La gente viene aquí a comprar armadillo, iguana, venado, buen conejo, lechón, jabalí o carnero. Claro, también se vende pollo, carne de res, pescado, huevos, frutas y verduras. Pero, en general, los compradores se concentran en las otras cosas que les llenan la ilusión de ser exóticos. Muchos de los puestos anuncian en cartulinas de colores que tienen carne de avestruz, elefante o león, cuando en realidad les están vendiendo perro. Se pueden pagar cantidades sorprendentes por cosas que a los incautos les sirven de algo parecido a un trofeo, ofrecen cantidades patrimoniales por frijoles saltarines que nunca van a brincar.
Recuerdo que fue en septiembre cuando apareció por los pasillos el coleccionista de jitomates, porque se quedó viendo los adornos tricolores que colgaban de las columnas y travesaños del mercado. No se le caía la sonrisa de la cara y caminaba con la boca abierta asintiendo frente a lo que veía. El hombre de sonrisa amplia, de abdomen plano y brazos corpulentos también era de palabra fácil y aunque hablaba español en forma fluida, las frases en español se le estiraban en un tonito indudablemente californiano. Era una especie de Apolo que en vez de quedarse en el Olimpo, decidió nacer en San Diego y cruzar la frontera e internarse en México en busca de un tipo especial de jitomates. Quería impresionar a su antigua novia que lo dejó por irse a vivir con un chef italiano.
Vestía con pantalones de pechera que le llegaban más arriba del tobillo, como de brincacharcos, usaba una camiseta blanca de algodón como tres tallas más grandes que la que él necesitaba, calzaba unas chanclas de piel que le dejaban expuestos los dedos de los pies y la gorra que usaba en la cabeza recordaba una especie de cazuela de las que se usan en los campamentos para calentar la cena en la fogata. De repente, parecía un holograma, con esos rostros elaborados por un algoritmo. Como si una computadora hubiera elegido el tono de piel tostada que mejor combina con el verde de los ojos o la perfección horizontal de la arruga que sale de la comisura de los párpados y se pierde en el nacimiento de esa cabellera larga y ondulada.
Mientras caminaba por los pasillos del mercado, los locatarios cruzaban los dedos para que su puesto fuera el elegido para llevar a cabo alguna transacción. La sonrisa se les volteó al revés cuando lo escucharon preguntar por la sección de frutas y verduras.
—¿Qué busca? —le preguntó alguno con esperanza de venderle algún gato para que hiciera un guisado de liebre.
— Jitomates —los locatarios se murieron de risa cuando escucharon esa respuesta. Él agregó —, no cualquier tipo de jitomates, busco semillas de jitomate riñón, pero si no tienen las semillas, está bien. Puedo comprarlos frescos y poner a secar los huesitos al sol. Estoy formando una colección para alguien muy especial. Sólo me faltan las semillas de esta especie.
El tono de voz y el reflejo de esa luz en los ojos permitía adivinar un carácter afectuoso y generoso que provocó que a los locatarios les crecieran los colmillos.
— Uy, güero, ahorita te llevamos al único puesto donde vas a encontrar tus jitomates. Vente, güero, yo te llevo —se ofreció uno de los niños que lavan coches afuera del mercado.
Conforme avanzaban por los pasillos y se alejaban de los locales en los que se vendían todas las delicadezas anunciadas en cartulinas y lonas de plástico, al coleccionista de jitomates se le hacía más grande la sonrisa —si es que eso era posible—. Al pasar iba apreciando el arcoíris que se formaba con los pérsimos, las cerezas, el maracuyá, las pitayas. Su acompañante le mostraba las granadas, le daba a oler mandarinas y los últimos mangos de la temporada. El coleccionista de jitomates asentía con una especie de devota espiritualidad, pero no se dejaba distraer. Su interés por los jitomates, además de su excéntrica apariencia, lo convirtieron en una leyenda y le ganaron el apodo.
En el puesto de las verduras y las cosas extrañas, la dueña, una mujer de trenza canosa y larga que le llegaba más debajo de las corvas y usaba un suéter de Chiconcuac a pesar del calor de los últimos días del verano., le empezó a enseñar hortalizas orientales de nombres muy complicados de pronunciar. Le mostró raíces exóticas como el rábano blanco o el jengibre. Le ofreció pimienta de cayena, frijol de soya, queso de tofu. Pero el coleccionista de jitomates pasó de largo. Él quería algo muy específico: jitomate riñón.
El lavacoches no se iba a apresurar a llevarlo con Chona al puesto 42 porque quería seguirle enseñando las peculiaridades del mercado por las que se podía recibir pagos con tarjetas de crédito. El coleccionista de jitomates comenzó a consultar su reloj y el lavacoches entendió que no hay que estirar tanto la liga, lo llevó con Chona. El puesto 42 era uno de los más olvidables: vendía lo que se encuentra en cualquier mercado, es más, lo típico de cualquier sección de verduras de supermercado. Pero, al llegar, el coleccionista de jitomates sacó los lentes que traía en su morral. Chona le enseñó todos los jitomates que tenía. Salieron de todo tipo: el humilde bola, el pequeño cherry, el ovalado roma que también le dicen saladette, el uva que es pequeño y con el remate alargado que es menos jugoso que sus primos hermanos. El hombre tocaba todos, le gustó uno que parecía calabaza como la de Cenicienta, una fruta roja de gajos con copete verde, muy vistosa pero con poco sabor, por un segundo creyó que era lo que buscaba. Sacó su teléfono, tecleó algo y la imagen que salió era tan parecida, pero no, no era lo mismo. El coleccionista de jitomates se sorprendió, Chona tenía jitomate Beef, canario, pera, pero no veía nada de jitomate riñón. Xitomatl, dijo con mucho esfuerzo, como si al pronunciar la voz en náhuatl pudiera dar a entender mejor lo que buscaba.
—Mira, es éste.
Chona le sonrió y le dijo:
—No tengo, ese aquí no lo pagan porque no lo conocen. Es típico de Campeche. Si quieres, te lo consigo. Pero, te va a salir caro.
—¿Qué tan caro?
— Caro —Chona notó el efecto de sus palabras en El coleccionista de jitomates— pero, si te urge, tengo unas semillitas que te pueden servir.
— ¿Semillas?, déjame verlas —El coleccionista de jitomates le salió la voz con una vibración que todo el mundo notó.
Chona sacó un bultito que estaba anudado en un paliacate de algodón rojo, lo desató con cuidado y ofreció algo como en forma de ocho, con una especie de caparazón caliculado. Lo aplastó y sacó dos almendras que venían envueltas en una hoja café que contrastaba con lo pálido de la semilla. El coleccionista volvió a teclear algo en su teléfono y comparó la imagen con lo que la vendedora le ofreció. Las semillas de la foto eran pequeñas y redondas, muy diferentes a las que tenía frente a sí. El lavacoches se reía y se daba cuenta de lo parecidas que eran esas semillas a los cacahuates del puesto de al lado.
—No se parecen a éstas— se dijo rascándose la barbilla mientras le alargaba la pantalla del teléfono.
—Pos si no las quieres, está bien—dijo Chona torciendo la boca. Elevó los hombros y volvió a anudar su paliacate.
— ¿Cuánto? —El Coleccionista de jitomates no resistió.
—¿Cuánto me das? —le preguntó Chona.
La mujer escuchó varias cantidades. Diez. ¿Pesos? No, dólares. Chona lo miraba. Dijo que no. Cien. Chona suspiró, abrió el cajón y metió con cuidado el bulto. Ya no vendo. Al coleccionista de jitomates se le secó la boca, multiplicó la cantidad por dos. Chona seguía con la mueca fruncida. No, ya no vendo. Te doy todo lo que traigo en la cartera. Chona contó los billetes. ¿Traes tarjeta? Cerraron el trato. Chona se quedó con el efectivo y lo que le cobró en la tarjeta. El coleccionista recibió todo lo que había en el bulto del paliacate rojo. Los dos sonrieron felices. Los dos consiguieron su trofeo. Alguien en California, se iba a sorprender con semejante regalo.