Para Antonio Soler
Leyendo Catón el Viejo, de Marco Tulio Cicerón, me he propuesto no llegar a la edad provecta. Algunos –muchos- me dirán que con setenta y ocho años a cuestas ya se es «viejo de más», como afirma un amigo socarrón y picaresco. Pero lo cierto es que aún no aprecio mi vejez, quizá en virtud de esa limitación de no verse a sí mismo, por mirarse a diario en el espejo, sin percatarse de los pasos vertiginosos del implacable Cronos. Me siento con energías suficientes para madrugar y moverme, entre afanes contables y literarios, con la ilusión de vislumbrar proyectos, es decir anhelos factibles de cumplirse.
Pero la verdad es que Cicerón no se solaza, como yo, en mi torpe consuelo de esa fuerza física que creo perdurable y que trato de cautelar con largas caminatas por las rúas de esta ciudad agobiante. No, el pensador romano apela a la sabiduría que el paso del tiempo otorga –o debiera otorgar- a quienes se acercan al fin del camino, premunidos de la virtud de la ataraxia, es decir la imperturbabilidad del ánimo. Y lo hace en su bella y elocuente prosa. Escuchémosle.
«Quiero aliviarte a ti, y también a mí mismo, de esta carga que comparto contigo, la vejez, que o bien nos oprime o nos amenaza con certeza; aunque yo estoy seguro que tú, como todo lo demás que te acaece, soportas esto y lo seguirás soportando con mesura y sabiduría. Pero a mí, al querer escribir algo sobre la vejez, me parecías tú digno de un don del que ambos podríamos aprovecharnos de manera conjunta. A mí, de verdad, me ha resultado tan grata la composición de este libro, que no sólo me dispensó de todas las molestias de la vejez, sino que incluso me hizo la senectud suave y agradable. Nunca, pues, podrá la filosofía ser elogiada con suficiente merecimiento, ya que quien la obedezca podrá vivir su existencia exento de todo desasosiego».
Loable reflexión del sabio, digna de admiración. Pero me siento muy lejos de ello, aunque trato de paliar las amarguras del tiempo transcurrido y de las sucesivas miserias, aferrándome al humor, que no siempre suena festivo a través de mis palabras, sino ácido, muchas veces, o corrosivo y asaz destructor, porque el lenguaje puede actuar como acerado cuchillo, según apunta mi buen amigo catalán, y «lector cautivo» de mis crónicas semanales, Antonio Soler, quien procura enderezar la visión de su ojo derecho, díscolo de raro estrabismo, mientras construye su paraíso de Punta de Choros, bautizado como Las Cubas de Cydonia. Él contemporiza y tolera, con la ecuanimidad de las viejas razas, los tropiezos que la vida y el prójimo van sembrando en nuestra senda, sin caer en la rotunda –y poco sabia- apreciación de que «el infierno son los otros».
Respecto a la Filosofía, procuro retomar el aficionado estudio que un día emprendí, desde que María Elena Cruz Ponce, la bella «Melé» del Paradero 27, allá por el año 1958, me obsequiara la Historia de la Filosofía, de Will Durant, que releo ahora en una antigua edición, propiedad de Marisol –que en esta casa también los libros tienen, a lo menos, cuatro dueños celosos-. Aquel volumen que hoy vive en mi porfiada nostalgia, me fue arrebatado, como otros muchos folios impresos, por feroces hados del destino.
Pero el posible remedio se está volviendo peor que la enfermedad, según rezaba el refrán favorito de mi abuela nancagüina, porque me tienen atrapado Nietzsche y sus lúcidos exégetas, Jaspers y Deleuze, con lo cual duda uno hasta del sentido etimológico de esta verba quemante, misteriosa, opaca o diamantina, pero jamás quieta o indiferente, que llamamos filosofía, que alguna vez cantara Cicerón para que yo memorizara la hermosa definición: «La Filosofía es, siguiendo la etimología de la palabra, el amor a la sabiduría; y la sabiduría, siguiendo la tradición de los antiguos filósofos, es la ciencia de las cosas divinas y humanas y de los principios que las informan».
Deduzco que Marco Tulio Cicerón no vivió en una época tan agitada y crítica como la nuestra, donde parece imposible toda ecuanimidad; ni siquiera un mínimo entendimiento o tolerancia entre los hombres. Pero el maestro objetaría, por necia, mi extemporánea reflexión, porque toda época histórica, toda generación humana han padecido semejante desasosiego y similar angustia existencial, pues son parte de nuestra naturaleza y condición, sujetos como estamos a la pérdida del paraíso y al móvil de encontrar la Casa extraviada, bajo los impulsos desbocados de Eros y Tánatos.
Prometo redoblar mañana mis caminatas, comprensivo lector, y adicionaré algunas flexiones de brazos y piernas en las máquinas gratuitas del parque… Aunque me temo que mis músculos flaquearán, hasta que el asma vuelque en mí su llanto ahogado y nocturnal, mientras releo al tronante germano y repito la oración poética del griego Kazantzakis: «No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre».
Presiento que no voy a llegar a viejo.