«Alma, no me digas nada,
que para tu voz dormida ya está mi puerta cerrada».(Juan Guzmán Cruchaga)
Dicen que el alma pesa veintiún gramos. Según rigurosos y repetidos experimentos de pesaje –notarios mediante-, hechos por el doctor estadounidense, Douglas Mac Dougall, los muertos pesan una cantidad determinada cuando están en trance de pasar a la otra orilla, y, segundos después del fin, su peso es veintiún gramos menor. Esta cifra es única para todos: flacos, gordos, viejos, jóvenes, mujeres y hombres, niños, niñas y recién nacidos que no se aferraron a la vida... No varía en ningún caso, según el científico de marras -escocés de ascendencia, lo que le hace sospechoso de delirio mítico- y otros colegas que le han secundado en su labor empírica.
Esto de que el alma tenga peso específico es, ciertamente, revolucionario. Ya no se trataría de especulaciones sobrenaturales, sino de pruebas científicas irrefutables, algo más trascendental aún que la curvatura de la luz, cuya leve masa es atraída por la fuerza de la gravedad, según demostró Albert Einstein. El sabio hebreo-alemán era creyente, aunque no profesara una determinada religión, pero, al parecer, la probabilidad del peso real del alma no estuvo en sus lucubraciones físico-matemáticas.
Si le asignamos este peso al alma, veintiún gramos, que desaparecen en el finado u occiso, se abre una nueva interrogante: ¿por dónde escapa el alma? Quizá a través del «hálito del último suspiro», según inmejorable expresión romántica. Podría ser por otros procesos expelentes, que suelen acompañar al último estertor, lo que nos llevaría a colegir que el alma sale del cuerpo, o le abandona, o le huye, por otros vericuetos menos pudorosos y líricos. La cuestión, un tanto enojosa, no ha sido resuelta por el doctor Douglas.
Otra pregunta, mucho más difícil de responder, es: ¿a dónde va el alma? En este dilema, las hipótesis son numerosas. Unos afirman que vuela hacia el Cielo, para morar eternamente con los justos, a la vera del Altísimo; otros, que se funde en el Uno universal; ciertos fundamentalistas rigurosos, aseveran que cae a las profundidades del averno, para quemarse en el fuego eterno, aunque nadie ha probado aún que el alma sea comburente ni menos combustible; esto último provocaría impensables estallidos en el Hades. También cabe preguntarse si los desalmados carecen del tesoro leve de esos veintiún gramos, y pesan igual, vivos o muertos.
Con este notable hallazgo de mister Douglas, también pudiera complicarse la cuestión fáustica, es decir el propósito y posibilidad de algunos para venderle el alma al Diablo. Si se trata de un guarismo determinado y preciso, aquellos gramos de inmortalidad tendrán un valor transable base en los mercados bursátiles del alma y pudieran ser negociados en Wall Street, como cualquier acción, bono o debenture atractivo para inversores. Imaginemos a un jeque árabe, que al adquirir un famoso equipo de fútbol, como el Manchester City, por ejemplo, haga suyas las almas de los jugadores, con lo que el valor de las transferencias alcanzaría límites inimaginables.
Estas lucubraciones, nacidas en la loca de la casa, como se ha llamado a la imaginación -en este caso exacerbada por el raro efecto de la pretensión pragmática de sopesar el alma-, pueden llevarnos al desvarío, a trastornos psíquicos y emocionales agudos, como el que padeciera el Señor de la Mancha, Ingenioso Hidalgo o Caballero de los Leones.
Según los románticos, y otros ismos aún más lejanos en el tiempo que ellos, el amor y otros sentimientos tenían su morada en el corazón. Los científicos nos enseñaron después que aquella casa ilusoria no es otra cosa que el cerebro y sus enrevesadas circunvoluciones. Ciertos testimonios de individuos que estuvieron bajo «muerte cerebral» y regresaron de ese estado, probarían que ni el corazón ni el cerebro son receptáculos de la conciencia, sino que ella habita en el alma y puede mirar y contemplar todo más allá de la muerte. Especulaciones, eso sí, que no constituyen respuesta cabal ni satisfacen a escépticos, agnósticos, ateos o crédulos.
Para la Fe, esa gracia que, por ahora, no ha sido pesada en balanza alguna, el alma es atributo divino que nos asegura la inmortalidad, la trascendencia escatológica, como vencedores de la muerte física. Es el don de los creyentes, tan admirable para mí porque no me fue otorgado. Mas si me diesen a optar, entre el cientificismo a ultranza del doctor Douglas y el arrebato místico de Teresa de Ahumada o la santa poeta de Ávila, me quedo con este último anhelo, más por elección estética que otra cosa.
Alma, buscarte has en Mí,
y a Mí buscarme has en ti.De tal suerte pudo amor,
alma, en mí te retratar,
que ningún sabio pintor
supiera con tal primor
tal imagen estampar.Fuiste por amor criada
hermosa, bella, y así
en mis entrañas pintada,
si te perdieres, mi amada,
Alma, buscarte has en Mí.Vivo ya fuera de mí,
Después que muero de amor;
Porque vivo en el Señor,
Que me quiso para sí:
Cuando el corazón le di
Puso en él este letrero,
Que muero porque no muero.
Después de todo, tal vez Dios sea un Poeta que versifica el Cosmos con las sílabas de las almas, sin peso ni volumen, porque Él escribirá –digo yo- en una dimensión ajena por completo al espacio-tiempo y a otras estériles mediciones de la patética orfandad humana.