Y llegó en fin el día de mi partida. Me levanté temprano, tomé un buen desayuno y me retiré del hotel donde vivía. En el trayecto al aeropuerto recibí una llamada de mi hijo mayor, deseándome buen viaje y felicidades de Año Nuevo. Me había propuesto presentarme en la línea aérea con anterioridad a las dos horas de anticipación con que estaba convocado, y llegué aún con mayor adelanto que el previsto. Hice los trámites de embarque sin problemas y se me transfirió a un asiento preferente. Me quedó en fin bastante más tiempo de espera del que había supuesto.
Lo aproveché ante todo para comerme un último chacarero.
Pasé después los controles de policía internacional y de seguridad, y me aboqué luego a algunas llamadas de despedida. Embarqué de los primeros y, ya en mi asiento, me dediqué a la prensa del día y revistas de la semana que había acumulado. Llegó el momento en que el avión carreteó lentamente hasta acomodarse en la cabecera de la pista, aceleró después sus turbinas y aumentó crecientemente la velocidad hasta que remontó el vuelo, con poco atraso respecto a su hora prevista de salida: eran las 2:35 p.m., hora de Chile.
Menos de dos horas después, aterrizamos en Buenos Aires; a las 4:25 p.m. según mi reloj, 5:25 p.m. hora de Argentina. Bajaron unos pocos pasajeros, y fueron apareciendo los que subían, muchos más; posiblemente hasta completar el vuelo, como desde hace años es usual que viajen los aviones, aunque el asiento a mi lado permaneció vacío. Fue a último momento que emergió apresurada una rubia esplendorosa, de cabello largo suelto, que se asomó primero para verificar la numeración del asiento desocupado y se reincorporó luego para acomodar sus bultos de mano en el portaequipajes de arriba, con lo que su blusa se alzó lo suficiente para dejar a mi vista su ombligo, que fue lo primero que pude observar de ella con calma: bien formado, ligeramente hendido en el abdomen, que era plano, saludable y estaba tal vez algo bronceado; el ombligo unos pocos centímetros arriba de la hebilla metálica rectangular del cinturón de cuero café y ancho; y ésta a su vez sobre la doble línea vertical del cierre de sus jeans, de azul variante y descolorido, en particular a lo largo del cierre; mientras en su única cadera a mi vista el cinturón marcaba una acentuada inclinación de mayor diámetro hacia abajo, decidora de su bien formada figura; imposible mejor compañía, concluí. Se sentó después y por un momento se echó atrás con los ojos cerrados, como reponiéndose del ajetreo, y pude ver entonces el bello perfil de su rostro inmóvil, con tan sólo un tenue aleteo en su nariz al respirar. Fue un lapso breve, pues pasó una azafata pidiéndole que abrochara su cinturón de seguridad. Se reactivó entonces mirando a ambos lados del asiento mientras buscaba con sus manos; le ayudé con la parte del cinturón que estaba sobre el apoya brazos entre nuestros asientos; fue supongo entonces que cruzamos las primeras palabras y nos saludamos; le mostré luego en mi propio cinturón de seguridad cómo alargar el de ella para que pudiera abrocharlo, y tuve buen cuidado de no hacer siquiera amago de ayudarla con el suyo.
El avión inició después su movimiento para el despegue, mucho más largo y demoroso en Ezeiza de lo que había sido en Santiago. Ella se inclinó enfrente mío para observar por la ventanilla, primero los edificios del aeropuerto, luego la pista y ya un principio de atardecer de nuevo sobre los mismos edificios del aeropuerto a lo lejos, mientras con algún adorno se amarraba el pelo para acomodarlo sobre su hombro izquierdo, el que desde mi posición no veía, y pude sentir el aroma de su cabello y el de su perfume, distintos y entremezclados, pero ambos suaves, ligeros y frescos, aunque tuve de nuevo buen cuidado de mantenerme apegado al respaldo de mi asiento, con mayor razón porque observé que sus ojos se humedecían.
Cuando se reacomodó en su lugar, mientras el avión se detuvo todavía un rato antes de su carrera para despegar, sin volverme a mirarla, le pregunté:
— ¿Queda alguien que vino a despedirte?
— No - respondió -. Vine sola al aeropuerto.
— Pero queda alguien que vas a echar de menos...- insistí, volviéndome a verla, comprensivo.
— No… - repitió, aunque ya con una semi sonrisa —. Tampoco… Bueno, mis padres, pero viven en provincia y no es tanto lo que los veo…
— ¿Entonces? - agregué —. Me pareció que te ponías triste por la partida…
— No -volvió a decir —. Es nada más la emoción: es primera vez que viajo fuera del país…
El avión arrancó su carrera y levantó vuelo; eran las 6:40 p.m. en Argentina y teníamos por delante trece horas de viaje para llegar a Frankfurt a las 10:40 a.m. del día siguiente, hora de Alemania.
Ya en el aire, la conversación se nos fue haciendo cada vez más ininterrumpida y animada. Era efectivamente argentina, descendiente de alemanes, había estudiado sociología en la Universidad de Buenos Aires, trabajaba en un centro cultural alemán; sí, hablaba alemán; era productora teatral, la persona que resolvía todos los problemas prácticos de una puesta en escena, había ganado una beca de perfeccionamiento en la sede del centro en Berlín, viajaba llena de ilusiones sobre cuánto podría ver y aprender; no, no tenía familia en Alemania, el viaje era una gran oportunidad, le parecía un sueño; no, no había en su medio muchas oportunidades de trabajo, la vida era esforzada en Buenos Aires; regresaría, por supuesto.
No es que haya dicho todo lo anterior de una vez. Fue asimismo preguntando sobre mí: que dónde iba, si conocía el país, si hablaba el idioma, que en qué otros países había estado. La conversación se fue tejiendo con pausas y reinicios, extendiéndose a diversos puntos y volviendo sobre los mismos.
A poco de adentrarnos sobre el océano, empezó a oscurecer; y luego ya no se vio sino el velo blanco de las nubes, que se fue disipando mientras el avión subía hasta sobrevolarlas dejándolas abajo como un colchón blanco interminable, que fue poco a poco cediendo después paso a la oscuridad de la noche, que también ascendía.
En el avión se anunció que pronto habría una cena, y más tarde un brindis por el año nuevo.
Cuando se sirvió la cena, pregunté a la azafata que a qué hora sería el brindis.
— A la medianoche –respondió, medio mecánicamente; y con una sonrisa condescendiente agregó con tono explicativo —, para el año nuevo…
— Pero a qué hora la medianoche -me mal expliqué; y más encima lo reiteré —... a qué hora será medianoche en el avión.
Aún así, pareció percatarse de la consulta. Se desentendió de la mecánica, me miró a los ojos y con una sonrisa amable, pero de manera marcadamente persuasiva, concluyó:
— Se servirá a la medianoche en Alemania, señor -volvió la mirada al pasillo, y prosiguió su marcha tras el carro con que servía.
— Tienes razón -me consoló mi compañera de viaje, mientras empezábamos cada uno a desplegar nuestras respectivas parafernalias de enseres para la cena en el apretado espacio de sus bandejas —. No es lo mismo… ¿A qué hora viene a ser la medianoche en el avión?
— Es lo que no sé - precisé; y para que no hubiera duda, agregué —, no tengo ni la menor idea; para mí todas las aclaraciones sobre el tiempo son siempre un lío…
Y ya mientras cenábamos se me ocurrió decirle:
— Pero a lo mejor tú podrías saberlo…
— ¿Por qué yo, de dónde? –se sorprendió.
— Por lo que me dijiste, que leías a Borges, que por mi parte apenas he leído.
— No veo en qué pueda ayudar en esto haber leído a Borges.
— Es que en alguna parte Borges dice que Platón habría dicho que el tiempo es «la imagen móvil de la eternidad».
— En serio? ¿Borges dice eso…? - se sorprendió.
— Tal cual -ratifiqué.
— Qué bárbaro -comentó —. Cómo puedes haberlo retenido...
— Nada más porque de vez en cuando me encuentro con alguna joven como tú...
— Gracias por el cumplido. Pero entonces te lo enseñó una joven… -afirmó, como si así hubiera sido.
— No pues -puntualicé —. la joven nada más me preguntó.
— ¿Te preguntó por Borges…? -se extrañó otra vez.
— No: me preguntó que qué era el tiempo.
— Y tú le contestaste lo que dice Borges… - se alegró.
— Tampoco; para entonces no había leído nada de Borges. Pero sí le di una respuesta, la que no le gustó: No, no es eso; me dijo. Y durante algunos días estuve buscando otras respuestas posibles, distintas de la primera, o variaciones unas de otras; pero ninguna le pareció.
— Qué lástima… - se condolió.
— Pues no es lo peor -agregué.
— ¿Sino…?
— Sino que lo que dice Borges es lo que habría dicho Platón, ¿no?
— Eso dijiste tú, yo no lo he leído.
— Y el caso es que por entonces mi padre me había dado un libro sobre Platón, un volumen grueso, de tapas duras azules, que en realidad nunca leí; y si lo hubiera leído, a lo mejor habría aprendido lo que dice Platón, y se lo podría haber dicho a la joven que me preguntó; aunque creo que con un cambio, para evitar lo de las imágenes: le habría dicho que el tiempo es “el anverso móvil de la eternidad”, y a lo mejor esa respuesta sí le habría gustado.
— Qué bonito… - comentó, y se quedó pensativa.
— Sí, es bonito -convine, -pero igual nos deja en lo mismo sobre lo que queremos saber ahora…
Habíamos terminado con la cena y pasaron a retirarnos las bandejas. Apareció después nuestra azafata, ahora ofreciendo té o café; ambos pedimos café.
Y entonces oí a mi acompañante decirle muy calmada y marcadamente:
— Señorita, queremos saber cuándo será medianoche en el avión, a qué hora será para nosotros el Año Nuevo.
— Como le dije -argumentó la azafata - para nosotros es la hora de Alemania; el brindis será a la medianoche en Alemania, ya falta poco.
— Eso ya se lo entendí antes - replicó mi acompañante —. Lo que queremos es saber a qué hora de Alemania será realmente medianoche en el avión, en qué momento de este vuelo estaremos donde sea realmente medianoche…
— Voy a consultar -zanjó la azafata —. Me disculpa, ahora vamos a servir el brindis.
Y efectivamente, a la medianoche en Alemania, 9 p.m. en Argentina, cuando el avión ya se había adentrado en la noche hacia la que avanzaba veloz e irrumpido del todo en la oscuridad, por sus parlantes se oyeron doce campanadas y el deseo de muy feliz año nuevo en distintos idiomas, mientras la tripulación se esparcía por la cabina para servir generosamente un vino espumante alemán de buena calidad. Cuando aún lo degustábamos, llegó a nuestros asientos el sobrecargo, enterado de nuestra consulta.
— No es fácil saberlo -previno de entrada —. Es un cálculo que no está entre nuestras indicaciones de servicio.
— Pero alguien habrá en el avión que sepa a qué hora estamos realmente - argüimos.
— No estoy seguro -insistió: volamos según la hora en nuestro lugar de destino y el tiempo que nos falta de vuelo…
— Nosotros felices de celebrar el año nuevo a la hora de Alemania -consideré conveniente corresponder a la gentileza de sus explicaciones —. Pero la señorita es argentina y, si no sabemos a qué hora es el Año Nuevo en el avión, según la hora de Argentina para ella faltan todavía casi tres horas hasta la medianoche; y en mi caso soy chileno, y las horas que faltan serían casi cuatro…
— Pues entonces les vamos a ofrecer también un brindis a la hora que corresponda a cada uno, ¿les parece? -arbitró el sobrecargo —. Y entretanto voy a ver qué puedo averiguar sobre su consulta… - y se despidió amablemente.
Nos habíamos terminado la segunda ronda del vino y pasaron a retirarnos las copas.
— Nada mal, para ser tu primer viaje fuera - se me ocurrió decirle —. Noche de año nuevo y tres veces celebración de medianoche en el mismo viaje…
— Es lo mismo que estaba pensando –comentó —. Y tú, ¿te había tocado antes algo así, habías viajado alguna vez antes en Año Nuevo o en otra ocasión que haya festejos?
— No, no; para mí es también primera vez que paso el año nuevo en un avión y… tres veces — me apresuré a decirle —. Pero además - y me parece que esto ya lo había masticado bien antes de decírselo -es primera vez que paso una noche, aunque sea de Año Nuevo, con una argentina… ¿Tú crees que podamos dormir algo?
— Sería bueno -convino.
Y echamos los asientos atrás para dormirnos, no sin antes dedicarnos una sonrisa de buenas noches.
La despertaron unas turbulencias, o más bien la indicación por los parlantes de regresar a los asientos y abrochar los cinturones; y semilevantó su cabeza para volverse a verme.
— No es nada -le dije —, puedes seguir durmiendo.
— ¿Dormí? -preguntó.
— Un rato - le respondí —. Con tu cabeza apoyada en mi hombro.
— No te puedo creer... - casi exclamó, medio incorporándose esta vez —. ¿Te molesté?
— No, en absoluto - la tranquilicé; omití decir algo como: Al contrario, o: Me fue agradable; y preferí preguntarle —... ¿qué soñaste?
Pareció pensarlo y, mientras enderezaba su asiento, respondió a su vez:
— Nada, no recuerdo haber soñado nada… - y, viéndome desde un poco más arriba agregó, con algo de inquietud —... no me digas que hablé mientras dormía…
— Ni una palabra -volví a tranquilizarla, mientras enderezaba también el respaldo de mi asiento, y quedaba de nuevo a su misma altura.
— Y tú, ¿dormiste? -me preguntó, ya de más cerca.
— Me parece que no -reporté —. Me tiene desvelado lo de la hora, y creo que di con la solución…
— ¿Respondió el sobrecargo? -se anduvo despistando.
— No pues; es que no es tan difícil -comenté —. Al menos no para una estimación aproximada…
— A ver, cómo sería -quiso saber.
— El vuelo demora trece horas y en Frankfurt es tres horas más tarde que en Buenos
Aires, o sea 180 minutos más tarde ¿no es cierto?
— Cierto -asintió.
— Quiere decir que podemos suponer que por cada hora de vuelo el avión avanza hasta donde son trece minutos cincuenta y un segundos más tarde - concluí.
Pareció pensar un tanto para seguir el razonamiento o revisar el cálculo. Y luego acució:
— Entonces, ¿qué hora es en el avión?
— ¿A qué hora salimos de Buenos Aires? - le pregunté a mi vez.
— Veinte para las siete de la tarde - me respondió.
— Exacto -confirmé —. ¿Y qué hora tienes en este momento en tu reloj?
— Las diez cinco -precisó
— Lo que quiere decir que dormiste, cuando más, unos tres cuartos de hora… - aproveché de mencionar —, y que hemos volado tres horas con veinticinco minutos, lo que coincide con la información de la pantalla que tienes al frente: en Frankfurt es la una de la mañana de mañana con cinco minutos y nos quedan nueve horas y treinta y cinco minutos de vuelo…
— Muy bien - dijo, con algo de impaciencia —, pero, ¿se puede saber qué hora es para nosotros aquí en el avión?
— Déjame ver - le contesté, calculadora en mano —. Trece minutos cincuenta y un segundos por tres horas con veinticinco minutos serían… - y me tardé en el cálculo —... cuarenta y siete minutos con diecinueve segundos; más la hora en Buenos Aires según tu reloj, que supongamos sea todavía la misma que me acabas de decir, según mi cuenta viene a dar, aquí, donde está el avión ahora… las diez con cincuenta y dos minutos y diecinueve segundos…
— O sea — medio exclamó de nuevo —, que falta poco más de una hora para que sea medianoche…
— Menos de la diferencia que hayas calculado - tuve que precisar —, ya que es de noche, pero no te olvides que el avión sigue volando en sentido contrario al que se pone el sol….
— De veras -aceptó —. ¿Me puedes decir entonces a qué hora de mi reloj será medianoche para nosotros?
— Eso es más sencillo -presumí —. A las 11 en punto…
— ¿Cóoomo…? ¿Estás bromeando, cómo lo calculas? - francamente se sorprendió.
— Pues porque si en trece horas de vuelo vamos a cubrir tres de diferencia, quiere decir que una se cubre en cuatro horas veinte….
— ¿Y…?
— Y como despegamos a las 6:40 p.m., más cuatro horas veinte, da las 11 p.m. en Argentina, que vendría a ser la medianoche en el avión….
Parecía algo anonadada, y preguntó:
— Decime la verdad, ¿vos ya sabías todo esto?
— No, para nada - le reafirmé —. Ya te dije que es primera vez que paso el año nuevo en un avión; si no, no se me habría ocurrido ni pensarlo.
— Y se te ocurrió así no más, todo de una vez…
— Ni tan fácil tampoco - rectifiqué — se me ocurrió… mientras tú dormías en mi hombro…
— Bárbaro, che -comentó, mirándome como si no hubiera oído lo que acababa de decirle —. Sos genial…
— Tampoco tanto -repliqué —. No tenés para qué exagerar, ché…: mirá que ni siquiera es como te lo dije…
— Cómo no… - se alarmó.
— No - precisé —, por la bendita costumbre que hay en los países de cambiar la hora…
— De veras - dijo, cavilando —. ¿Cómo incide lo del cambio…?
— Pues en que la diferencia que en verdad cuenta no es la del cambio, sino la real, y entre Argentina y Alemania no hay tres, sino en realidad cuatro horas de diferencia; con lo que… déjame ver: las cuatro horas son doscientos cuarenta minutos, que dividido por trece da… dieciocho minutos con veintiocho segundos. Por lo tanto… - tuve que concentrarme antes de continuar —, para calcular a qué hora de Argentina será medianoche en el avión…, tenemos que restar a 12:00 el tiempo de vuelo multiplicado por dieciocho minutos y veintiocho segundos…
— ¡Ya! - exclamó — y el tiempo de vuelo lo tenemos en la pantalla…
— No pues - tuve que contradecirla de nuevo —. Ese es el tiempo de vuelo que llevamos hasta este momento, no el que llevaremos cuando sea medianoche en el avión, que es lo que no sabemos…
— De veras - se apesadumbró —. O sea que de nuevo quedamos en las mismas…
— Tampoco -pude consolarla —, porque lo que sí sabemos es para qué hora queremos calcular el tiempo de vuelo ¿no?, o sea, para la medianoche en Argentina; y además sabemos que partimos a las 6:40 p.m. ¿no?; o sea, que el tiempo de vuelo a la medianoche en el avión será 12:00 menos la hora de salida, lo que da… ¡cinco horas veinte! –no pude evitarme cierto alborozo cuando conseguí concluir con el razonamiento.
— Bárbaro… -me parece que volvió a decir.
— Entonces…, déjame calcular -le pedí —...cinco horas veinte por dieciocho minutos con veintiocho segundos es… - y de nuevo me demoré en el cálculo — una hora treinta y ocho minutos con veintisiete segundos; se lo resto a 12:00 y da… diez horas y veintiún minutos con treinta y tres segundos: la medianoche en el avión será a las diez veintiún minutos y treinta tres segundos, hora de la hermana República de la Argentina...
— Justo - se medio aceleró al mirar su reloj -. Lo calculaste justo a tiempo, ya son casi las diez un cuarto...
— No falta nada - coincidí —. Si no nos apuramos, nos vamos a quedar sin celebrarlo… Vamos a encender las luces de llamada -la urgí — Esta, ¿ves?; aprieta la tuya, por favor: esa, sí; a ver si viene alguien…
Casi de inmediato apareció la azafata.
— Señorita -le informé —. Avísele por favor al sobrecargo que ahora sí, ya va a ser el Año Nuevo en el avión, que necesitamos celebrarlo con urgencia…