Me pregunto si al recordar, logramos desafiar a Cronos y conseguimos detener el tiempo. Me pregunto si con con un recuerdo, extendemos una red para atrapar los minutos, si perforamos los segundos con un alfiler y conseguimos atraparlos en un frasco para reutilizarlos en el futuro. Qué es lo que hace que broten esos momentos ya vividos, porque cuanto más me esfuerzo por revivirlos se vuelven más esquivos. Sin embargo, hay chispazos que detonan la memoria: un color, un aroma, una canción son suficientes para transportarte a ese episodio de la vida. Es como si un disparo te metiera en un hoyo temporal, te aspirara del presente y te abdujera para ponerte en ese otro lugar, una vez más.
Algunas veces el recuerdo es tan fugaz que lo olvidas. Otras, la abducción es tan poderosa que te deja habitando en ese lugar aún cuando sabes que ya no estás ahí. Es ponerte frente a la presencia de Kairós, el dios del momento indeterminado donde las cosas especiales suceden. Para los adoradores del hijo menor de Zeus, las cosas suceden en el tiempo indicado. Ese fue el caso. Entonces, como ahora, los primeros días de primavera teñían a la ciudad de morado porque todas las jacarandas se había puesto de acuerdo para florecer al mismo tiempo. Igual que hoy, aquella vez me había estacionado en ese lugar o casi en ese lugar: la vista era idéntica. Los racimos de color violáceo cubrían las copas de los árboles y dejaban una capa de tubitos desde azul pálido hasta morado obispo que caían al suelo formando alfombras que hacían pensar que el asfalto ya no era negro.
Al igual que aquel día, varias de esas florecitas volaron hasta el parabrisas del auto. Formaron una fila ordenada, como si estuvieran decididas a ser el muestrario los diferentes tonos tan iguales y tan distintos de la jacaranda. Tal vez fue el clima templado de inicios de la primavera, el olor a palo de rosa que desplazaba el aroma a llanta quemada de los estacionamientos, la voz rasposa de Bob Dylan o que ambos sabíamos que, a pesar de las promesas, no nos volveríamos a ver lo que marcó el momento. Quizás fue que acababa de leer ese poema de Sor Juana que insiste en que yo no puedo tenerte ni dejarte, no sé si porque al dejarte o al tenerte, se encuentra un no sé qué para quererte y muchos sí sé qué para olvidarte. Javier insistió en que nos tomáramos una foto, fue la última. Debe estar en alguno de los archivos de mi computadora, pero no hace falta recuperarlo. Con sólo cerrar los ojos puedo volver a ver esa cara barbada, esa cabellera rizada, esas pestañas tan largas y esa mirada color miel que tenía el poder de hacerme sentir tan pequeña que podía meterme en el bolsillo trasero de su pantalón y tan grande que el mundo me cabría en una muela.
Me pidió que girara la cara para que lo mirara a él y no a la cámara. Extendió el brazo y apretó varias veces el disparador. Toma, te la dejo, para que me la cuides mientras nos volvemos a ver. Mándame las fotos por correo postal. Sí. Imprímelas. Las fotografías digitales no tienen sentido. No le pregunté a dónde debía enviarlas, tampoco me lo dijo. Javier fue ese enamoramiento con el que se te acaba la juventud. Ese que se lleva los motivos para creerlo todo, ese que acaba con la necesidad de prometer de más; ese que termina con la deliciosa despreocupación, con la certeza de que el mundo no tiene fin pero que te cabe en el hueco de la mano. Después de Javier, la realidad me cayó encima como un torrente de hielos sobre la espalda.
Con Javier, se clausuró esa ilusión de salir con el hombre más guapo de la tierra sin darme cuenta que su condición de trotamundos escondía una realidad evidente para todos menos para mí. Se acabaron esos delirios de querer ver el mundo a través de las aspiraciones, gustos, opiniones de la encarnación de Eros y del gusto por esa boca que sabía a tabaco oscuro y a hierbabuena. Ya no recuerdo a qué vino a la ciudad, me parece que dijo que estaba haciendo fotografías para una revista importante. Seguro fue Kairós y no Cronos el que metió la nariz. Nos topamos por casualidad, en una calle cercana a la universidad. Venía cargada de libros y se ofreció a ayudarme. Nunca me imaginé que su presencia se prolongaría por algún tiempo y que se convertiría en alguien tan importante. No sé por qué, casi siempre lo tengo condenado al olvido.
Había algo de esa guapura de Javier que se contagiaba, no nada más a mí, se irradiaba. Él era algo así como la primera copa de vino rosado en los últimos días de invierno y yo era tan original como un café americano que acompaña a un buen lector. Los extremos causan efectos electrizantes. Recuerdo que una viejecita que vendía billetes de lotería, tal vez emocionada por nuestra felicidad juvenil y por la ilusión que da ver a un par de jóvenes enamorados, nos insistió en comprar dos cachitos del sorteo mayor. Javier se animó con la serie completa. Suerte, chicos. Bueno, suerte ya tienen, están juntos. Disfruten su suerte. Disfruten. Lo dijo sonriendo y mostrando los huecos en donde debería haber dientes. Javier le sonrió de regreso, pero en sus ojos se adivinaba el desconsuelo del que anticipa una despedida. Pero, en aquellos momentos estábamos tomados de la mano y a mí, nada me importaba tanto como eso. Toma, guárdalos tú, me dijo y los metí en mi cartera.
Las manecillas del reloj se aceleraban y se acompasaban cuando estaba junto a Javier. Era un arrebato dorado, un gusto por detenerlo y un gran susto por encariñarme: la dicha de hoy, la sombra que se prolonga en busca de una certeza, la pintura del deseo, el titubeo, el hambre, el tormento. Todo era una mezcla de manos y ojos. Sólo lo que tocábamos era lo que veíamos. La duda era como un peñasco rudo. La dicha era una esfera. Y yo en el límite de la imaginación, viendo como padecen los mortales cuando se les agota la dicha. Se desgarró la inocencia.
Hoy, como aquel día, al subir al coche sentí que la piel se me puso de gallina. Recuerdo que Javier me tomó por el cuello y me besó. No fue un impulso de concupiscencia lo que me movió a corresponder con mayor apremio, no tengo la menor idea de lo que provocó en mí ese sentido de exigencia. En un instante, percibí su sorpresa y de inmediato su reacción. Era como si quisiera dejar una huella de amor duradero, como si la experiencia de la vida se pudiera transmitir en unos instantes a través de manos que acarician el cuerpo. Nos besamos y nos acariciamos hasta que llegó el momento de llevarlo o perdería el vuelo. Se lo pude haber dicho en ese momento, pude haber dejado que el amor triunfara. Preferí el silencio.
Recorrimos el camino al aeropuerto callados. Íbamos tomados de la mano. Yo manejaba y él no paraba de mirarme. La tarde se hizo polvorienta, la ventisca levantaba las hojas violeta de las jacarandas y las estrellaba contra la ventanilla del coche. Al bajar, tuve que luchar contra el aire que se empeñaba en levantarme la falda mientras Javier sacaba las maletas de la cajuela. El viento le movía los rizos de un lado al otro. Los últimos momentos, en la cafetería cercana a la puerta de salidas internacionales, exageré mis obligaciones universitarias y me puse de pie antes de que llegara la hora de abordar el vuelo. No lo acompañé a la puerta de embarque. No quise verlo desaparecer entre la gente que agita la mano mientras el que se queda se convierte en estatua de sal. Llegó el momento de la verdad. Me miró más de un minuto, con esa mirada turbia que aprendí a conocer y jamás pude descifrar. También ahí se lo pude haber dicho y volví a preferir el silencio.
Lo abracé, busqué sus labios. No los encontré. Me acarició el pelo. Me miro a los ojos. Mándame las fotos, no lo olvides, por favor. Nunca supe a dónde enviarlas. Cuídame la cámara, mientras nos volvemos a ver. La cámara está en alguna caja, guardada en la buhardilla de la casa. El billete de lotería, en cambio, no lo conservé. Lo transformé en un depósito a mi cuenta de cheques, tres semanas después.
Me pregunto si al recordar, logramos desafiar a Cronos y conseguimos detener el tiempo. Me pregunto si Kairós se mete en la secuencia temporal de Cronos para desajustarle los minutos y los segundos. Me pregunto si debí pedirle que se quedara. Miro las cinco florecitas que se acomodaron en el parabrisas, las jacarandas llenas de flores y las calles que se ven tapizadas de morado. Me pregunto por qué esta tarde de primavera se vuelve polvorienta, tan airosa, tan violeta y por qué siento que en cualquier momento alguien me va a pedir el contenido del sobre manila que sólo tiene anotado el remitente.