Hace poco fui testigo de una charla en la que una mujer comentó a otra que tenía que visitar el salón de belleza cuanto antes, su madre ya la había sentenciado exclamando un «hasta cuándo estarás con esas horrendas canas, que no hacen más que hacerte ver descuidada y vieja». El tono de voz de la mujer resumía toda la autoridad posible de la madre y el propio constructo de belleza que se había formado en ella sobre lo que significa lucir prolijo, cuidado y de buen ver. Me llamó la atención la influencia que una madre tendría sobre su hija en algo tan personal como la apariencia del pelo y extrapolé tal intromisión a otros aspectos como estilo de vestir, pareja, amistades, lugares a visitar y la lista es de susto.
Luego escucho a una mujer decir con orgullo que un hijo suyo jamás haría esto o aquello. Cabe mencionar que el hijo de referencia va camino a la adultez y que el «esto o el aquello» era lo más parecido a una decisión absolutamente personal. Imaginemos la ruta recorrida de este patrón de comportamiento: de abuelos a padres a hijos. Y así sería en las generaciones futuras o hasta que uno de sus miembros se revelase e impusiera su derecho a tomar decisiones sin intervención de terceros, aun estos fueran familia.
En este punto, recordé a una compañera de la universidad que estudió literalmente para su madre. «Al graduarme le llevé el título y le dije: 'ahí lo tienes'», me había contado. Luego de esa vez no la recuerdo hablar de la carrera ni nada que se le pareciera. Su pasión está en trabajar bisutería, la creación de adornos de materiales diversos; también transforma cualquier camiseta blanca en una pieza distinta pues le dibuja flores, rostros, corazones, en fin.
La famosa frase de «son hijos de la vida» parece no tener sentido para algunos padres. Recuerdo que en mi adolescencia ya tenía claro cómo criaría a mis hijos. Algo totalmente extemporáneo para una jovencita que apenas había recibido un primer beso, y resulta que es justo lo que vivo en mi rol de madre. Soy la primera sorprendida, créanme, cada vez que me veo en un copia y pega mientras corrijo o enseño a la niña. Y es que al crecer dentro de una generación donde «el muchacho no opina», «el muchacho no es gente», «qué sabe un muchacho», o «vete a ver si la gallina puso» –nótese que muchacho era niños y niñas en general-, yo ya sabía que no querría una hija o un hijo que tuviera temor de hablar o expresarse, ni moverse tanto como quisiera. Claro, quería para mis futuros hijos lo que yo no tenía.
Si me dieran a elegir volver a mi niñez lo rechazaría de inmediato; sin embargo, hay una gran diferencia entre romper patrones negativos en forma consciente para no transmitirlos a los hijos y tratar de vivir por medio de ellos la vida que vivimos, con la misma línea y guiones, torcidos, rectos o totalmente desfigurados, sin detenernos a meditar que no lo quisimos así. Es como seguir de la largo, pero en otra vida y eso no es justo ni para padres ni para hijos.
Sin embargo, todo lo anterior y lo que sigue es muy complejo. No somos conscientes de las estructuras de comportamiento modelados arbitrariamente desde nuestros padres y que son transmitidos a los hijos mediante la crianza. No advertimos que esa vida que formamos no ha pedido esa enseñanza que le damos y, por tanto, de adulto lidiará con su resultado, sea favorable o no. Una idea de hacia dónde dirigirlos, ya que es inevitable transmitirles lo que somos y tenemos en nuestro ser, es meditar sobre los retos que enfrentamos en tiempo presente, establecer su relación con la crianza recibida y hacer un repaso de cómo damos la cara al problema. Sin duda, gran parte de todo ese escenario está siendo incorporado en ellos. Otra es preguntarnos sobre nuestra niñez, por mucho que nos moleste la respuesta y por mucho que nos resistamos, ellos están donde estuvimos. Asumir esto con todo y consecuencias puede evitar muchos malos ratos.
Los hijos no traen manual de instrucción. La semana pasada recordé algo que hacía mi padre y que realmente me molestaba. Maestro al fin, corregía constantemente mi pronunciación, la ortografía, y al momento de estudiar era yo y un universo de libros sobre la mesa. Me he sorprendido en lo mismo con mi niña, solo que ella es más pequeña de lo que era yo entonces; vi en mi tono de voz la exigencia de mi papá y la poca retroalimentación positiva recibida. Eso fue suficiente para revisar el modo en que pueda lograr el mismo resultado en ella pero de una forma diferente, incluso divertida.
Puede ser natural para muchos padres y madres pensar que sus hijos estarán en deuda eterna con ellos. Después de todo les dieron la vida, techo, comida, educación. De alguna forma hay quienes se creen con el derecho de exigir, reclamar y demandar de ellos hasta sueños frustrados, como si fueran apéndices de destino. Pocas cosas hacen más daño a un niño o niña que asignarle un sino que no es de ellos, o pensar que deben repararnos o mejorarnos, lo cual es de hecho un resultado adicional, mas no el propósito de la enseñanza. Mientras son pequeños es nuestra responsabilidad dotarlos de la mejor información posible, en un ambiente sano y seguro. Ya de adultos, dejarles ser independientes. Deberán vivir la vida, gozar sus aciertos y asumir las consecuencias de sus errores. Lo harán con todo lo que dejamos en ellos, y estarán conectados a nosotros desde el amor, que solo puede germinar saludablemente en el respeto y la libertad.