El almuerzo provisto por Viviana fue digamos que frugal, aunque de todo mi gusto: sándwiches de jamón con palta en pan integral, jugos y alguna fruta; pero la conversación incesante. Hablamos con mayor detalle de lo que habían sido nuestras vidas, en especial tras el golpe. Me contó sobre sus dudas para viajar a radicarse en Estados Unidos, donde su esposo había sido invitado a la Universidad por un tiempo y tuvo después la oportunidad de quedarse. Sobre sus padres, que se habían trasladado a vivir con ellos; de la larga enfermedad de su padre y de los cuidados que había podido prodigarle, pues pese a que había perdido la capacidad de comunicación con los demás, estaba segura de que con ella la había mantenido; y de su madre, quien estaba muy bien y a quien vería el domingo. Sobre cómo había sido su vida en el país donde crecieron y se adaptaron sus hijos; sobre cómo había llegado el día en que había comprendido que ya no regresarían a Chile; sobre su trabajo actual.
Terminado el refrigerio, me dio las copias que me había traído de varias fotos de los tiempos en que fuimos compañeros de Universidad, incluida la de nuestro baile en su matrimonio, que en Santiago le había comentado que ya no tenía, pues no la reencontré entre mis pertenencias al regreso del exilio; y me recordó que por mi parte le había dado en su momento de regalo la del grupo de todas las compañeras en el primer año, así como que a veces le dejaba barras de chocolate entre sus cuadernos, de lo que tampoco me acordaba.
De modo que me resultó bastante natural decirle:
— Estaba completamente enamorado de ti…
— Sí lo sabía… -me confirmó.
Habría tal vez podido decirle más sobre mí en aquel tiempo (por ejemplo, que esas barras de chocolate eran las que me daba mi madre -una a mí y otra a mi hermana- cada vez que iba a Arica, pues en ese entonces en el país, habrase visto, el chocolate importado era medio prohibitivo), pero me limité a afirmar:
— Yo era entonces un niño.
— Por supuesto -convino de inmediato.
Hablamos en cambio bastante sobre nosotros mismos en aquella época, aunque cuidadosamente, como el tiempo pasado que había sido, y fui en general confirmando mis impresiones tal como las rememoraba.
— Tú eras para mí un amigo muy preciado -deslindó ella un rato después — y te admiraba mucho: habías leído la "Historia de la Civilización", de Will Durant, y eras tan… - y agregó un calificativo que se supone a tal punto encomiástico que ni aún escribiendo en tercera persona se atrevería P. a transcribirlo en relación a sí mismo (aunque no dejé de reparar en que, en todo caso, fue también en pretérito que lo dijo).
Por el contrario, hice como si no la hubiera oído, y omití aclararle que tal vez habría leído alguna parte, o algún resumen de la obra de los Durant, o que quizás se refería a una Historia de la Cultura, que sí me parece que había leído, aunque ya no recuerdo de qué autor; y preferí retomar sus menciones de antes a la fotografía del grupo de compañeras o a los chocolates que me había recordado, para en compensación rememorar con todo detalle algunos de sus atuendos con los que la había admirado y sus combinaciones de zapatos, cinturón y cartera.
— Es cierto…, exacto… - fue ratificando a medida que los describía, y exclamó — ¡cómo puedes tener tan buena memoria! -, con lo que se acordó de darle una mirada a su reloj y añadió — se nos pasó la hora, tengo que llamar a mi trabajo -, y después de llamar, agregó — no es problema, voy a pasar un rato al regreso.
Caminamos después hacia el mar hasta el término del parque. Admiré desde allí la completa vista sobre la bahía, el centro de la ciudad y los edificios en todo el contorno; me explicó algunos detalles, y que no veíamos el Golden Gate porque está en el cabo de la península que teníamos al frente formando el sector sur de la bahía; e iniciamos una larga caminata por la costanera entre la playa vacía y el césped del parque hacia un extremo de la isla, en dirección contraria a la del puente que no veíamos.
La conversación siguió recayendo en distintos aspectos acerca de ella, de mí o de nosotros; aunque también sobre distintas situaciones que habíamos vivido cada uno o ambos separadamente; o sobre compañeros, profesores, ayudantes y otras personas conocidas de nuestro tiempo en la Universidad, o de las que por diferentes razones algo sabíamos los dos. A poco andar le pregunté si podría tomarse de mi brazo, a lo que asintió sin reservas, permitiéndonos caminar más aunados y acompasadamente mientras se entretejían los recuerdos que nos mantenían unidos; pude observar por tanto asida a mi antebrazo su hermosa mano, con el mismo color de rojo carmesí en su barniz de uñas que en sus labios, llegué a plantearme si no podría apoyar mi mano sobre la suya, nada más para una caricia que expresara mi afecto, a la vez que me previne de no hacerlo; y en eso más o menos estaba cuando el giro de la conversación cedió lugar a su pregunta:
— ¿Y cómo fue tu relación con Selma?
— Éramos amigos -me apresuré a responderle — y aunque nunca nos hemos visto mucho, lo hemos seguido siendo siempre.
— Ah… -reiteró aún — yo tenía entendido que había habido algo entre ustedes…
Le conté entonces que conocía a Selma de antes, pese a que tan solo de vista, pues nunca habíamos siquiera hablado hasta reencontrarla en la Universidad, pero que sí había estado años enamorado de ella en aquel primer tiempo, lo que me había al menos valido el ya no recaer cuando fuimos compañeros; y también alguna anécdota sobre la amistad que habíamos seguido teniendo después.
De los recuerdos, la conversación fue derivando cada vez más al presente y nuestras respectivas perspectivas. Le conté en términos generales, aunque sin ambages, que estaba separado desde un año antes de haber vuelto a Chile; que al partir de Belgrado había caído en cuenta de que estaba enamorado; que había esperado tener a mi regreso al país alguna continuidad de trabajo que me permitiera replantear mi vida, lo que hasta ahora no ocurría; que no estaba dispuesto a perder el amor que tenía; que no sabía cómo podría hacerlo; que había hecho siempre todo lo que estuvo a mi alcance por mi familia y que me importaba mucho evitar cualquier inconveniencia que pudiera.
Me escuchó reconcentradamente, y comentó que me entendía; que ella también pensaba que había que hacer lo posible por mantener el matrimonio, pero que entendía asimismo que en definitiva el resultado pudiera ser distinto; que comprendía las dificultades de la situación y la alegraba verme tranquilo y positivo; que estaba segura de mi esfuerzo por procurar lo mejor; y que estimaba que en estos casos había que tratar de aplicar el teorema del óptimo de Pareto.
Me sorprendió el cambio de giro en que concluyó.
— Cómo sería eso -opté por consultar.
— Como dice el teorema -replicó —, ¿lo recuerdas?
— Bueno, hay cosas de las que me acuerdo y otras que ni tanto -concedí —. Me parece recordar haberlo visto, no sé si en el Boulding, o en el Stigler -en referencia a dos textos de nuestros estudios en la Universidad —. Pero precísame, por favor.
— Dice algo así como que, en una situación dada, el óptimo general se produce cuando el nivel que alcanza cada factor no puede aumentar sin afectar el nivel de alguno de los restantes factores.
— Pues más o menos esa sería la idea- me limité a responder.
Habíamos ya terminado la caminata de regreso y conversábamos apoyados en alguna baranda de frente a la bahía, cuando se me ocurrió preguntarle si no iríamos a tomarnos algún café.
— Conforme -respondió tras consultar de nuevo su reloj —, ya no alcanzo a regresar a mi trabajo.
Y nos fuimos a una cafetería que resultó estar en el centro de Alameda, que así se llama esa isla.
Estoy seguro de haber mantenido nuestra conversación atenta y consideradamente; pero durante el trayecto no dejé además de observar el sector distinto por el que ahora regresábamos, en especial -como no sabía adónde íbamos- para ver cuando cruzáramos algún puente; pero entretanto y a la vez, no dejaba de pensar en Pareto. Bueno, en lo que sería su teorema; y en si será siempre factible establecer cuál sea el nivel de cada factor que no afecte el de los restantes, o siquiera averiguar cuáles sean los de cada uno; si los criterios, escalas o parámetros para cada factor pueden ser los mismos y si no, cómo es que se pueden comparar; si el óptimo general puede ser de la misma índole que los individuales, o es de naturaleza diferente, o en qué consiste; en suma, sobre la necesidad, pero también las limitaciones del razonamiento abstracto; y, en particular, sobre las precariedades de la teoría económica; mientras igual trataba a la llegada de ayudarla a ver dónde podríamos estacionarnos; y me recordaba a mí mismo que no era ocasión para disquisiciones epistemológicas, que no debía permitirme que se traslucieran en la conversación.
La cafetería era pródiga en pasteles, de manera que Viviana se tentó con uno para acompañar su té, mientras por mi parte me atuve a un notable café helado.
En tanto proseguíamos animadamente nuestra charla, me pasé para mis adentros, del teorema, a lo recurrente que es en la teoría económica el estudio del equilibrio, como si fuera tan fácil de alcanzar; o tal vez, más en general, de la apreciación crítica de la micro economía, o economía marginalista, o neoclásica, a la necesaria comprensión histórico-política de la realidad social; y me acordé del verdadero hallazgo que fue para mí cuando, en un texto sobre política, me encontré con la definición del poder como «un determinado equilibrio en la relación de fuerzas»; y de allí, a cómo fue que, sin embargo, tan sólo mucho años después y por mí mismo, vine a caer en cuenta de que en realidad todo es un equilibrio, de que nada es sino un cierto equilibrio: inestable, temporal, cambiante; y luego a acordarme del Rola Rola, un equilibrista al que vi varias veces de niño en el circo de Las Águilas Humanas, al que indefectiblemente me llevaba mi padre los dieciocho de septiembre, el que empezaba por encaramarse a una alta tarima portando sobre su cabeza una esfera de buen tamaño, la que acomodaba sobre la tarima para luego caminar sobre la esfera, como quien va por la calle, y cada vez más rápido, mientras la esfera se deslizaba hacia los límites de la tarima y parecía caerse, pero no, el Rola Rola giraba y conseguía que la esfera regresara hacia el centro, y sonreía, levantaba los brazos o hacia alguna reverencia para agradecer los aplausos; y entonces ponía sobre la esfera una tabla, con sus pies en cada uno de sus extremos, y se balanceaba, hasta que la tabla ya parecía escapar del polo superior de la esfera, o la esfera de la alta tarima, y parte del público prefería ya no mirar, por el temor de que, ahora sí, fuera a caerse; pero no, el Rola Rola hacía algún movimiento, y todo volvía a su centro; y entonces le alcanzaban una silla, que acomodaba sobre la tabla, y se sentaba sobre la silla para balancearse con la tabla sobre la esfera, una pierna sobre otra, mientras le hacía señas a alguna niña en las graderías; pero no sólo eso, se paraba sobre la silla para seguir balanceándose, y para permitirse algún lance por gestos con la misma niña, o con otra, o con varias, y luego se sostenía sobre las manos en el asiento de la silla, con los pies en alto, y caminando sobre sus manos hacia atrás, mientras la esfera se desplazaba, la tabla se balanceaba, la silla se equilibraba, trepaba así por el respaldo de la silla, primero a uno de los travesaños, luego al otro, y en fin a la parte superior del respaldo, donde después de un rato, mientras parecía conducir abajo la esfera como si estuviera manejando una bicicleta invertida, se encorvaba lentamente, hasta hacerse un ovillo entre sus brazos sobre el respaldo, para después volver a ponerse de pie, aunque ahora no sobre el asiento de la silla, sino sobre la parte superior del respaldo; y hasta donde le alcanzaban primero aros, que sostenía en movimiento con un brazo levantado y una pierna en el aire, mirando galanamente hacia arriba, como si no hubiera ningún riesgo en lo que hacía, y luego distintos elementos, palos como de palitroque y pelotas, cada cual de un distinto color fluorescente; porque a todo esto, las luces también jugaban, los reflectores cambiando de colores, y de repente hasta se apagaban, y se escuchaba un estrépito, cual si el Rola Rola y toda su parafernalia se hubieran venido abajo, y oí una vez clarito a una señora que a mi lado exclamó en la oscuridad como en un ahogo: ¡Chuuuta, se sacó la cresta…!; pero no, allí se seguían viendo, primero, solo los aros, que seguían en movimiento, y refulgían como si estuvieran suspendidos por sí mismos en el aire, y luego los siguientes elementos, con los que el Rola Rola hacía diversos malabares; hasta que algún reflector se encendía para iluminarlo sólo a él, como si abajo no hubiera nada, y ya después, a plena luz, volvían a verse silla, tabla, esfera, que oscilaban, se movían, bailaban, pero todo se mantenía en equilibrio sobre la tarima; y nunca, nunca vi que el Rola Rola se cayera.
Lo que quiera que haya sido que entretanto seguimos animadamente conversando, llegó el momento en que Viviana se interrumpió para afirmar sin dar lugar a desdecirla:
— No regresé a mi trabajo, pero ahora sí debo volver a casa -y agregó —, te voy a dejar donde puedes tomar un bus que te lleva a Civic Center, y de ahí sigues por el mismo 75-A de nuevo a Caltrain Station.
Distraído con la conversación en el auto, tampoco vi a la vuelta el puente del regreso, ahora entre la isla y el continente, que fue otro, me explicó Viviana cuando me acordé de pedirle que me avisara, y me respondió que ya lo habíamos pasado; y llegamos a la parada del primer bus justo cuando había uno casi por partir, por lo que apenas nos alcanzamos a despedir hasta el siguiente domingo.
Curioso, pensé, tras instalarme en el bus: estuve casi en frente del Golden Gate, pero no lo he visto; y he cruzado dos puentes, al ir y al venir, sin darme cuenta. Y luego, mientras observaba la ciudad que empezó a desfilar ante mi ojos apenas el bus se puso en movimiento, empecé a repasar a la vez la deliciosa tarde que había vivido, los recuerdos reeditados después de tanto tiempo, me vi como si fuera en realidad que caminaba por Apoquindo llevando de nuevo aquella foto; y no sentí ningún desconsuelo por haber amado a Viviana, sino por el contrario, una enorme complacencia por la certidumbre que podía seguir teniendo en mi amor de entonces y por la afectuosa cercanía que seguía siendo.
En Civic Center me pareció que todavía me alcanzaba el tiempo, y aproveché para darme una vuelta por el sector. Después, ya en el tren, un tren eléctrico, silencioso, de dos pisos, que cruza la ciudad como si sus barrios fueran las aguas que un barco remueve y corta al avanzar, desde arriba, en el segundo piso, fui viendo sucederse a cada lado de la vía férrea barrios o localidades distintas, de muy distinto carácter -céntricas, residenciales, semi industriales, medio rurales- pero todas como vistas desde su revés, de una faz distinta a la que se ve desde la calle, y en buena parte inesperada, de hacinamiento, ausencia de cuidados, arrumbamientos, maquinaria y materiales en desuso, abandono; un aspecto completamente diferente al que luce la ciudad por su fachada en todas partes que había estado, como si lo que estuviera recorriendo fuera ahora el trasfondo del bien cuidado escenario visible desde la platea. Descendí del tren en la estación desde la que debía aún caminar a casa un poco más de dos kilómetros, y a partir del mismo andén todo volvió a verse de nuevo diferente: organizado, limpio, casi diría que reluciente, pese a que la luz natural disminuía y a poco andar ya casi había anochecido, pues en la misma medida iba aumentando a su vez la luz artificial, por lo que la iluminación seguía siendo suficiente. Hice el recorrido según las indicaciones recibidas, aunque con dudas aquí o allá de si no me habría equivocado; hasta que divisé el cuartel de bomberos cercano que había registrado como mi principal referencia para el regreso, y el mismo que mi nieto mayor me dijo hace poco que era su primer recuerdo del que tenía memoria.
El domingo en su casa fue una nueva jornada de agrado. En lo que a mí respecta, porque me atuve a que mejor compartieran las familias, mientras por mi parte conversé sobre todo con la madre de Viviana, una señora encantadora a quien antes apenas había conocido, pero que me resultó tan interesante y de tantas confidencias como en general fueron para mí mis tías. Volví a acordarme de los puentes que crucé sin saber que el primero existía y sin darme cuenta del segundo. Pude además ver el Golden Gate, que entretanto, durante la semana, ya había cruzado; pero que desde la casa de Viviana, a media altura en una colina frente al mar, se ve en perspectiva, a lo lejos pero en toda su extensión, uniendo los dos cabos de tierra para cerrar la inmensa bahía; y pude verlo como si el puente estuviera al pié del jardín en pendiente de la entrada a la casa, sembrado de rosas cultivadas por Viviana y con una planta de copihues rojos florecida junto a su puerta. Un par de días después me encontré con su marido, quien tuvo la gentileza de invitarme para recorrer parte de la ciudad y sus alrededores, lo que me permitió apreciar aspectos y detalles que me hizo ver con su buen ojo de arquitecto. Terminado el recorrido, esta vez cerca de la estación para el tren a Stanford, nos esperaba Viviana para despedirse, y para darme un regalo de recuerdo para el nieto, junto al cual venía una tarjeta dirigida a mí y escrita largamente con la misma letra redonda e inclinada que recordaba de sus cuadernos, deseándome suerte y que me fuera bien en lo que siguiera de mi vida; la que bien podría llamar carta para el camino.