Si los desvelos fueran riqueza, yo viviría en un palacio a la orilla de la luna. Desde mi ventana vería la luz derramarse graciosa sobre cada cosa que vuela y que se arrastra en el suelo. Sentiría la brisa sideral, anunciando las mañanas, salpicando estrellas en el dintel de mi ventana, con una música tan alegre que borbotearían las risas, como manantiales en labios de enamorados.
Viviría sonámbulo en un caminar despierto, mientras todos duermen, imaginando maneras de atreverme, a dejar que surjan siempre los impulsos que disuelvan las tribus de mi mente, los espacios de mi ignorancia. Y bailaría con la noche esbelta, envuelta en su manto oscuro y sus sonidos de misterio de cuentos, sombras y recuerdos. Lloverían entonces sobre mí, las manos de la ternura, los mimos maternales, las bocas sensuales, las carcajadas de niños en juego eterno.
Mi cuerpo se derrumbaría y en mi mente se abrirían todos los frascos, esos donde guarda uno las boberías del intelecto y el orgullo; la ironía, el sarcasmo, la agudeza mental, el cinismo. Todo ese empeño en destacarse uno mismo por sobre los demás, se escaparía como vapor de agua de la mente de par en par, al dejarme llevar por la noche esplendorosa, mis sombras diluidas en la sombra de las sombras, mi lado oscuro devorado por la oscuridad.
Y pasearían carruajes frente a mi palacio, con todas las doncellas bellas que se han vestido de mujer para ser, mientras caminan. Y todos esos nombres de tribus lejanas y desconocidas, vividas en este campo abierto comunicante de nuestra imaginación compartida: judíos, chiitas, suníes, kurdos, tarahumara, franceses, aztecas, mayas, masai, kikuyu, japoneses, chinos, tailandeses, y tantos, tantos cuyos nombres no recuerdo si es que alguna vez los supe.
Pasarían todos aglomerados en caravana de carnaval, bailando, gimiendo, riendo, sufriendo, luchando, asesinando, justificando, adivinando, perdonando, amando, cada uno en su cuento.
Las noches de desvelo son orgiásticas cuando te sueño. Te desvisto, y desnudos nos abrazamos sin parar y nos devoramos hambrientos sin sábanas, ni porvenir, en una fiebre espiritual que nos arde entre las piernas y nos hace llover diluvios que ahogan toda la intemperie y olvidar lo que perece, ante el caudal de nuestras pasiones oscuras y derrelictas.
En desvelo recuento cada cosa que pasó, y cada uno a quien conocí, cada cosa que pensé, y que debí haber dicho, pero no. Cada sentimiento alborotado por los contratiempos del hablar el uno con los otros, cuando los enfoques y los sabores son diferentes y uno está tan aferrado, que ni lo siente y se entrega a la esgrima de palabras y conceptos, en un concierto de quién sabe más, aun sabiendo que nadie sabe nada.
Y cuán triste se siente entonces el corazón, cuando el abrazo del amigo se torna esquivo, porque ahora hubo un reproche, en ese derroche de la diversidad de opiniones sobre esto y aquello, que llovió sin mesura, cuando nos dimos al vuelo de afirmarnos separados, en este desvelo de vivir.
Si los desvelos fueran riqueza ya todo estaría perdonado, y viviríamos junto a la luna haciendo luz para derramar sobre las cosas maravillosas que se vislumbran cuando se alumbran con dedos dulces de fotón. Y haríamos risa de cada instante y la amargura sería un sabor inglés para ponerle a las bebidas con angostura. Bailaríamos rondas nocturnas anunciando el día y el vivir.
La existencia sería la esencia de cada mirada y cada recuerdo, las almohadas y las camas serían imaginarias para hacernos historias en el oído mientras bailábamos pegaditos los ritmos sensuales de la desnudez nocturna, en una tempestad de besos y caricias tan íntimas, tan profundas, tan genuinas, que cada una sería diferente y siempre igual a las demás.
Tanto gozaríamos en nuestros desvelos de amor, que despertaríamos al sol de su sueño de día y formaríamos una fiesta divina jamás imaginada antes, el sol y la luna bailando juntos a pasos de luz con la noche y nuestras almas, en una rondalla de fiesta, en un universo de nuevo concebido por nuestro amor sin fin.