Somos dados a añorar el lugar del que provenimos. Las reuniones de connacionales en el extranjero suelen cobrar fácilmente un tono plañidero; al menos las de latinoamericanos, sobre todo si son con guitarra, vino o, más aún, con alguna botella de mayor calibre venida de nuestros países.
¿Qué se echa de menos? Familia, por supuesto, amistades y conocidos, lugares del terruño, comidas; en dos palabras: las raíces; vale decir, los orígenes de nuestra identidad.
Fue durante mi segunda estada en París que escuché por primera vez la siguiente perla, dicha con mucho sentimiento: Me hace falta la cordillera. A decir verdad, no es algo que a mí me haya ocurrido entonces. Pero sí bastante mucho después, en la vasta planicie urbana de México D.F. donde, sobre todo el primer tiempo, orientarse sin la cordillera, que en Chile está por el contrario a la vista casi en todas partes, era una verdadera dificultad; opté por circular con una brújula.
Lo de la cordillera debe ser un tópico, pues lo reencontré también durante los años pasados en México en declaraciones de un autor de mi país exiliado en Europa, quien habría dicho algo así como: No echo de menos las empanadas ni la cordillera, pero sí la historia, la política y la gente. Me sentí básicamente interpretado; aunque añoro también otras cosas, en especial lo ya antes mencionado: los chacareros.
Todo esto no deja de ser curioso, por no decir arbitrario, pues se supone que, por ejemplo, los chacareros bien podrían hacerse en cualquier parte. Pero ocurre que no se hacen. O bueno, si se hacen, no son lo mismo. En estos últimos años, en mis idas a Boston a ver a los nietos, me encontré con un lugar incluso llamado Chacarero: un local exitoso, iniciativa y atención de compatriotas, que empezó con venta a la calle en pleno centro y ante el que había siempre una larga cola; y que se ha ido desarrollando hasta ser ahora al menos un par de restoranes. En algunas pasadas ya sea por uno u otro, fui paladeando el menú completo, y repetidamente; para mi sorpresa, de lo mejorcito me resultaron las lentejas y el flan de vainilla (que serán algo sencillo, pero tampoco es que se preparen igual en todas partes), y no tanto los chacareros; ahí sí, no sé por qué siempre algo falla, o no es lo mismo: el pan, el tipo o la proporción de carne, la tersura del ají y los porotos verdes o, no se diga, el sabor del tomate, o la combinación del todo, y eso sin contar los innecesarios añadidos no tradicionales: el caso es que no son nunca como en el país.
La primera vez que fui a Chile apenas autorizado para el retorno del exilio, asistí a un seminario en el que encontré a quien era entonces todavía un muchacho, que había recién regresado al país tras haber hecho un posgrado en México y haber vivido prácticamente toda su vida en el extranjero, aun desde antes del golpe; hijo de quien, cuando fue pretendidamente despojado de su nacionalidad por la Junta militar en Chile, proclamó: Nací chileno, soy chileno y moriré chileno; y fue poco tiempo después asesinado por la dictadura. Vi a su hijo aislarse durante un receso, pensativo, y me acerqué para preguntarle cómo estaba:
— Tratando de averiguar si pertenezco - fue su respuesta.
La duda persistente sobre la pertenencia o no al lugar de residencia, incluso o aun con mayor razón cuando vuelve a ser el del propio origen, fue en muchos casos una dura consecuencia del exilio; o que, más en general, en la actualidad tiende a replantearse crecientemente por la globalización: ¿cuáles son pues, en verdad, nuestras raíces?
Aquel muchacho, vaya si se afincó: ha sido desde entonces un factor activo en la vida nacional. Pero hay también quienes ya no pudieron arraigarse de nuevo en el país, o viven aún preparando su regreso, o asumieron su permanencia donde viven; o, donde sea que estén, arrastran igual la incertidumbre de si pertenecen o no.
Porque ocurre que, cuando se regresa, hay mucho de reencuentro, pero también de disimilitudes y, ya sea por defecto o mejoría, el caso es que difícilmente se vuelve a lo que se añoraba tal cual se le recordaba, o se le suponía, o se esperaba que fuera; y hay que necesariamente readecuarse. Es algo que debería saberse desde antiguo: «No se puede entrar dos veces en el mismo río». Desde luego porque los ríos corren. Se puede discutir que los cauces permanecen, aunque ni siquiera esto es necesariamente así: en particular en Chile, el cauce mismo de los ríos cambia también continuamente, o al menos con frecuencia; o pueden cambiar hasta partes enteras de la geografía, a veces incluso abruptamente, en cualquier momento. Pero además sucede que quien se interna en el río ya tampoco es cada vez el mismo, lo que se afirma con mayor claridad en la que sería la formulación original de la frase antes citada: «En los mismos ríos entramos y no entramos, (pues) somos y no somos (los mismos)»; aunque también pueda estimarse que, precisamente en el caso de las personas, o de cada país, al menos los cauces tienden a ser relativamente más estables, o a sucederse con mayor continuidad, o a conservar en cada período elementos discernibles del anterior.
Como sea, los rasgos de identidad a que se alude con lo de las raíces suelen estar más en el terreno de la historia que de la geografía; de la cultura que de la naturaleza; de las idiosincrasias que de cualquier morfología. Ninguna de estas instancias es sin embargo tampoco permanente. De donde llego a que no hay más identidad posible que la propia: la de cada quien en sí mismo cada vez y la de su propia relación con el país de origen, a sabiendas de que ambas cambian, la propia y la del país de origen; de modo que la identidad misma supone cambios.
Las raíces humanas son pues bien distintas a las de las plantas: no tienen una radicación fija. Por mucho que hasta las plantas puedan eventualmente trasplantarse, la diferencia es que, dondequiera que vayan, los humanos caminan con sus raíces al hombro; y que sus verdaderas raíces no son por tanto a las que pudieran regresar, sino las que transportan consigo.