Mientras el sastre forcejeaba en su banco de trabajo con un penacho de plumas amarillas, y bufaba y se tiraba de los pelos por culpa de los uniformes de la Guardia Republicana, rebosantes de medallas repujadas, de galones de colores y un sinfín de escarapelas, un niño de cinco o seis años, sentado en el suelo, jugaba con la lluvia de recortes que caía de la mesa a cada rato.
Trabajaba con ahínco, igual que su padre. Imitaba sin darse cuenta sus guiños, sus trazas, los ademanes, cómo fruncía el ceño, de qué manera se rascaba la barba. Comparaba con gesto de entendido los distintos géneros, las hechuras y el corte; y solo al cabo de un examen riguroso decidía en qué parte del disfraz iba a convertirse aquel trozo de almazuela, de tafetán o de encaje.
«¡A formar!», le ordenó de repente a un fantoche de madera que había a su lado. El muñeco no dijo nada, ni siquiera despegó los labios. ¿Y para qué iba a hacerlo, si no levantaba ni dos palmos del suelo? El sastrecillo cogió un retal, un pedazo de brocado que parecía de plata. Primero lo vestiría de general, se dijo para sus adentros, quizás de dictador, puede que incluso de Simón Bolívar; después ya se vería. Comenzó a desnudarlo. Le quitó el pañuelo de la cabeza, el chaleco y la camisola con chorreras, también el fajín, los calzones bombachos, y sustituyó por un sable de aguja el alfanje otomano. El muñeco suspiraba, ¡con lo bien que había empezado el día! Y pensaba en el escaparate, aquella misma mañana, cuando los rayos del sol hacían reverberar con una gracia infinita sus galas de bufón arlequinado.
El sastrecillo acabó pronto su tarea. Contempló su creación, le dio la vuelta, ajustó la pose, le movió los brazos; el resultado no podía ser más convincente. Quién hubiera podido pensar que aquel militar distinguido, dotado de un coraje sin par, que aquel paladín triunfante al que los poetas saludarían como el Gran Libertador de la Patria, fuera solo unos minutos antes el andrajoso y taimado Davy Bones Patchwork, ¡valiente granuja! El rey de los piratas, los corsarios y los canallas más rastreros entre Punta Pespunte y la Bahía de los Tiburones de Trapo.
Resbaló entonces de la mesa un recorte de tela blanca y vaporosa, que comenzó a aletear en el aire y fue cayendo poco a poco, igual que una paloma al descender desde el cielo. El niño lo atrapó al vuelo, y casi antes de cogerlo ya intuía qué uso darle. En menos de lo que canta un gallo el muñeco se había vestido y desvestido tantas veces como un cómico ambulante. Había sido Julio César y Alejandro, sir Lanzarote, el caballero del Lago, y Costuritas, el torero más famoso de la época. Ahora, se dijo el sastrecillo, ¿por qué no disfrazarlo de papa?