Al teléfono Oscar Pedreira, viejo amigo gallego, nacido en A Coruña, emigrante a la Argentina, como mi padre, a los doce años de edad. Técnico industrial en Buenos Aires, comerciante, socio de un bar quebrado (¿pueden quebrar los bares habiendo tantos borrachos como somos?), vendedor de libros; como tal, estrella en ventas de la Enciclopedia Británica. En los setenta del pasado siglo se radicó en Caracas, Venezuela, donde aún posee una librería, con su hijo, negocio hoy al borde de la ruina. Recién cumplió ochenta años (dos más que este cronista), algunas operaciones en el cuerpo que parecen agudizar su cansancio. Está ahora en Chile, en casa de Marisol, su hija, y de su yerno, un joven y pujante ejecutivo de empresa, donde se apresta a pasar una temporada de reposo, junto a los nietos, lejos del tráfago crítico y desesperanzador de la patria de Bolívar.
Me busca porque somos amigos, porque hará un lustro nos contactamos, a través del mundo virtual de Facebook, a raíz de una crónica mía sobre mi inolvidable paisano y amigo, Demófilo Pedreira Rumbo, primo coruñés de Oscar, de quien tengo escritas páginas amables y nostálgicas… Me busca, Oscar – Oscár, como tengo que decirle, a la usanza bonaerense- porque nos vincula nuestro amor por la lengua gallega, que hablamos sin interrupción desde que nos reunimos, de preferencia en algún café o bar, o en El Refugio, el cálido recinto de cobijo fraternal de la Casa del Escritor (mi segundo hogar, que podría devenir en el primero), buscando ese rincón inexpugnable.
— Xa non teño con quen máis falar na nosa lingua ca contigo, amigo Edmundo. En Caracas perdín o contacto cos amigos da colectividade galega; bueno, moitos deles morreran e xa a vida va semellando un naufraxio irremediábel...
— Escoita unha cousa, Oscár, non imos falar eiquí de asuntos tristeiros, non. Faremos coma o meu señor Pai: imos apostar ao positivo, sendo optimistas, segundo dicía el: «Eu son o perfecto optimista, ou sexa, o pesimista convencido». Nin máis nin menos. Non temos mellor filosofía da vida ca retranca (no tenemos mejor filosofía de la vida que el humor gallego y su ironía).
— Manda carallo, Moure, que si podes facerme rir…
Y ríe de buena gana Oscár, con una risa que pareciera mitigar el cansancio de sus ojos estragados y opacos. Continuamos nuestro diálogo, donde se van mezclando los planos temporales: la circunstancia cotidiana y sus conexiones con el pasado, como si todo fuese un mundo presente, situado aquí, en esta mesa del restaurante donde comemos unos emparedados a la chilena, con mucho condimento, y bebemos –él un café y yo una cerveza-.
Nada más memoriosa que una conversación entre dos viejos gallegos que rescatan del pasado remoto las palabras de la tribu, las verbas rumorosas de la estirpe, sin parar mientes en la triste retirada que vive la lengua gallega (galaico-portuguesa) en las tierras de alén mar donde antes se la hablaba, aunque fuese puertas adentro de las casas familiares o de los recintos de las asociaciones gallegas de la América del Sur, donde hijos, nietos y biznietos de emigrantes parecen haber abandonado la herdanza (herencia) lingüística para adoptar los nuevos usos planetarios de un lenguaje desprovisto de los ricos sabores de la antigua prosodia, ausentes los sonidos de esas palabras que nacieron con las onomatopeyas de la naturaleza, con los sones de la lluvia, del viento, con el habla de animales y pájaros, con el aliento de Dios que traía por las noches la vibración del universo para entender la Vía Láctea y su flecha apuntando el Camino de Santiago.
En una de las mesas vecinas hay cuatro jóvenes bebiendo grandes jarras de cerveza. Parecen atender a nuestra extraña conversa. Pregunta uno de ellos a una moza que está a su lado:
— ¿En qué idioma hablan ésos?
— No sé –responde ella…— Pero podría ser polaco.
Se lo comento a Oscár, que está algo sordo. Ríe de buena gana y me dice:
— Ah, Moure, con ista diglosia e o noso acentiño sudamericano, xa matinarán que somos poloneses ou laponeses, cecáis, ou inmigrantes cosacos do río Don…
La diglosia, ese menoscabo o deterioro que sufre una lengua originaria bajo la opresión de un idioma más fuerte y oficializado, como el castellano imperial sobre el gallego, el vascuence y el catalán, que luchan por la supervivencia, apoyándose en las herramientas asaz precarias de los estatutos autonómicos.
De ahí, dialecto, y su significación de lengua prestada, cuyo origen es una suerte de bastardía idiomática.
— Home, Edmundo, sigamos a falar das cousas que nos vencellan; déixate de lucubracións e teorías. Cando viaxaredes á Terra Nai?
— Non sei, Oscár, xa van dez anos da última viaxe e non albisco a posibilidade de salta-lo charco axiña... (No sé, Oscár, ya van diez años del último viaje y no vislumbro la posibilidad de cruzar pronto el charco…).
Nuestra mesa es como una balsa extraviada en un mar donde flotan múltiples embarcaciones extranjeras. Tal vez somos apenas dos interlocutores hablando la lengua de campesinos y marineros, que Oscar Pedreira trajo en su propio fardel, que mi padre y los suyos trajeran en sus sencillas maletas de cartón, hace noventa y cuatro años. Pero alguien dijo –no sé si fue Castelao- que mientras un solo gallego permanezca para hablar el idioma de Rosalía, la lengua pervivirá.
Como si adivinara, porque no he dicho aquello sino para mí mismo, Oscár concluye, después que hemos pagado la modesta consumición:
— Iste recuncho é o noso mundo, amigo Moure. O que nos queda.
Sí, Oscár, este rincón, esta mesa, estas palabras, tu silueta y la mía… nuestro único mundo posible. Como un telón que se desploma, la noche invernal ha caído sobre Santiago del Nuevo Extremo.