Sucesivas generaciones de artistas y escritores, cineastas, hombres de ciencia, políticos y ciudadanos del mundo regresan una y otra vez a ella con el secreto anhelo de renovar un vínculo que ningún tiempo extingue, como si el lema inscrito en su escudo (Fluctuat nec mergitur) desafiara la adversidad para celebrar que la barca de la vida, si bien es objeto de toda clase de asechanzas y desventuras, sigue navegando por encima de las olas del mar de la desdicha que baten nuestra existencia. Que sus muchos puentes, al unir las dos orillas del río que la cruza, no son sino asideros, invitaciones a ir cada vez más lejos, aun a costa de nosotros mismos.
Fernando Pessoa, tomando buena nota del dictum antiguo, nos recuerda en un poema eso mismo que la Ville Lumière afirma en cada rincón de su alma transformada: «Navegar es preciso, vivir no es preciso». Es decir: «vivir no es necesario, lo que es necesario es crear». ¿Y qué mejor lugar para crear que la ciudad que encarna una perfecta metáfora de nuestro mundo: París?
Durante mi juventud residí en ella con la esperanza de hallar un lugar bajo su cielo protector, espacio desde el cual proyectar sueños y fantasías, deseos e ilusiones de un futuro próspero mediante planes de vida y trabajo multiplicados. Mas aquellos eran tiempos revueltos. Y en el año de gracia de 1975, precisamente porque la dictadura de Franco daba sus penúltimos y sangrientos coletazos, los jóvenes que entonces vivíamos en París como estudiantes o trabajadores, inquietos y comprometidos, no podíamos ignorar la tarea que nos aguardaba al otro lado de los Pirineos: acabar, por una parte, con un régimen tan inicuo como cruel, y, por otra, iniciar la construcción de un país que, por aquel entonces, estaba llamado a desempeñar un papel importante en el concierto europeo.
Las cosas, claro está, no han salido como habíamos previsto. Una transición nada ejemplar, que dejó tras de sí un reguero de dolor y sangre, nos precipitó en una realidad desconocida que no ha estado, a la postre, a la altura de nuestras aspiraciones.
Sí, por supuesto, España es una democracia; pero esa democracia, demediada y bajo estricta vigilancia de poderes nada democráticos, despierta toda clase de recelos y sospechas bien fundadas.
De ese tiempo, sin embargo, no ya como consuelo sino como un vestigio de la luz que animara nuestro espíritu, nos quedó un recuerdo permanente e imborrable de París. La pasión por la ciudad prendió en nuestro aliento como el rescoldo de un fuego que ardiera en el torrente de la sangre; como el sueño recurrente de un viaje propicio.
Revisitar, pues, la capital francesa, ha sido, tanto para mí como para muchos compañeros de mi generación, una forma de renovar los lazos no solo con la ciudad sino con una visión del mundo que dejó surcos muy profundos en nuestro devenir. De ahí la placentera costumbre de recorrer, cuando las circunstancias así lo permiten, sus barrios y bulevares, que tantos y tan buenos poetas han celebrado a lo largo y ancho de su canto.
No es el esplín de París aquello que me atrae; se trata, más bien, de la respiración de una atmósfera que aún perdura en el aire que la inflama. Partículas elementales de la misma se filtran a veces en el decurso de una conversación, transportadas por una imagen que vuelve al teatro de la memoria sin uno advertirlo al punto. Esas partículas son las que activan las ganas de volver y sumergirse en el ambiente de un tiempo que, si bien es otro muy distinto, en sus rasgos esenciales permanece idéntico a sí mismo. París, a diferencia de Barcelona, ha preservado su identidad, es fiel a cuanto hace de ella la ciudad que sigue siendo una de las guías de nuestra cultura y modo de vida.
Volver, pues, a París, no supone otra cosa que el reencuentro con uno mismo.
Esta vez ha sido el reclamo de una exposición, dedicada a la figura de Tutankamón en el parque de La Villette, el acontecimiento que ha servido de excusa para recorrer la ciudad y pernoctar durante unos días a orillas del Sena. Y sorprende, en primer lugar, el dinamismo de las dos riberas del río convertidas ahora en espacios peatonales: miles de parisinos se instalan cada atardecer en ellas para charlar, beber, fumar, pasear, leer y restaurarse del estrés acumulado a lo largo del día. Sorprende, digo, por la fuerza y decisión con que la ciudadanía ha logrado superar el impacto de los terribles atentados que golpearon el corazón de París tras el primer ataque sufrido por la revista Charlie Hebdo. Fueron días difíciles. Días que todavía perduran en el alma de la República como un mazazo.
La primera tarde, pues, tras llegar a la Gare de Lyon, mi compañera, Andrée, y yo, la dedicamos íntegramente a pasear junto al Sena. Y sorprende, todavía hoy, la capacidad que tiene esta ciudad para acoger e integrar una diversidad étnica y cultural que, si bien plantea no pocos problemas, es capaz de dar, no obstante, un gran caudal de talento. Lenguas y acentos, razas y colores, culturas y modos de vida se mezclan en esta hora vespertina para conformar un mosaico que solo es posible gracias al desarrollo de un Estado laico que, relegando la religión al lugar que le corresponde, es decir, a la esfera privada, toma la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano como el código único ante el cual debe responder su conducta.
Este hábitat de libertad y convivencia marida a la perfección con la buena salud de la que siguen disfrutando las librerías de París, sus editoriales y el nivel de lectura. Resulta gratificante para un escritor los muchos lectores —no sé si en número creciente, pero en cualquier caso estable— que puede encontrar en bares y plazas, jardines y parques, autobuses y metro de la ciudad. Es causa de admiración y regocijo. Uno no puede dejar de desear para España una situación similar, o, cuando menos, muy próxima a esta. Cuarenta años después de firmarse la Constitución democrática, y tras la larga noche de la dictadura, aún queda en nuestro país mucha pasión por la ignorancia. No es fácil revertir la herencia maldita que nos dejaron Franco y sus secuaces. Son necesarias, todavía, dosis muy altas de paciencia, trabajo e inteligencia para deconstruir y renovar un tejido social plagado de nostálgicos de nuestro pasado más turbio.
Tal vez para conjurar este nubarrón, exorcizándolo, nos llega una invitación de Alba y Alberto, colombianos afincados en París, quienes han tenido la amabilidad de acogernos en su pequeño y cálido apartamento situado en Bastille, muy cerca de la rue de Lappe. La cena, delicada y abundante, acompañada de excelentes caldos bordeleses, nos sirve de excusa para hablar, cómo no, de vida, cine y literatura. Comoquiera que compartimos intereses con nuestros amables anfitriones, la discusión, el diálogo afable, divertido e inquieto, se prolonga hasta la madrugada.
Los días siguientes, domingo y lunes de un mes de abril que principia con un tiempo espléndido, los dedicamos a una actividad tan ociosa como útil: flâner. Pasear errada y perezosamente, sin un objeto preciso, es, en efecto, una de las actividades más placenteras que podamos ejercitar en París. La aprovechamos, pues, para conocer barrios tan pintorescos como el ubicado en el distrito XX, cuyo centro reside en la place Gambetta, junto a una de las puertas del Père Lachaise, mítico cementerio donde reposan los restos de celebridades nacionales y extranjeras, con memoriales tan importantes como el dedicado a los federados de la Comuna de París y a las víctimas de la barbarie nazi durante la Ocupación.
Desde ahí, desde la place Gambetta, y siguiendo la rue des Pyrénées nos adentramos en Ménilmontant para volver de nuevo sobre nuestros pasos y alcanzar la zona de Belleville.
Es día de mercado y en distintas calles y plazas encontramos puestos de hortalizas y verduras, pescados, vinos y quesos, dulces, así como un sinfín de productos que hacen las delicias de la vista y el olfato. ¡Cómo no acordarse, pues, de Brillat-Savarin y de su famosa Fisiología del gusto! Ante este maravilloso espectáculo de viandas y vinos, de color, de música callada que impregna el aire de los barrios más populares de París, se despierta en nosotros un creciente apetito. Decidimos entonces comer en un restaurante muy conocido por su buena calidad y precios razonables: Bouillon Chartier.
Frecuentado por Lautréamont en su época, una pequeña placa de color negro —como corresponde a quien fuera calificado por el sacrosanto orden establecido de «figura demoníaca suprema»— recordaba hasta hace unos años su presencia en los salones del restaurante. El anterior patrón del negocio decidió retirarla y conservarla para sí, tal vez como un gesto displicente hacia un tiempo que ni quiere ni comprende la fuente de la que mana la verdadera poesía. En mis tiempos de estudiante, cuando vivía en el número 46 de la rue Vaugirard, sede entonces de la Asociación de Estudiantes Protestantes de París (AEPP), solía repartir mis comidas entre los restaurantes universitarios y Bouillon Chartier. Tardes enteras pasé en este lugar charlando animadamente con becarios latinoamericanos o exiliados españoles, con quienes compartía libros, discos y citas diversas en un clima de inminencia ante los acontecimientos que se desarrollaban en la península Ibérica: la Revolución de los Claveles en Portugal; y la lenta, tortuosa e inacabable agonía del régimen de Franco, con aquel atroz epílogo de los fusilamientos que tuvieron lugar un fatídico 27 de septiembre de 1975. El periodista Miguel Ángel Aguilar, que asistió personalmente al macabro espectáculo en Hoyo de Manzanares, nos ha legado un relato, entre grotesco y brutal, de aquel triste episodio en su libro En silla de pista. Pero donde la narración de tal suceso alcanza tintes del más negro capricho goyesco es en el reportaje que Alfredo Grimaldos realizase, para Interviú, en el año 2005. En dicho trabajo, y de acuerdo con el testimonio directo del padre Alejadro, cura párroco de la localidad donde los presos antifranquistas fueron fusilados:
«Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó.»
Sí, la sangre. Esa y otras sangres derramadas por los esbirros de la dictadura aún nos salpican desde el dolor de la memoria. Así nos lo recuerda, una vez más, la película que vemos esta noche de domingo, en París, en uno de los cines de la place Gambetta. Producida por Pedro Almodóvar y dirigida por Almudena Carracedo y Robert Bahar, El silencio de los otros (Le silence des autres) rememora, sobre todo, nuestro propio silencio ante hechos que vuelven del pasado y que piden, exigen, reparación y justicia, que no venganza. Que nadie se confunda. La derecha española, tan soberbia frente al débil como servil con quien ostente más poder que aquel que posea su propia camarilla dirigente, ni entiende ni comprende este mensaje que países tan cercanos en el corazón como Chile y Argentina han desarrollado en actos que trascienden sus propias fronteras para situarse como paradigmas de reconciliación nacional. Memoria viva y reconciliación sí, por supuesto; no borrón y cuenta nueva.
No habrá paz en España, auténtica y verdadera paz, mientras no se depuren responsabilidades ante tanta infamia como la mostrada por esta película. Porque memoria y futuro no son sino las dos caras de una misma moneda, con la que habrá que pagar la deuda contraída con el Diablo y la Muerte a lo largo del Tiempo y de la Vida. No hay vuelta de hoja.
Del pasado, de un pasado milenario retornan también las figuras que muestra la exposición que tiene lugar en el parque de La Villette, al que acudimos a primera hora de la tarde de este día martes. Toutânkhamon. Le trésor du pharaon es, sin duda, el acontecimiento cultural más importante de la temporada. Las colas para entrar son enormes, y si bien nuestro pase está registrado para las 15:30 horas, hemos de esperar durante hora y media para acceder al recinto que, abarrotado de público, recoge 150 objetos originales de una belleza remota y profunda. Contemplar dichos objetos, a partir de los cuales se adivina, hasta sentirlo, el espíritu de su época, es como dar con una gruta del Nilo de la cual nace agua pura. Solo que aquí nos encontramos con un grave problema, a saber: como nadie, hoy, pone freno a nada; como el dinero es lo único importante y su reproducción, en no importa qué condiciones, mandato ineludible, todo el mundo, móvil en ristre, se arremolina alrededor de dichos objetos e impide, con la maldita cámara, la mirada. No hay forma de recrearla desde una contemplación serena para percibir, siquiera sea por un instante fugaz, el hálito del antiguo Egipto.
Una legión de visitantes, sin orden ni concierto, impide, con esta práctica que se ha puesto de moda en todos los museos, el arte de la percepción. Nos falta, tanto en escuelas, universidades y museos, una educación de la mirada. Uno, pues, imagina a todas esas personas —que no se sabe muy bien a qué han venido— arrellanadas en el sofá de su casa mirando y volviendo a mirar cuanto no han visto ni pueden ver. La cámara hoy, sea fotográfica o de vídeo, ciega la mirada; la condena a una tiniebla desprovista de toda palabra. En resumen: nos sume en una esterilidad redundada.
La entrada al recinto no es, por otra parte, nada barata. Veintidós euros de vellón, más impuestos y otras añagazas, elevan el billete a veintisiete euros, los cuales bien podrían dar derecho a una visita más reposada, con menos público, y donde estuviese prohibido utilizar el ojo de cíclope del maldito móvil. No cabe duda de que los organizadores de esta muestra han dado con el vellocino de oro. Aquí solo se trata de amasar dinero y de multiplicarlo. Nos confirma esta impresión la puerta de salida, que da a un espacio donde se ofrecen toda clase de objetos conmemorativos del evento —eso que ahora se llama merchandising—, así como un catálogo de la exposición que asciende a la bonita suma de sesenta euros. Más que claro, cristalino: esto, si no lo es, se parece mucho a una estafa. Si nadie lo corrige, este entuerto puede desacreditar las buenas intenciones de mostrar tesoros del mundo antiguo que, por su naturaleza, son patrimonio de toda la humanidad y no propiedad privativa de élites estatales.
Para remediar esta penosa experiencia hemos aceptado la amable invitación que Madame Pinard, vieja dama descendiente de una familia de antiguos negociantes de vino, nos ha hecho de cenar en su casa. En ella, y en otra época, se desarrolló un salón literario por el que desfilaron conocidos escritores españoles e hispanoamericanos.
Poco antes de acceder a su domicilio, situado en la cercana rue de Rennes, decidimos tomar un aperitivo en Les Deux Magots, uno de nuestros mitos parisinos.
La cena con Madame Pinard, espléndida, se ha desarrollado en un clima de entrañable cordialidad. Con ella he hablado de personas que hemos frecuentado y conocido, como el antiguo librero Amadeo Robles, el periodista y exiliado político Wilebaldo Solano, Albert Masó... figuras de otro tiempo que dejaron, en mis años de formación, huella indeleble. La ciudad de aquel entonces, el frenesí de una vida rebelde, así como el sueño inquieto de un mundo mejor, fueron evocados a lo largo de una velada que se prolongó por espacio de varias horas.
Nos despedimos, ya tarde, de Madame Pinard con la promesa de volvernos a ver pronto, muy pronto. Andrée y yo hacemos votos para que su salud, un tanto deteriorada por los años, se restaure. Ella, de pie, sin decidirse a cerrar la puerta de su apartamento, aún nos retiene un rato para transmitirnos vagos recuerdos e impresiones de personas que formaron parte de su entorno. Finalmente, nos vamos.
En el exterior, nos reciben calles desiertas por las que tratamos de localizar algún taxi. Aprovechamos para caminar por el Barrio Latino hasta llegar al principio del bulevar Saint-Michel y detenernos a charlar junto al Sena. Decidimos entonces que nuestro último día en París lo dedicaremos a pasear a lo largo del río a bordo del Batobus y recorrer aquellos puntos donde esta línea hace escala: Torre Eiffel, Musée d'Orsay, Saint-Germain-des-Prés, Notre Dame... La noche, apacible, invita a demorarnos un rato más con nuestra charla, pero el cansancio nos vence y un taxi, al fin, se detiene. Volvemos al apartamento y un sueño reparador nos prepara para el día siguiente.
La mañana nos trae una lluvia fina, intermitente, que cae sobre la ciudad como un manto benéfico, purificando el aire. En Hôtel de Ville tomamos el barco que, sin interrupción, nos transporta a lo largo del Sena. Desde el agua la perspectiva de los puentes nos devuelve otra imagen de París: la de una ciudad que se eleva por encima de la piedra y de los muros que bordean el río para darnos un movimiento continuo, una cadencia agradable que acaba allí donde desembarcamos para continuar a pie: Louvre, Jardin des Plantes, Notre Dame. Tras pasar toda la mañana visitando distinos lugares cercanos a los dos primeros puntos de desembarco, la tarde la dedicamos a visitar l'Île de la Cité y Notre Dame. De la magnífica catedral destacamos los trabajos que se llevan a cabo para restaurar la flèche, el descenso de los apóstoles, y la sinfonía que, atravesando centurias, conforma este soberbio conjunto arquitectónico.
Es tarde ya, hora de cenar y de prepararnos para partir al día siguiente. Como despedida, celebramos nuestro particular periplo en un bistrot ubicado en el barrio de Le Marais: Le temps des Cerises. Es la última impresión que guardamos de la ciudad, la celebración íntima y satisfecha de unas jornadas plenamente logradas. Al día siguiente aún nos quedan algunas horas, que empleamos en recorrer los alrededores de la Gare de Lyon.
Una semana después, en Aviñón, saboreando incidencias y pormenores vividos en París, vemos en la televisión lo que todo el mundo mira con incredulidad y espanto: arde Notre Dame. El fuego devora siglos de historia y de belleza consagrada al misterio de la vida y al devenir de la humanidad. Un brasero gigante ilumina la noche y todo el orbe occidental, creyente o no, contiene el aliento ante las proporciones que adquiere tamaño incendio. Nadie sabe nada acerca del origen de esta desgracia, o, quizá, en puridad, nadie desea saber. En cualquier caso, las pavesas que ascienden al cielo como una blasfemia no auguran nada bueno. Las palabras, heridas de muerte, no aciertan a expresar la significación profunda de esta pérdida. El recuerdo de Victor Hugo, su premonición de esta tragedia en su novela sobre Notre Dame, cobra el valor de una advertencia capaz de horadar el túnel del tiempo: nada permanece, todo pasa; la vida, frágil y efímera, es susceptible de desvanecerse en no importa qué momento. Una fuerza irreductible y tenebrosa, desatada, solo ansía el exterminio de la luz por la creciente extensión del fuego que, en llamaradas, inunda el cielo como si una maldición brotara de la entraña misma del averno.
París, sin embargo, frente al mal más radical y violento, permanecerá hasta los últimos días de la humanidad como la esfera brillante de aquel saber que resplandece con la fulguración propia del auténtico conocimiento.