Desnuda. Desnuda frente a un espejo vacío, en un cuarto sin luz y con una ventana abierta. Una ventana abierta que filtra la luz borrascosa de los días que empiezan en las ciudades sobrepobladas. Las ciudades de luces infinitas que se prenden y se apagan, eternamente solas y despojadas de sí mismas. Y ella está ahí, en esa ciudad de luces incipientes y espejos que no reflejan nada, completamente blanca, cincelada, barroca, suave, curva.
Desnuda.
II
Un cuarto que podría ser cualquiera en Brooklyn o en la Ciudad de México. Un edificio viejo que destila humedad. Una mañana fría de otoño, y las cortadas necesarias del viento contra la fachada de ladrillos, cada vez más sucios, cada vez más vueltos en sí mismos. Se escucha el murmurar difuminado de los que rentan, aislados unos de otros: ensimismados en historias no-contingentes, no-comunes, no-interpersonales. Un edificio, y todas las ventanas cerradas.
Menos una.
III
La progresión de azoteas que no termina, y las nubes que se siguen precipitando hacia arriba, perdidas. Los grafitis tatuados en paredes ajenas, la suciedad comunitaria y la falta de cuidado a las banquetas públicas. Todo esto fugándose entre las cortinas de los vecinos en el edificio de ladrillos ennegrecidos por el tiempo: ésas que no tocan el exterior porque los vidrios las protegen, las aíslan, las entumecen. Ésas, que dejaron de palpitar. Ésas que ya no sienten.
Y sólo una, que permanece sin vidrios, ante el público indiferente.
IV
Tantas arañas, tantos insectos, tantas mariposas homicidas que se entrometen en las vidas de los demás. Tantos ojos inconscientes que miran más de lo que deberían, que hablan más de lo que saben, que no pueden guardar silencio. Pero ella se mantiene firme en su postura de mármol, volviendo la espalda a la audiencia de la que nunca escuchará aplausos, con las manos sobre su propio seno, con la indiferencia de los sabios excluidos, cincelados, perfectos.
Sólo le preocupa el espejo, que sigue sin reflejarla.
V
Desnuda. Seguirá desnuda. Desnuda ante el espejo, desnuda frente a la caravana cosmopolita de azoteas, de vidrios, de insectos, de nubes irresolutas y de voces que no la escuchan. E invisible. Invisible ante todos ellos, a quienes decide dar la espalda. Darles la espalda para mirarse en un espejo que no la refleja, y del que no retira la mirada. La misma mirada de siempre, que no cambia, completamente blanca, cincelada, barroca, suave, curva.
Desnuda.