Desde antes que asumiera el nuevo presidente, me rehusé a que se me postulara para desempeñarme en alguna función de Gobierno: la dedicación a la actividad por cuenta propia desarrollada durante los años anteriores me había llevado a contraer obligaciones y responsabilidades de las que no me pareció posible prescindir; contaba, por el contrario, con que podría contribuir así de mejor manera en lo que me fuera posible.
Los resultados alcanzados en mi dedicación habían sido desde el inicio insuficientes o negativos; no obstante, cada vez me pareció que podría revertirlos ampliando la actividad, en una nueva escala de operaciones y, por tanto, aumentando mis compromisos, sin conseguir sin embargo que el rédito mejorara, con lo que las condiciones se me fueron haciendo cada vez más difíciles. Ya en el segundo año después de iniciada la transición, la revista Convergencia dejó de aparecer, como por lo demás ocurrió con todos los medios impresos de oposición a la dictadura.
Es posible que el esfuerzo realizado en mi actividad hubiera podido en fin fructificar, pero llegado el momento en que alcancé a vislumbrar que fuera realmente así, el principal contrato con que contaba para mantener el impulso fue arbitrariamente modificado por la contraparte, la situación se me hizo insostenible y conseguí a duras penas concluirla sin mayores consecuencias. Algunas relaciones cercanas se preocuparon y un buen amigo me abrió la posibilidad de incorporarme a la Cancillería, en relación con la cual había desempeñado algunas funciones desde el Ministerio de Economía durante el gobierno de Allende; y fui luego designado embajador ante lo que era entonces Yugoslavia.
De acuerdo a la práctica diplomática tradicional, arribé a Belgrado viajando por la línea aérea del país ante el que estaba acreditado; fue el 15 de junio de 1998, el mismo día para el que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) decretó lo que llamó Operación Halcón Decidido, cerrando por primera vez el espacio aéreo de Yugoslavia, y en el único vuelo que arribó ese día desde el exterior, en el caso desde Frankfurt, volando a baja altura y con continua información del piloto sobre las condiciones del vuelo.
El anochecer del 24 de marzo de 1999 se inició el bombardeo sobre Yugoslavia, que se prolongó por setenta y ocho días, hasta el 9 de junio; fue la primera vez que la OTAN inició una guerra sin aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los bombardeos mataron a un orden estimado de 500 militares y policías, y de 5.000 civiles yugoslavos. Fueron destruidos los Ministerios del Interior de Serbia y de Yugoslavia; el Ministerio de Defensa yugoslavo y la sede de la fuerza aérea; puentes y vías férreas en todo el país; el edificio central de la radio televisión serbia; la torre principal de las tele comunicaciones, alta de más trescientos metros en la cima de una colina y símbolo de la ciudad de Belgrado; instalaciones gubernamentales y el edificio sede de partidos políticos de gobierno; fábricas y centros de acopio; centrales y plantas de energía eléctrica provocando la falta total de electricidad en Belgrado por varios días; plantas de procesamiento del agua potable y de la calefacción central de las ciudades; residencias y establecimientos civiles, reportados por la OTAN como errores o «daños colaterales».
La noche del 7 de mayo fue bombardeada la embajada china, matando a tres diplomáticos y dejando más de una decena de heridos: los jefes de Estado y todos los sistemas de seguridad y defensa de las principales potencias del mundo se mantuvieron en alerta y extrema tensión por lo menos durante las cuarenta y ocho horas siguientes. «Si la bomba hubiera caído sobre la embajada rusa -se dijo en un programa de CNN en EEUU — esta transmisión no estaría teniendo lugar». A los pocos días se recibió en la embajada de Chile, como en las otras embajadas que permanecían en funciones en Belgrado, una llamada telefónica desde un número no identificado de Atlanta, EEUU, señalando con voz neutra que las embajadas que se mantenían en actividad en Yugoslavia habiendo un estado de guerra, lo hacían asumiendo su propia responsabilidad.
En la noche del 9 de junio se firmó en Kumanovo, Macedonia, entre las fuerzas de la OTAN y el ejército yugoslavo, el acuerdo de paz que dio término al conflicto. Horas después en Nueva York, ya el 10 de junio, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó su Resolución 1.244, convenida como el marco político general que permitió el acuerdo y aceptada por Yugoslavia, autorizando una presencia internacional tanto civil (Misión de Administración Provisional de Naciones Unidas, UNMIK) como militar (Kosovo Force, KFOR) en Kosovo, provincia serbia de Yugoslavia; y luego después, las fuerzas de la KFOR iniciaron la ocupación y las del ejército yugoslavo su retirada de la provincia, concluida la cual Yugoslavia dio término el 26 de junio al estado de guerra decretado el día de inicio del bombardeo. Poco tiempo más tarde, los EEUU emprendieron la construcción de su base militar en Kosovo, la que ha llegado a ser la más grande del mundo creada desde la guerra de Vietnam fuera de su territorio. Un mes después de iniciarse el bombardeo sobre Yugoslavia, en su cumbre realizada en Washington entre el 23 y el 24 de abril de 1999, mientras se bombardeaba a Yugoslavia, la OTAN cambió su carácter de alianza defensiva de los países que la integran ampliando su campo de actuación a cualquier parte del mundo para prevenir distintos posibles factores de riesgo y, en particular, por razones de injerencia humanitaria.
Viví también en Belgrado el término del régimen político de Milosevic, tras elecciones de las que su gobierno se resistió a reconocer el resultado, provocando el 5 de octubre de 2.000, más de un año después y sin relación con el bombardeo, una protesta ciudadana de enorme magnitud, que concluyó con la toma de la Asamblea Nacional, tanques y efectivos del Ejército confraternizando con los manifestantes, y el reconocimiento del triunfo de la oposición por el Tribunal Constitucional.
Antes y después del bombardeo mi señora viajó varias veces a Belgrado por algunas semanas; tuve también la visita de amigos, familiares, hijos y hasta la de mi primer nieto, a poco de haber nacido; y por mi parte fui cada año a Chile, ya sea llamado a informar o por algunas vacaciones.
— ¿Tuviste miedo? -me preguntó mi hijo mayor de visita tiempo después del bombardeo.
— No sé - le respondí —. Si lo tuve, no lo procesé como tal.
La noche del bombardeo de la embajada china, a unos quinientos metros de distancia en línea recta desde la residencia de Chile, me despertó el estrépito, que remeció el edificio de la residencia. Puede haber sido aquí, pensé, puede haberse destruido la terraza, debo tener cuidado al levantarme mañana; y, sin saber lo que había realmente ocurrido, seguí durmiendo.
Unas cuantas noches después volví a tener un sueño que me era recurrente desde la juventud. Soñaba con agua, generalmente una gran extensión, a la orilla del mar o de un lago; generalmente vista desde cierta altura; el agua generalmente tranquila, rara vez con algún movimiento, nunca amenazante; generalmente límpida, de su color natural; recuerdo haberla soñado sólo una vez como vista desde un puente sobre el río Mapocho, corriendo abajo a saltos y de color oscuro; rara vez, si acaso, me vi a mí mismo en el agua, aunque sin moverme mayormente ni inquietud alguna; generalmente sólo la contemplaba; nunca entendí a qué se debía el sueño, ni por qué se reiteraba.
Esta vez soñé que estaba en una playa, las olas del mar extendiéndose pausada y rítmicamente sobre la arena, me parece que hasta oí su suave y cadencioso ruido, la playa abierta y solitaria, el cielo al fondo cruzado por arreboles amarillentos, como si fuera una puesta de sol; cuando de pronto, al costado izquierdo de lo que veía como si estuviera frente a una pantalla, arriba, vi un rostro de mujer, al principio medio borroso, o deformado, pero que luego vi como el rostro de Venus en El nacimiento de Venus, de Botticelli, con su cabello rubio suelto y desplegado hacia el mar; quise entonces ver el resto de su figura, y mi atención se fijó en su mano cubriéndole el pubis; el blanco de la espuma que el mar esparcía sobre la arena se tornó entonces rojizo y... sentí que irrumpía la música, la misma música de Azul, de Kieślowsky, irrumpiendo como irrumpe cada vez en la película.
Toda la rápida sucesión de imágenes transcritas no duró sino lo que dura la fugacidad de un sueño. Y supongo que fue ya entre dormido y despierto que seguí recordando Azul, que había visto años antes, y que me impresionó mucho. Recordé la angustia silenciosa con que la protagonista restriega su puño contra un muro de piedra hiriendo sus nudillos; la voluntad de vivir con que se zambulle en el agua radiante de la piscina; el refugio y la relación consigo misma que encuentra en el agua; la pureza de la composición musical que se reitera con distintos instrumentos; la decisión con que Julie resuelve rehacer su vida; el reencuentro con el amor filmado a través de un estanque de agua con paredes de vidrio, con raíces que emergen a la superficie del agua, la imagen de Julie siendo amada vista a través del agua, como si flotara protegida en el fondo del estanque, como si estuviera acompañada pero de vuelta al principio de la vida, a la protección del líquido en el útero materno. Tuve entonces la impresión de que había terminado de entender la relación entre aquellas dos lejanas composiciones escolares, de que no volvería por tanto a tener mi sueño recurrente, y volví a dormirme.
Casi cinco años duró mi desempeño, y me correspondió cerrar nuestra embajada: a causa de las restricciones que debió enfrentar, Yugoslavia resolvió cerrar algunas embajadas, entre otras la que tenía en Chile, y un año después, conforme al principio de reciprocidad diplomática, Chile cerró la suya en Belgrado.
Me había separado antes de quien fue mi señora y terminamos de separarnos a mi regreso al país.