I
El sótano de la vecina era un tema recurrente en las cavilaciones de mi perro callejero. Sí, era callejero. Un día decidió pararse afuera del solar de la casa de al lado, y la dueña de la casa sencillamente se rehusó a aceptar una maldición más del entorno. Las langostas se habían comido todos los frutos de su jardín: rosas, bulbitos sin nombre. Arrasaron con todo. Después de eso se le escuchaba murmurar pasajes del Éxodo, y no salió más de su casa. Supongo que no tenía a dónde más ir: su marido la había dejado al fallecer una tarde escurridiza durante las vacaciones de verano —de ésas que huelen todavía a polen, porque mayo todavía no acaba, pero que ya saben más bien a sudor discreto y a ropa que se encoge hasta más arriba de las rodillas—, y tras su silencio, la propiedad se convirtió en blanco de guerra para las plagas. Un perro callejero era un preámbulo de otra más.
II
El perro se hizo mío porque así lo quise. Nunca lo adoptamos, pero ciertamente le dejábamos comida después de que se cansaba de aullarle a la puerta de la vecina. Siempre era igual. Llegaba al medio día y le ladraba unas cinco veces a intervalos cortos. Luego, como un barco de vapor, exhalaba tres aullidos guturales largos, y rodeaba la casa con paso lento hasta el jardín de atrás. Ahí rascaba la puerta del solar, que daba al sótano, hasta que la mujer salía enfurecida a asustarlo. Lo maldecía con proverbios polvosos, y el animal la miraba a los ojos unos segundos. Luego se paraba y se iba. A mí la vieja nunca me cayó bien, y el perro me daba lástima: era como ver a Caronte pidiéndole más almas a su superior sin obtener nunca respuesta. Además, nada me costaba soltarle las sobras de lo que habíamos comido el día anterior. Así fue durante los meses que sucedieron al verano posterior a la muerte de su marido.
III
Era común que una vez a la semana —los viernes, creo— la hija de la vecina se apareciera durante la madrugada. Me daba cuenta porque la escuchaba estacionar una camioneta gigantesca afuera de mi casa a eso de las cinco de la mañana: era el rumor torcido de las llantas contra el pavimento deslavado, el motor que se apagaba y unos zapatos de tacón que se apresuraban hacia la puerta de madera a unos pasos de distancia. Alguna vez, por curiosidad, me asomé desde la ventana de la sala para ver cómo era la mujer. Alcancé a ver cómo entraba a la casa de su madre con la mirada sombría. Más de una vez, a la vieja se le olvidó apagar las velas que dejaba sobre la mesita de café que tenía en el jardín. Al llegar el viernes, la hija tomaba los restos de cera y se los llevaba consigo adentro de la casa. Quizá para tirarlos, quizá para guardarlos en una colección cada vez más grande de pedacería. Sin embargo, al amanecer de los demás días, los cabos de vela se amontonaban en la mesita del patio, como almas apunto de desvanecerse.
IV
El perro había dado su ronda general como lo hacía todos los días, a la misma hora. Cinco cortos y tres largos. Rascar la puerta del patio trasero. Aguardar a una distancia prudencial afuera de mi casa para que le diera las sobras. Masticar despacio. Marcharse en silencio. Me metí a la casa después de darle de comer, y unos minutos después, un gato de bigotes largos se sentó en el friso de la ventana de la sala. Me miró con los ojos bien abiertos, bien verdes, bien sabios, bien muertos. Luego se fue con el mismo sigilo que había aparecido. Más de noche escuché la sirena de una ambulancia aproximarse. Paramédicos agitados. Camillas que se azotaban contra el suelo. El raspar de ruedas chiquititas contra el pavimento. Un motor que se alejaba a toda velocidad. Luego, nuevamente el silencio, y los cabos de vela asentados permanecieron encendidos, como esperando a alguien que expiró.
V
El perro no se volvió a aparecer jamás. Unos meses después, por noviembre, la propiedad de la vieja se puso a la venta. Una familia más joven llegó a habitarla, con su propio perro y niños ruidosos. Extrañé mucho a la mascota que nunca tuve. Porque sí, el perro callejero fue lo más cercano que tuve a un animal presente con cierta periodicidad. El sótano de mi vecina se convirtió en cuarto de juegos para los hijos de los nuevos inquilinos. Los cabos de vela no volvieron a amontonarse en el patio nunca, y el jardín volvió a florecer con un aire distinto a la primavera siguiente. Entonces entendí que hay vigías silentes, que se aparecen, como alarmas discretas, sin que nos demos cuenta de por qué están ahí —luego se disuelven con la misma sutileza, y el aire se respira distinto.