Mi hermano Antonio, de alcume o apodo familiar Toño, primogénito entre ocho hermanos, nació el 12 de agosto de 1939, hace ochenta años.
Nadie nos advirtió que el tiempo iba a pasar como un celaje ni menos que íbamos a llegar a una edad avanzada, dueños aún de esta llave de la memoria que suele estragarse sin misericordia.
Pero aquí estamos, recordando desde los afectos, en el intento infructuoso por recuperar el tiempo perdido.
Extraigo de mi libro La Voz de la Casa, este retrato memorioso de Antonio Moure Rojas, mi querido hermano, como un modesto agasajo de cumpleaños.
Toño
— ¿Te acuerdas, Toño?
Perseguíamos al pavo... Abría su cola, como enorme abanico blanco y negro. Lo molestamos tanto que voló sobre la tapia, mientras tú le lanzabas piedras con escasa puntería.
Es la primera imagen que recuerdo de nuestra niñez. Era la casa de «Siglo XX», cerca del cerro San Cristóbal... Nos reprendieron por lo del pavo, pero tú reías, esbozabas por primera vez esa sonrisa socarrona que se fue acentuando con los años; la misma que luces ahora cuando hablas de política o de cualquier cosa.
Yo escuchaba decir a diario: Toño es inteligente, es aplicado; puros sietes saca Toñito, el primero del curso... La señora Eduvigis, la directora, estaba maravillada contigo. Desde que entraste al colegio fue siempre así, el «mateo» de la casa, el niño prodigio, dentro y fuera. Y lo aprovechabas bien... Cuando Papá nos distribuía las primeras tareas: el riego del jardín, alimentar a las gallinas, dar agua a los perros; entonces, tú tenías que estudiar, preparabas con celo los deberes para el día siguiente y no podías dedicarte a esos pequeños e insulsos menesteres domésticos.
Cuando se afirma ya un modo de andar característico, qué bien te calzó ese caminar cansino, acompasado, con movimiento de brazos largo, casi petulante. Este niño es igual al padre, decían los parientes. Y aunque Papá se alegraba en el fondo con el parecido, no lo admitía de buenas a primeras:
— Tonterías, yo no camino como este ganso.
Me pegabas a veces; no muy a menudo, pero lo suficiente para afirmar tu superioridad. Y yo pensaba: cuándo seré grande para darte una paliza. Por desgracia, cuando crecí, se esfumaron los deseos de golpearte.
Chacra El Olivo, tardes de sol, días ardientes en los que el aroma a heno se mezclaba con el de las flores, con el olor picante de la boñiga fresca del establo. Nuestras risas llenaban el aire con la alegría indócil y despreocupada de la infancia.
También te distinguías entre los primos; eras hábil con la pelota en los pies. Jugabas al fútbol como argentino y te entendías de maravillas con los mayores, en los pases precisos y en las fintas definidoras. En el tablero de ajedrez, jugador eficiente y despierto. A pesar de tus breves años, todos te mirábamos con respeto.
— Y eras jodido, Toñito... ¿Te acuerdas de la bomba?
Tía Ivonne había pasado los peores momentos del ataque alemán a Holanda. Embarazada, debía correr hacia los refugios subterráneos en medio del estruendo ensordecedor de las bombas nazis que se estrellaban contra el suelo dolorido de Amsterdam.
Era la noche de Año Nuevo, y celebrábamos el cumpleaños de Mamá. Nos habían prohibido los fuegos artificiales, pues alteraban a la tía holandesa, reviviéndole el pánico de explosiones y sirenas.
Poco antes de la medianoche, cuando los comensales alzaban las copas brindando por Mamá, la bomba estalló bajo el ventanal del comedor. Tía Invonne lanzó un grito angustiado, mientras se atropellaba en su boca un cúmulo de imprecaciones en holandés, matizadas con algunos torpes garabatos chilenos...
Papá salió furioso del comedor, correa en mano. Pero Toño no estaba; había desaparecido con el mismo sigilo con que consumó el atentado, con el mismo calculado silencio. Y yo recibí los correazos, firmes y precisos sobre las piernas desnudas, pese a mis explicaciones y fallidas excusas. El primogénito había hecho la gracia de Fin de Año y volvía a quedar impune.
¿Te acuerdas de los campeonatos de atletismo?... Qué bien lo organizabas. Conocías los nombres de los atletas, los récords, los pesos, las medidas... enciclopedia deportiva. Cómo nos esforzábamos, con qué dedicación, constancia y seriedad el grupo de parientes y amigos participaba y competía.
Las empleadas de la Casa te encontraban apuesto; tan atractivo el jovencito. A los catorce años eras un mocetón. Bellanira te llevaba el desayuno de madrugada, en enaguas, sin sostenes, con los enormes senos cimbrándose como turgentes jaleas. Mamá la sorprendió y la echó de la casa. Una enorme injusticia, ¿verdad...?
Concurrías a las primeras fiestas, acicalado y pelucón, perfumadito el niño. Éste se cree pije, decía Papá, y te amenazaba: Toño, si no te cortas el pelo hoy, te lo rapo mañana con la tijera de podar. Pero eran sólo amenazas, vanas amenazas.
Los perros te desconocían por las noches. Sil, el viejo guardián, te cargó varias veces y te mordió las nalgas en más de una ocasión. Perro de mierda... No, el perro no tenía la culpa; es que esa pinta tuya no cuadró nunca con el resto de la casa ni con el resto de la familia.
Olías diferente y a Sil parece que no le gustó nunca el perfume Lancaster, tampoco el Flaño, pócima de las primeras conquistas.
Para Navidad..., ¿te acuerdas?
Con sutil disimulo deslizaste un petardo encendido en la chaqueta de Manolo. Las «viejas» y petardos que atiborraban su bolsillo ardieron, reventando con estrépito. Parecía un volador el primo, cómo corría tratando de librarse de su propio fuego de artificio.
A los requerimientos de los mayores contestaste con una calma asombrosa:
— Unos niños lanzaron una "vieja" desde la calle y cayó justo en el bolsillo de Manolo...
Era inverosímil, pero viniendo de ti todo parecía creíble. Se la tragaron. Como tantas veces, tu rostro impasible los dejó sin argumentos.
Hermano, la vida parece ser, en gran parte, quizá toda, recuerdos, recopilación de imágenes. Tendrás de seguro otras remembranzas más nítidas, más gratas o reales, como tus amores o tus sueños de niño. Solo he querido reflejar, con estas palabras del escriba que recorre las habitaciones vacías, algo de lo que has sido para mí, o para nosotros, hermanos de otro tiempo, desde tu lugar destacado en la casa.
Y es curioso, pero con el transcurrir del tiempo nuestro deseo febril de crecer (te afeitabas antes de tener bozo y esparcías grasa de carreta en el pubis) se ha convertido en melancólico anhelo de rescatar la niñez perdida, pero no olvidada, desde los arcanos de la memoria…
— Toño, no te apures, la profesora volverá a ponerte nota siete.