Hablábamos por teléfono. No recuerdo qué haya sido lo que me dijo que su marido decía sobre cómo es ella.
— Ten cuidado - la previne —. Al final de cuentas, se puede terminar siendo no lo que uno es o quisiera ser, sino más bien como le parece a los demás.
— Eso lo leíste en Kundera - soltó su respuesta como estocada.
— Pues fíjate que no; se me ocurrió a mí solito -contuve cruzando con firmeza mi defensa.
— Para que sepas, está escrito por Kundera -tentó ahora un mandoble al costado tras liberar su acero.
— Dime por favor dónde -me limité a evitarla mientras la seguía atentamente con la mirada.
— En «La Inmortalidad» - precisó, recobrando su posición de inicio.
— No lo he leído, pero no faltaré ahora de hacerlo - convine, abandonando la guardia.
Le escribí semanas después contándole que estaba leyendo el libro, pero que no me acordaba de qué era lo que por mi parte le había dicho como para encontrar la referencia hecha por ella.
Se desentendió de mi olvido y respondió: Búscalo en la tercera parte, sección: «Asno total».
Por lo de asno, y por lo inmediata que fue su respuesta, pensé que podía ser de guasa; pero no: ahí donde dijo, ahí estaba lo escrito por Kundera:
«En la medida en que vivimos con la gente, no somos más que lo que la gente piensa que somos (…) nuestro yo es una mera apariencia, inaprehensible, indescriptible, nebulosa, mientras que la única realidad, demasiado aprehensible y descriptible, es nuestra imagen a los ojos de los demás».
Le respondí celebrando su memoria para recordar lo que le había dicho, para haber recordado entonces lo que ella había leído y para ubicar ahora la cita. Me contestó comentando que disfrutaba mucho de todas las digresiones del autor, pero que en realidad no había entendido la novela, por lo que se proponía ahora releerla.
A mí me sirvió para discurrir un poco más al respecto. Me reafirmé en que efectivamente pienso lo que le dije; aunque no estoy de acuerdo con lo citado. Es decir: a mi juicio sí somos como le parecemos a los demás, pero para los demás; lo que no quita que seamos como en verdad somos. Es algo en lo que he pensado tal vez desde cuando era niño: me di cuenta de que las personas se forman ideas acerca de uno, y generalmente procuré corresponder a la que cada quién pudiera haberse formado de mí; rara vez traté de contrariarla o que se cambiara. He tenido a su vez claro que tampoco es que los demás me vieran todos de la misma manera; y por tanto traté entonces de corresponder, de nuevo en términos generales, o salvo casos determinados, a las distintas formas en que me pareció que se me veía. Fue una especie de juego para mí mismo: darle gusto a cada quien, que no estoy para ocuparme en tratar de desmentirlos; o quizás tuve siempre la impresión de que el empeño sería difícilmente conducente: una vez que alguien se hace su idea, si ha de cambiarla, no será tanto por lo que uno pueda proponerse.
Ahora bien, a mi juicio esto no quiere decir que por mi parte no sea como a mí me parece que realmente soy; para complacer las distintas ideas que puedan hacerse los demás, es necesario tener bien clara la idea propia de sí mismo: contrariamente a lo que dice la cita, ninguna nebulosa. Otra cosa es que sí, las ideas de los demás pueden ayudar en mucho a verse como es uno efectivamente, delimitando o incluso aclarando con sus distintos enfoques la identidad real que cada quien se reconozca, cualesquiera sean las dudas que se nos planteen por momentos, o en especial en determinados periodos o circunstancias; a más del cambio, que por cierto ocurre, y que por su parte los demás rara vez perciben. En todo caso, ya sea por como los demás lo ven a uno o por como cada uno quiera que los demás lo vean, lo que en definitiva puede quizás considerarse incontrovertible es que el sí mismo de cada quien se modela siempre en relación a los demás; y en cuanto a lo que pueda incidir el propio sí mismo, a no perderse de vista que, cualquiera sea, se ha modelado a su vez antes, quien sabe cómo y desde cuándo, en relación también a los demás.
De manera pues que, habiéndole dado por años tales vueltas al asunto, no era que hubiera leído lo que dije.
Cuál no sería mi sorpresa al reencontrar en otro autor lo siguiente, que había incluso subrayado no mucho tiempo antes de cuando ocurrió mi esgrima con Viviana, que con ella fue el diálogo del inicio:
«...tengo derecho a poder verme de forma diferente de cómo me ven los demás, verme como me dé la gana verme y no que me obliguen a ser esa persona que los otros han decidido que soy. Somos como los demás nos ven, de acuerdo. Pero yo me resisto a aceptar tamaña injusticia (…). Llevo años intentando ser un enigma para todos (…) con cada persona adopto una actitud diferente, busco que no haya dos personas que me vean de igual forma. Sin embargo (…) sigo siendo como los demás quieren verme. Y por lo visto todos me ven igual, como a ellos les da la gana…».
Tengo acuerdos y desacuerdos con esta cita: en partes tiene mayor semejanza con lo que pienso, pero en parte para sostener justamente lo opuesto; supongo sin embargo que las coincidencias y diferencias no sean difíciles de observar y que puedo por ende omitir las precisiones. Pero quisiera mencionar algo distinto: una convicción que, con lo ocurrido, se me volvió a hacer presente.
Había pues leído lo que dije, o algo relacionado de más o menos el mismo tenor; y hasta lo había subrayado. La convicción es ésta: se aprende, se retiene o se percibe, lo que básicamente ya se sabe, se ha pensado o advertido; aunque no se sepa que se sabe hasta que se encuentra formulado, incluso cuando es uno mismo quién lo expresa, ya sea de palabra o por escrito.
Tal vez porque me sonó en relación con aquello de parecerse a sí misma, o a como la recordaba, que le dije cuando nos reencontramos, o porque me comentó que no había entendido la novela de su referencia, reparé después en otra afirmación que, si me saltó a la vista, fue entonces porque también es algo en que había ya caído antes en cuenta; pero que leí ahora más adelante en el mismo libro que me recomendó Viviana: «Una novela no debe parecerse a una carrera de bicicletas, sino a un banquete con muchos platos». Dicho de otra manera: no tiene por qué ser un recorrido con pedaleo incesante desde la partida, etapas escalonadas y acelerado trayecto continuo hasta alcanzar la meta; sino una suculenta degustación de bocados de diferente tersura, sabor y aromas, variados y distintos entres sí, pero que se combinen y aúnen desde los entremeses a los postres, y cuyo deleite permanezca. Pensé que podría serle útil tenerlo en cuenta desde el inicio al releer el libro, tanto para su mejor comprensión de la novela como sobre todo para que apreciara lo bien que sí entendía ella al autor, y se la transcribí agregándole: Aparte la cita, el planteamiento a que corresponde está expuesto con mayor amplitud en la quinta parte: La casualidad, punto 9.
Es que como en todo, ya sea en cuanto a parecerse, o a cómo deba ser una novela, hay por cierto distintos pareceres.