El eclipse solar del día 2 de julio de 2019 ha provocado singular revuelo entre los chilenos. Tanto, que por momentos pareció eclipsar el anticipado jolgorio por el encuentro futbolístico en Brasil, entre las selecciones de Perú y Chile, que disputaban el paso a la final de la Copa América 2019.
El presidente Sebastián Piñera, adicto a las exhibiciones públicas, voló temprano a la IV Región de Coquimbo para no perder detalle del acontecimiento estelar, en procura de amigarse con sus conciudadanos, luego de su considerable baja en los índices de estimación pública. Detractores políticos afirman que el mandatario es una virtual metáfora del eclipse económico que padece Chile, desde que asumiera el segundo mandato. Le reprochan que sus promesas de sol permanente para las alicaídas finanzas de la patria se han vuelto una niebla amenazadora.
Y es que los eclipses siempre han inquietado a los humanos, provocando estados de terror atávico, induciendo a vaticinios y presagios sin cuento. Incluso se han dado casos de suicidios cuando, en pleno día, sobreviene la noche. A esto le temían los celtas con horror reverencial, puesto que para ellos la noche precede al día y el terrible presagio penumbroso anuncia nada menos que la muerte del Sol, ahogado en el abrazo ineluctable de las tinieblas.
Los científicos nos explican hoy, muy sueltos de cuerpo, las características del fenómeno estelar y la brevedad inofensiva de la interposición de la Luna en el camino seguro del astro rey; algo así como el paso intempestivo de una fémina frente al televisor, cuando estás presenciando una definición copera a penales: leve, pero terrible. Los miedos atávicos que aún confirman nuestra barbarie, no se satisfacen con las respuestas de la geometría cósmica, y buscan otras contestaciones ante el misterio latente. Brujos y brujas, chamanes y meigas, gurúes y adivinos, lucubran presagios y amenazan con aciagos devenires, mientras cobran a precio de oro cada uno de sus conjuros o paliativos.
El 18 de julio de 1860 se produjo un eclipse total de sol sobre la Península Ibérica. Hoy es claro su presagio: setenta y seis años exactos después, el fascismo español provocaría una funesta oscuridad que duró treinta y ocho años, largo eclipse que advino bajo la mano siniestra del gallego Francisco Franco Bahamonde. Es fácil ahora establecer el vaticinio, pues quién podría negarlo a la luz de los hechos históricos… Quizá por eso, yo siempre he desconfiado de los profetas, porque sus anuncios se conocen después de cumplidos; es como cuando alguien te dice: «Idiota, te advertí que el número de la lotería iba a caer en trece…». Y no recuerdas que te lo haya dicho, pero ahí está el resultado, y dudas, además, porque fulano jamás ha dado en el clavo con las apuestas ni menos con vaticinios comunes.
James Dunne, un inquieto reportero inglés del Daily Telegraph, recorrió Castilla y Extremadura, una semana después del eclipse de 1860, afrontando las tórridas temperaturas mesetarias, con esa delectación británica por el sol y sus esquivos rayos sobre las islas de la hermosa Albión. Iba por los pueblos, montado en caballejo parecido a Rocinante, entrevistando aldeanos y campesinos para recoger impresiones directas sobre el fenómeno. Entre aquellas notas, resaltaba la del suicidio de un sacristán, quien, al producirse el oscurecimiento celeste, creyendo que era el fin de los tiempos, corrió a confesarse, a viva voz, con el cura párroco, acusándose de constantes hurtos cometidos en desmedro de la limosna dominical y de haber tenido sexo con la piadosa hermana del sacerdote. No pudiendo soportar el regreso intempestivo del Sol y la pública desnudez de sus pecados, se colgó de una viga en la sacristía.
James Dunne, continuando su cometido periodístico, abordó a la aldeana Teresa, en el pueblo de El Toboso, cuando ella se dirigía al corral para alimentar a sus ponedoras.
— ¿Qué me puede decir usted del eclipse?, ¿qué le ha parecido?
— Una desgracia, una tremenda fatalidad…
— Entonces, ¿cree usted en los malos presagios?
— ¿Presagios? Nada de eso; yo creo en lo que ocurre aquí, en mi predio…
— Explíquese, por favor.
— Mire míster, cuando se oscureció, así de repentino, mis gallinas se recogieron, como hacen en cada crepúsculo, desde que nacen hasta que se mueren… Y luego, ante el inminente nuevo amanecer, tuvieron que salir del cobijo…
— ¿Y?
— Que se pusieron neuróticas y han estado tres días sin poner un huevo. ¡Mierda de eclipse el suyo!
Como no poseo gallinas ni me atraen los fenómenos cósmicos, no observé el eclipse «chileno». Quise concentrarme en el juego de mañana, no fuera a ser que los peruanos, hijos del Sol, acabasen arrojando a nuestro equipo a una oscura derrota. Visto lo visto... mejor hubiera sido ir a contemplar el condenado eclipse.