, en la primera mitad del siglo XX, le quitó las legañas a la comunidad financiera yanqui mostrándole que lo que la teoría negaba, existía en la realidad y no poco: los monopolios, los duopolios y los oligopolios que se distribuyeron América y el mundo. Economistas, periodistas, parlamentarios, gobernantes y otras gentes de bien, abrieron los ojos espantados. What?! How can it be possible to have such monsters out there?
Afortunadamente en la era luminosa de nuestra no menos luminosa modernidad ya no hay ni monopolios, ni duopolios, ni oligopolios, ni siquiera colusiones, y aun menos prácticas financieras de dudosa moralidad que pudiesen arrojar el velo de una sospecha, o las tinieblas de una fantasmagórica sombra, sobre los virtuosos actores del libre mercado.
La nota de The Economist intenta, tal vez, infiltrar subrepticiamente la duda en las mentes de quienes se aprendieron de memoria el Credo capitalista de nuestros días, nowadays Creed, ese que nos llevará al paraíso en la Tierra. O bien, esta es otra teoría, echarle la culpa del desastre a una falta de capitalismo, como no hace mucho la URSS y los socialismos reales culpaban de todo a la insuficiencia de socialismo.
Resumiendo, todo iba bien, –casi puse deputamadre–, hasta que algunos malvados cometieron el ilícito (digo, para utilizar la lengua del circo chilensis) que consiste en cagarse en la libre competencia estableciendo ventajas ilegítimas, situaciones de renta, carteles, oligopolios, colusiones y otras maniobras que perturban el natural y muy eficiente funcionamiento de los mercados con la eficacia que les es tan propia y consustancial.
La solución, como se dijo, consiste en más capitalismo según lo que la teoría dice sobre el capitalismo. Santo remedio, El libre mercado, la libre competencia, o para decirlo en lenguaje hayekiano, la libertad, así a secas, hará de pomada wirasacha.
De paso, señala The Economist, en los últimos años, –coincidentemente aquellos del dominio del neoliberalismo, o capitalismo a la brutanteque–, se produjo un cambio, ¡Oh cuán estimulante para la fértil pradera de la producción de riquezas!, que consistió mayormente en reducir la remuneración del trabajo, para acrecentar la remuneración del capital:
Pero después de la estagnación de los años 1970, se afirmó el poder de los accionistas, las empresas buscaron maximizar la riqueza de sus propietarios (hasta entonces los accionistas eran todos verdaderas madres Teresa de Calcuta – n. del A.) y, en teoría, de ese modo maximizar la eficiencia. Los sindicatos periclitaron, y el poder de los accionistas conquistó América, luego Europa y Japón en donde aún está ganando fuerza. A juzgar por los dividendos recibidos, triunfó: en América (USA) los dividendos subieron del 5% del PIB en 1989 al 8% del PIB ahora.
Lo que trae al magín las teorías desarrolladas por Thomas Piketty, a propósito de las desigualdades. Como expliqué en mi nota La pasión Piketty III, el autor de El Capital en el siglo XXI sostiene que siglos de lucha de clases no mejoraron en nada la condición de los asalariados. De modo que en el tercer capítulo de su libro La economía de las desigualdades, explica cómo y porqué la causa mayor de las desigualdades no se encuentra en la injusta distribución de la riqueza creada –el valor añadido– entre el capital y el trabajo, sino en la desigual distribución de los salarios entre los asalariados.
Piketty escribe:
la parte más importante de las desigualdades de ingreso se explica hoy en día, y sin duda desde hace mucho tiempo, por las desigualdades de los ingresos del trabajo.
A Piketty se le puede criticar lo que se quiera, pero no se puede desconocer el arduo trabajo que se dio durante más de 15 años reuniendo datos estadísticos de numerosos países, para luego procesarlos minuciosamente ordenándolos primero, dándoles una forma compatible luego, limando asperezas conceptuales enseguida, intentando ofrecerles la coherencia que no tuvieron en su origen más tarde, hasta llegar a construir bases de datos gigantescas que le sirvieron para extraer las conclusiones a las que llegó y que constituyen el meollo de su segunda obra magna.
Lo terrible es que ahora viene la pinche revista The Economist y le aportilla los 15 años de trabajo, a partir de un simple dato cuidadosamente calibrado, en un solo país (los EEUU), que muestra exactamente lo contrario de lo que teorizó Piketty.
Las desigualdades, contrariamente a lo que pretenden sus teorías, no tienen que ver, ni siquiera secundariamente, con la estratificación de salarios entre trabajadores bien pagados y currantes pagados con puñados de arroz, sino con la progresiva acumulación de la riqueza en una minoría de capitalistas que concentra cada vez más riqueza hasta llegar a niveles absurdos.
En eso, The Economist puso el dedo en la llaga. Contemporáneamente, TIME Magazine ofrece elementos que confortan las conclusiones a las que llegamos quienes sostenemos que la tendencia a la acumulación desmedida –ya descrita por Karl Marx en el siglo XIX– es consustancial al capitalismo.
TIME Magazine, en su edición de la misma fecha, el 23 de agosto, publica una nota titulada Bajos salarios, acoso sexual y propinas aleatorias. Esta es la vida en el floreciente sector de los servicios en los EEUU. El autor de la nota explica:
La expansión económica de la última década ha sido una bendición para quienes están en la cumbre de la escala económica. Pero ha dejado millones de trabajadores atrás, particularmente los 4,4 millones de asalariados que dependen de las propinas para ganarse la vida, de los cuales dos tercios son mujeres. Aun cuando los salarios han ligeramente aumentado –muy lentamente– en otros sectores de la economía, el salario mínimo para una camarera y otros trabajadores que reciben propinas no se ha movido desde el año 1991. Efectivamente, hay un salario mínimo federal totalmente separado para quienes reciben propinas. Él varía de un Estado a otro desde tan poco como US$ 2,13 por hora (ese es el salario mínimo federal para quienes reciben propinas) en 17 Estados incluyendo a Texas, Nebraska y Virginia, hasta US$ 9,35 la hora en Hawái. En 36 Estados el salario mínimo para este tipo de asalariados está por debajo de los 5 dólares la hora. Legalmente, se supone que los patrones deben pagar la diferencia cuando las propinas no cubren el monto del salario mínimo, pero algunos restaurantes no controlan eso debidamente y la ley se aplica raramente.
Para aclararnos las ideas, un salario mínimo federal de 2,13 dólares la hora da, al cambio de hoy, exactamente 1.533 pesos. Para quienes trabajan en Chile 198 horas mensuales, eso da la astronómica cifra de 303.534 pesos al mes. Pero como queda dicho, ese es el salario mínimo en los EEUU, para trabajadores en cuyo oficio se reciben propinas, propinas que, precisa TIME Magazine, son extremadamente aleatorias. Salario mínimo que por lo demás, no ha conocido el menor incremento… ¡en los últimos 28 años!
Tales trabajadores viven solo parcialmente de su trabajo. Como dice TIME Magazine, comen gracias a las Food Stamps (tickets de comida para indigentes) y no teniendo seguro médico deben acudir a la Medicaid (asistencia médica pública para indigentes) porque raramente logran ganar el salario mínimo federal para todo tipo de trabajadores: 7,25 dólares la hora.
En las elecciones presidenciales precedentes, las que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca, Bernie Sanders –candidato demócrata de izquierda– exigió un salario mínimo federal de 15 dólares. Hoy por hoy, prácticamente todos los candidatos demócratas incorporaron esa exigencia en sus programas.
En eso estaba mi reflexión cuando un estudio realizado por el Economic Policy Institute de los EEUU llamó mi atención.
Según lo analizado por esos tigres, entre los años 1978 y 2018 la remuneración de los patrones de las 350 más grandes empresas yanquis aumentó en 940% (novecientos cuarenta por ciento).
En el mismo periodo, el incremento de la remuneración de un trabajador cualquiera creció en solo un 12%.
En el año 1965 un patrón ganaba, en promedio, 20 veces más que un asalariado. En el año 2018, un patrón ganaba 221 veces lo que gana un currante.
La remuneración anual promedio de un gerente general estadounidense alcanza en estos días aciagos la módica cifra de 14 millones de dólares.
Alguna vez, hace unos años, analizando los Annual Reports de una gran empresa minera presente en Chile, llegué a la conclusión que su Gerente General, confortablemente instalado en Suiza, ganaba el equivalente de 2.000 millones de pesos al mes. Cierto, las operaciones en Chile no cubrían todo ese monto, sino solo un tercio. Pero 700 millones de pesos al mes no me parece un salario reguleque, sobre todo cuando sé, por otros análisis financieros, que Julio Ponce Lerou, sin hacer nada, o sin hacer mucho, ganaba en esa época 700 millones de pesos al año.
En fin, que como te decía al inicio de esta parida, hay que joderse y tragarse cada día el inmarcesible genio de los economistas que elucubran teorías descabelladas para explicarnos que los culpables de nuestra propia miseria somos nosotros, los que enriquecemos al riquerío.