«Un libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionalmente para una vida más allá de la vida». Qué gran descripción: tan sentimental, tan filosófica y tan cierta. Quien escribe así, sólo puede ser sensible, inteligente, curioso, honesto. No es de extrañar que la autora de esta frase, Penélope Fitzgerald (Lincoln, Inglaterra, 17 de diciembre de 1916- Londres 28 de abril de 2000), naciera sólo un día después en el mismo mes que Jane Austen, porque bebe directamente de esa tradición de honestidad y aguda observación del ser humano que tuvo la autora de Orgullo y Prejuicio.
Muchas veces nos damos importancia e incluso nos preocupamos discurriendo sobre las grandes preocupaciones políticas –muchas de ellas modas pasajeras- como la crisis económica que se puede avecinar, los dudosos y volátiles resultados de procesos electorales en cualquier país del orbe, sin darnos cuenta que lo que a todos nos afecta, en lo que empleamos más tiempo, es lo más sencillo y básico. Trabajar, disfrutar de un buen libro sentado con un buen café en la mano, gestionar un pequeño negocio, ajustar la economía familiar para llegar a fin de mes o hacer una colada ecológica y eficiente. Es decir: las tareas verdaderamente esenciales no son las más sofisticadas, son las que permiten que sobrevivamos en el día a día. Jane Austen escribía sobre perfectos caballeros rurales ingleses y el valor de amar a una persona que esté a tu altura intelectual y moral mientras el mundo cambiaba para siempre a través de la Revolución Francesa.
Cada palabra de La Librería transmite directamente verdad. Entre todos los personajes, el alter ego de la autora, la librera Florence Green, es el que más emociona porque es el más humano. La señora Green es, pues eso: una señora de mediana edad o cercana a la mediana edad que después de algunos naufragios vitales se ve con la energía suficiente como para demostrarse a sí misma que puede llevar a cabo un objetivo en la vida. Que su vida no será inútil. Para ello, decide abrir un pequeño negocio en un pequeño pueblo pantanoso y olvidado del este de Inglaterra y llevar cultura, belleza a sus vecinos, tan apáticos y golpeados por la pobreza, la guerra y el olvido administrativo.
Sin embargo, el hecho de tener un buen corazón, como bien dice la autora, sirve de bien poco cuando lo que se trata es de sobrevivir. Hay que tener coraje, por supuesto, pero también ser asertivo, entender las intenciones ocultas de los demás, no vivir en una burbuja propia y ser más responsable y consecuente con las decisiones que tomamos sobre nuestra propia vida. Ese es el gran aprendizaje que lleva Florence, avergonzada porque un pueblo no quiso una librería sin darse cuenta que, en parte, fue su poco sentido común el que la llevó al desastre. Y es que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, salpimentado por la necesaria ración de mezquidad, mediocridad, falta de escrúpulos y adoración al poder que hacen los vecinos hacia la figura de Violet Gamart, la «jueza de paz» ni siquiera nacida en la zona que es capaz por su estatus, sus relaciones y su sentido práctico de hacer lo que siempre cree que es más conveniente que curiosamente coincide con sus intereses sin resistencia alguna. Eso sí, con la pátina hipócrita y megalómana de «por el bien común”, como si jugara a ser Dios y decidir qué es lo mejor.
En las fotografías que circulan en internet sobre Penélope puede verse en esta señora inglesa, con sus pendientes de perlas y un cierto aire a Agatha Christie en su cara redonda y bonachona, las mismas inquietudes y dudas que a Florence Green. Similares batallas vividas, similar perplejidad ante un mundo sin piedad, amabilidad o buen gusto. Que una mujer tan valiente y sensata decidiera ya pasados los 50 convertirse oficialmente en escritora y llegase a ser una verdadera autora de éxito mundial reconocido da un halo de esperanza. El hecho de ser perseverante, conocerse a uno mismo y lograr aportar a la sociedad el mayor talento que tienes ya es de por sí un acto de valentía. Que en ese acto se vea que ser honesto consigo mismo y con los demás aunque no sea fácil da como fruto una vida larga, fructífera y que aporta mucha belleza y sabiduría es el mejor final posible. Florence Green no lo habría soñado.