En un contexto social y cultural saturado por la sobreoferta de obras tridimensionales vaciadas de significado, y soportadas solo por un oficio apenas aceptable y un discurso mercadotécnico desinformado e incongruente, la obra insular del veterano escultor costarricense Néstor Zeledón Guzmán ofrece una oportunidad de reflexión única.
Los escultores antiguos se valieron, prácticamente, de todos los materiales que se avinieran a su voluntad de significar, en una forma tridimensional, aunque ciertas estéticas idealistas fomentaran, principalmente, dos: piedra y madera; y sólo más tarde, el metal.
La escultura carece de límites precisos, como bien lo revelan las múltiples definiciones que dan teóricos e historiadores, o las que se encuentran en diccionarios acerca del tema. Desde fines del siglo pasado, se admite corrientemente en su definición, que la escultura permite todo tipo de medios.
De ese modo puede serlo una cortina suspendida a través de un cañón (Christo) o una pila de ladrillos ordenados (Carl André). No obstante, las obras contemporáneas demandan del espectador un papel muy activo, en cuanto al intérprete de ellas.
Sin embargo, prevalece aún en las más disparatadas obras de los escultores de ayer y de hoy, sean figurativas o no figurativas, un denominador común: el sentido del equilibrio y el respeto por el medio o material empleados.
Así, cada concepto particular sobre la escultura está ligado, cuando es serio y auténtico, a los recursos con los que trabaja.
Vengo advirtiendo en mi crítica, desde 1986, sobre los riesgos de la escultura figurativo-realista practicada en la región centroamericana, y en lo particular en Costa Rica, donde por falta de investigación en la forma e identidad, por lo general se recurre a la representación de lo real visible, centrándose en la anécdota, en la que no se profundiza por comodidad y poco conocimiento de la forma.
La forma y el espacio son los vehículos de comunicación de la escultura contemporánea, figurativa o no. El tema o anécdota sólo transciende mediante la poética o metafísica que escapa al panfleto sociopolítico o a la deformación figurativa gratuita.
Dos escultores se apartan en nuestro contexto de esta generalización, Hernán González cuyo vigoroso brutismo fue truncado por el abandono paulatino de su vocación, y Néstor Zeledón Guzmán, que perseveró hasta establecer una obra consistente que se puede evaluar críticamente en retrospectiva.
Néstor Zeledón Guzmán es por derecho propio un escultor serio y auténtico que ha logrado, a pesar de varios altibajos existenciales y de proceso plástico, establecer una obra que supera la anécdota personal y la ideología socialista que adoptó tempranamente en su formación.
Etapa de formación
Casi no hay oficio que no haya explorado este artista nacido en Guadalupe, San José, en 1933, quien experimentó desde temprana edad la transformación social y política que culminaría con la gran reforma social de los cuarenta y la guerra civil del 48 en la que participó con solo quince años. La persecución desatada contra el bando perdedor lo obliga emigrar con su familia a Guanacaste.
Adquiere sus primeros conocimientos y habilidades en el taller imaginero de Manuel Zúñiga Rodríguez, el padre del escultor Francisco Zúñiga, y luego completa su formación en la academia a la que ingresa en 1950. Llega incluso a participar en la IV Bienal de Sao Paulo con una de sus tallas en piedra en 1952. Pero su proceso de afirmación se ve interrumpido cuando participa en la invasión que lanza desde Nicaragua en 1955 el expresidente Calderón Guardia con el apoyo del dictador Somoza.
Al fracasar la invasión es exiliado como «traidor a la patria» a Nicaragua. Por una amnistía regresa al país en 1956 y continúa sus estudios académicos al tiempo que realiza varias imágenes religiosas en concreto para la iglesia de San Isidro de Coronado. Su preferencia por la talla en piedra es definida en este período como prueba su Maternidad de 1959.
Aventura con la no figuración
Como parte de la aventura artística del Grupo 8 del que llega a formar parte bajo del liderazgo del pintor Manuel de la Cruz González, promueve a partir de 1961 un concepto no figurativo en su escultura, que nunca llega a resonar con sus preocupaciones estéticas y personales.
De ahí el contraste entre la talla en granito de 1964 dedicada al expresidente Cleto González Víquez y obras intermedias como Génesis de 1961 y La lágrima de 1964.
Es entonces que se afirma conceptualmente, como el mismo confesaba en 1968:
«Yo siempre busco la verdad y espero que a través del arte llegaré a la comprensión de una serie de problemas que me he planteado toda mi vida…que abarca no solamente el punto de vista puramente humano, sino el religioso, el político y el social».
Neofiguración expresionista
Cuando se quiebra una mano tallando el granito en el monumento a Cleto González Víquez, merma notablemente la talla en ese material y se mueve más hacia el dibujo. Su recuperación es lenta y es hasta los setenta que vuelve a la talla principalmente en madera e introduce la escultura basada en soldadura de láminas de bronce como Los amantes, de 1971, que se exhibe en el edificio Numar de San José.
La obra de Zeledón en los setenta y ochenta oscila en un espectro que va de lo costumbrista a lo existencial con un creciente enfoque neofigurativo y expresionista.
Hay una definitiva reacción al abstraccionismo que fomentó en los sesenta con la esperanza de romper paradigmas estéticos y sacar al arte local del marasmo académico en que se encontraba. Pero su arrepentimiento como el de los demás miembros del Grupo 8 se hace evidente en la adopción del lenguaje neofigurativo y expresionista a la vez.
La nueva figuración, no obstante, pregona el retorno al objeto y a la realidad cotidiana. Se vuelve a representar la realidad, en particular a la figura humana, pero con las técnicas del informalismo como ocurre con su conocida escultura “Los amantes”, de 1971, “El mártir”, de 1974 y *El profeta, de 1979. Es inevitable la referencia de estas obras con las esculturas estilizadas y de acabado corroído para evocar la patética soledad y aislamiento desgarrador de los personajes de Giacometti y la expresión a partir de la figura femenina representada con perforaciones inquietantes en espacios abiertos de Moore.
Zeledón le imprime un sentido de denuncia social a su obra con una tendencia expresionista, cuando adopta formas orgánicas que deforma o torna monstruosas, en composiciones aparentemente desordenadas. Y digo aparentemente, porque este no es un autor a quien le interesen los accidentes. Como bien ha señalado, «si uno tiene una carga de violencia para cada escultura, la obra no sale, por la prepotencia de los materiales. Solo a base de una gran decisión uno logra romperlos para imponer algo de uno» (1988).
Por eso, el proceso plástico de Zeledón Guzmán esta sostenido en la investigación de las formas y el material. Cada decisión en sus tallas está fundado en el estudio previo mediante dibujos y maquetas. Su expresionismo sería inefectivo sin una racionalidad en el proceso de la talla.
Sin demérito de sus experiencias personales o preocupaciones sociales, su racionalidad trasciende la anécdota para crear un mensaje más duradero y trascendente. Si los títulos de sus obras fueran suprimidos, y las lecturas anecdóticas que hacen los «estudiosos» de su obra ignorados, tendríamos la libertad de experimentar su obra como la verdad plástica que siempre ha ambicionado comunicar.
Propuesta metafísica
La obra que produce de los noventas a la fecha retoma una preocupación permanente del autor que se refleja en casi todas sus obras, sea el tema sagrado o profano: la metafísica de las cosas.
Aunque se declara no religioso, Zeledón no ve paradoja alguna entre el socialismo en el que cree y la espiritualidad que plasma en su obra. El drama en su vida personal, sus experiencias al borde de la muerte, y las vicisitudes propias del oficio de escultor lo han puesto en contacto con su propia mortalidad muchas veces. Por eso sus esculturas exploran las emociones como el dolor en La angustia (1998) y La piedad, (2000), la perdida en El árbol del triunfo y el fracaso (1997), el aislamiento en Soledad (1996) y Desolación (1999) y los temores en El miedo y la bestia urbana (1997).
El artista es solo un testigo de la realidad que filtra a través de sus experiencias grabadas con emociones y pensamientos. La verdad de Zeledón sigue siendo primariamente su verdad. Consciente de ello, trata de asumir su responsabilidad como testigo y dueño de su identidad en obras como Arborigen (1995), La tierra (1998) y Yo protesto (2008) pero trascendiéndolas como lo han hecho los artistas a través del tiempo, mediante el erotismo y la espiritualidad, que para los efectos son dos caras de la misma moneda.
Evidencia de lo anterior es la talla La espera (1990), que encuentra al fin su complemento con Sufriente (1996). La sensualidad siempre ha estado presente en las formas volumétricas y curvas lúdicas de su escultura, pero hasta este conjunto y obras que temáticamente ilustran la masturbación femenina, el placer nunca fue tan obvio. Algunos se pueden escandalizar, pero no pueden dejar de reconocer la belleza del acto sexual considerado sagrado por la mayoría de las religiones.
La obra maestra
De la misma manera, el abordaje temático del Cristo crucificado (1980), la natividad, la caída, la creación y la muerte – la cara de la otra moneda – es parte de una exploración permanente y aún más trascendente para el autor que trata de encontrar y comunicar insistentemente una explicación y/o propósito del ciclo de la vida y la muerte.
Una de sus obras más recientes, El umbral, un relieve en madera monumental, confirma esta apreciación. No estamos ante el final de la vida, sin importar como la hayamos vivido, virtuosa o pecaminosamente, sino ante un ciclo en perpetua renovación, sin principio, ni final como Dios mismo.
Algunos personajes en dicha obra tratan de escapar del vortex del umbral, otros abrazan lo que quieren proteger y otros solo se dejan arrastrar ante lo inevitable. Nadie sabe exactamente lo que nos espera detrás del umbral, ni siquiera el escultor, pero algo es incontrovertible: La vida es eterna aunque se transforme continuamente.
La metafísica es inherente al arte de Zeledón, porque ha descubierto que la realidad es inaccesible a los medios empíricos, léase materialistas. Su búsqueda en casi setenta años de carrera artística ha estado enfocada en la explicación de los fundamentos de la realidad mediante la escultura.
Un artista, como apuntaba Baudelaire, está siempre en contacto con la metafísica, porque esencialmente es un crítico de sí mismo y su entorno. No obstante, Zeledón ha podido probar con el paso de los años que la realidad física – en un medio tan empírico como la escultura - no se puede explicar o limitar a una ideología, ni siquiera a los hechos coetáneos de una realidad circundante que tanto le apasiona.
En otras palabras, la anécdota es solo una excusa en las manos de un escultor disciplinado para mostrar que la contradicción entre lo divino y lo profano, lo espiritual y lo físico, no existe. Son caras de una misma moneda, cuya percepción ha sido distorsionada por la religiosidad (no confundir con espiritualidad) y la hipocresía mundana.
Al final de El umbral, encontramos a este artista inquieto sobre su destino como ser humano, pero confiado sobre su legado artístico tras casi setenta años de exploración y testimonio plástico.
No debe extrañarnos que, por ello, considere su imponente Cristo (1980) de tres metros de altura, en hierro forjado «su obra maestra». No se trata de una propuesta religiosa o para los efectos una confesión de fe, sino su reconocimiento tácito de que la existencia humana no puede limitarse solo a un plano meramente temporal.